Un modelo ecofeminista frente a los recortes

Yolanda Fernández Vargas

Simone de Beauvoir en su libro El segundo sexo profundizó sobre la condición femenina, que ha sido definida a lo largo de la historia por y para los hombres. Situadas en una posición subordinada y asimétrica dentro de estas relaciones de poder, hemos sido caracterizadas como lo otro, como el no ser. Los hombres, sin embargo, han sido mostrados como seres trascendentes, porque dominan a la naturaleza, toman decisiones, actúan, mientras que las mujeres somos seres inmanentes, apegadas a lo cotidiano y a los cuidados.

Esta construcción social binaria ha ido conformando el imaginario colectivo cultural del pensamiento hegemónico occidental, en donde la naturaleza, lo femenino y la mujer, es decir lo Otro ha sido representado con característica inferiores, expropiables y moldeables, pues sólo se nos ha reconocido desde la inferioridad. Este pensamiento androcéntrico divide y describe toda la complejidad de la realidad en pares dicotómicos, opuestos y jerarquizados: cultura/naturaleza, hombre/mujer, razón/emoción, público/privado, ciencia/saber tradicional, trabajo productivo/trabajo reproductivo; otorgando mayor valor a aquellos considerados tradicionalmente como masculinos, e invisibilizando y minusvalorando el mundo simbólico femenino.

Desde hace muchos años, el ecofeminismo viene denunciando que circunscribir la realidad en toda su complejidad a una ecuación binaria es limitado y reduccionista. En esta equiparación de las mujeres con la naturaleza, además de despojarlas de su capacidad de raciocinio y pensamiento, las coloca a ambas en una posición subalterna y olvida de manera palmaria y vital que somos seres interdependientes y ecodependientes. Dependemos de los recursos naturales, de los ecosistemas, de la biosfera y también necesitamos cuidados en los primeros años de nuestra vida, en la vejez y en la enfermedad. Es imposible vivir en soledad.

Esta evidencia durante muchos años ha sido resuelta por el sistema patriarcal a través de la división sexual del trabajo, privatizando la supervivencia y relegándola al espacio doméstico, en donde han sido confinadas las mujeres desde la revolución industrial. Allí, fuera de la mirada pública, las mujeres mayoritariamente se han visto obligadas a asumir esas funciones, no porque estén mejor dotadas genéticamente para realizarlas, sino porque es el rol que el patriarcado les ha asignado.

EL MAL DESARROLLO

Vivimos la paradoja de un modelo económico y una lógica del mercado que propugna y defiende un sistema de crecimiento ilimitado, con unos recursos naturales finitos. Este mal desarrollo como lo define Vandana Shiva, genera tensiones y desigualdades sociales entre el norte y el sur globalizado y tiene consecuencias desastrosas para la naturaleza y para las mujeres, que son consideradas como materia prima. ¿Cómo se ha conseguido si no el tan alabado desarrollo económico?, es evidente que se ha logrado con la sobreexplotación del trabajo gratuito y oculto de las mujeres y el dominio y subordinación de la naturaleza, condiciones esenciales para producir las reglas actuales de producción y consumo.

El sistema patriarcal, apoyado y ayudado por el sistema capitalista, ha declarado la guerra a los cuerpos humanos y a los territorios y los ha puesto al servicio del capital. Estos cuidados y recursos naturales no son contabilizados en el PIB, magnitud macroeconómica sobre la riqueza económica de un país. Los cuidados, a pesar de ser necesarios para la supervivencia no son tenidos en cuenta por este indicador económico. No es economía, ni siquiera se considera un trabajo. El nacimiento de un río, el aire sin contaminar tampoco hacen caja. Sin embargo, las catástrofes ambientales producen intercambios monetarios y el trabajo de las empleadas en el hogar sí es tenido en cuenta, aunque sea precario y sin garantías laborales.

Sólo así se explica que desde organismos como el FMI se hable de riesgo de longevidad o coste del envejecimiento, alertando de que hay que reducir el importe de las pensiones, porque ese aumento de la esperanza de vida es un coste enorme para los gobiernos, las empresas, aseguradoras y particulares, lo cual amenaza la estabilidad de las finanzas públicas.

No podemos vivir de espaldas a la crisis ecológica y a la crisis de los cuidados. Las políticas de austeridad o austericidio que inciden fundamentalmente en el ámbito social, sanitario y educativo, terminan por afectar la responsabilidad laboral de las mujeres y a revitalizar los roles de género debido a la derivación de los cuidados que antes eran cubiertos o apoyados por el Estado hacia nosotras, incrementando las brechas de género. Los recortes en servicios públicos o dependencia vuelven a encerrar dentro del entorno doméstico el bienestar de las personas e intentan asignar a las mujeres una responsabilidad, que no nos corresponde asumir en solitario.

Nuestra incorporación al mercado trabajo y a un modelo masculino del reparto del tiempo y el espacio ha tenido como efecto la doble jornada o la externalización de las tareas domésticas, que normalmente recae sobre otras mujeres. Con lo cual, lo que hacemos en este mundo globalizado desde los países más desarrollados es transferir los cuidados de unas mujeres a otras, que normalmente vienen de otros países menos desarrollados, estableciendo lo que se denominan cadenas globales de cuidados.

PONER LA VIDA EN EL CENTRO

La ocupación de los territorios del sur por megaproyectos de empresas transnacionales, ya sea extractiva o de infraestructuras, persiguen únicamente la acumulación de poder y ganancias de las grandes corporaciones, y ocultan en gran medida, la vulneración de los derechos de las mujeres y la explotación de la naturaleza. Esta lógica del sistema capitalista heteropatriarcal despoja a la población indígena de los bienes comunales y de una forma de vida sostenible repercutiendo más en las mujeres, pues destruye en muchos casos las fuentes de ingresos que tenían.

La ausencia de los medios de subsistencia se suma al deterioro ambiental del territorio, a la desaparición de tierras dedicadas a la agricultura y de las formas de vida tradicionales y a la ruptura del tejido social y redes de apoyo que daban soporte a la solidaridad comunitaria. La mercantilización de los servicios de agua, electricidad, sanidad y educación antepone la obtención de lucro sobre su función social y amplios sectores de la población, con ingresos muy escasos, no pueden acceder a ellos. Todo esto afecta de una manera más directa a las mujeres, que tienen peores condiciones socioeconómicas y menor disponibilidad de recursos.

Necesitamos, por tanto, pensar la realidad de nuestro mundo actual con las claves que nos proporcionan el feminismo y el ecologismo: cambiar el paradigma y dejar de considerar al mercado como medida de valor y poner en el centro de las políticas públicas la sostenibilidad de la vida.

 

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