Adán fue un hombre al que se le vinculó a un proceso que ameritaba prisión preventiva en mayo del 2016. A partir de ese punto, el engranaje de ineficiencia, nulo debido proceso y falta de acceso a la justicia característicos del sistema mexicano se accionaron como siempre lo han hecho: desde la impunidad y la creación de culpables.
Tras pasar 4 años y dos meses privado de libertad sin sentencia —dos años y dos meses más del plazo que limita la ley para prisión preventiva—, Adán tuvo serias complicaciones de salud que se deterioraron conforme no era capaz de acceder las atenciones que necesitaba. Finalmente, después de un estado de debilitamiento paulatino y sin que las autoridades esclarecieran cómo lo contrajo, Adán murió por COVID-19, siendo el primero en el estado de Puebla en contraerlo.
Nadie, bajo ninguna circunstancia, debería morir dentro de los centros penitenciarios del país a causa de este virus. Sin embargo, a la fecha, hemos contabilizado más de 215 muertes y 2393 contagios, sin saber específicos de la situación jurídica o desgloses relevantes como identidad de género y edad de las y los fallecidos. El caso de Adán ilustra, por tanto, lo profundamente aterrador que es enfrentarse a que sin haber recibido sentencia, es decir, aún bajo el presupuesto de inocencia, uno aún así puede morir alejado de sus círculos familiares o sociales más cercanos.
La reforma constitucional en materia penal del 2008 supuso un cambio irreparable en la historia de la justicia en el país. A partir de entonces —y en adelante—, se mantendría como principio rector del sistema de justicia penal la presunción de inocencia, incluida por primera vez en la Constitución: (Artículo 20 [B-I]) “A que se presuma su inocencia mientras no se declare su responsabilidad mediante sentencia emitida por el juez de la causa”.
La prisión preventiva como arma predilecta del punitivismo de gobernantes permite que la tragedia del caso de Adán, así como muchas otras que siguen en desarrollo, se repliquen una y otra vez, independientemente del riesgo acrecentado por una pandemia. Una vez que se hayan cumplido los dos años que estipula la ley para la prisión preventiva, cualquier persona que se encuentre privada de libertad se encuentra en un estado de indefensión y siendo víctima de un crimen de lesa humanidad perpetrado por el Estado que, a sabiendas o por negligencia, es directamente responsable e de todo lo que le pueda suceder en prisión.
Acorde al Cuaderno mensual de información estadística penitenciaria nacional, a mayo del 2020, la población privada de libertad procesada llegó a 71,381 personas del fuero local y 11,708 del fuero federal que se encuentran en los centros penitenciarios sin sentencia. Esto, de la población penitenciara total de 209,053, significa el 34.14% y el 5.60% de personas privadas de libertad, lo cual no es un número menor cuando se tiene en cuenta que dichas 83,089 personas regularmente se ven obligadas a cumplir el plazo de dos años (y los que regularmente se le suman después) en el mismo entorno y espacio que el resto de la población penitenciaria.
El Diagnóstico nacional de supervisión penitenciaria (DNSP 2019) no vacila al señalar la realidad a la que se deben de atener las personas en conflicto con la ley penal en México, así como la presunción de inocencia puede existir en papel, pero desde el momento en el que se termina en privación de libertad, todos los riesgos que conlleva se hacen presentes: En centros estatales, “los rubros que presentaron las deficiencias con mayor incidencia se refieren a la insuficiencia de personal (72.68%), insuficiencia de actividades laborales y de capacitación (66.67%), deficientes condiciones materiales, equipamiento e higiene de las áreas de dormitorios (62.84%), deficiente separación entre procesados y sentenciados (55.19%)”. Similarmente, en el caso de centros federales se lee, “En 7 [de los 17 visitados] se encontró una deficiente separación entre personas procesadas y sentenciadas”.
Una persona que se encuentra en prisión preventiva automáticamente se convierte en culpable pues su entorno, su falta de acceso a necesidades básicas y a sus derechos humanos, se ponen en velo y con ello se le recuerda, reiteradamente, que su valor humano ha disminuido. Esta realidad, tanto en el caso de sentenciados como procesados, constituye un trato cruel humano y degradante que debe ser erradicado sin importar la etapa en la que se encuentre la persona en conflicto con la ley penal. Sin embargo, recordando el caso de Adán, se vuelve inevitable enunciar hasta el cansancio lo que siempre ha sido evidente: en México, la sentencia se dicta desde antes de llegar a juicio.
*Periodista de investigación de ASILEGAL.
Publicado originalmente en AsiLegal