Foto: Télam
La energía nuclear se publicita como una opción contra la crisis climática y como un «desarrollo nacional» y progresista. La realidad es muy lejana: parte del modelo extractivo, es muy cuestionada a nivel internacional por sus impactos ambientales, económicos y sociales. Atucha y Embalse ya contaminaron con elementos radioactivos las aguas de Buenos Aires y Córdoba.
La energía nuclear suele publicitarse como «limpia, segura y pacífica». En Argentina, de la mano de Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA), también se hace alarde del «orgullo nacional» que implica contar con centrales nucleares e, incluso, sectores progresistas resaltan supuestas bondades de esta cuestionada actividad, una cara más del modelo extractivo. Un breve repaso muestra que la energía nuclear es muy contaminante, enormemente costosa y, sobre todo, que se trata de una actividad que puede acabar con el planeta.
¿Renacer nuclear o declive definitivo?
Hace unos días el programa radial “Pasaron Cosas” (Radio Con Vos, de ciudad de Buenos Aires), conducido por el periodista Alejandro Bercovich, realizó una transmisión especial desde la Central Nuclear Atucha II. Lo titularon “Pasaron Cosas atómico”. A propósito de las opiniones vertidas en el programa nació la necesidad de señalar ciertos mitos construidos alrededor de lo que podríamos denominar una energía nuclear “pacífica, nacional y progresista”.
Muchas respuestas se pueden encontrar en el “Informe sobre el estado mundial de la industria nuclear 2022”. Elaborado anualmente por la consultora en temas de política energética que dirige el prestigioso investigador y ex asesor del Parlamento Europeo Mycle Scheneider, junto a un importante equipo de especialistas de Francia, Alemania, Japón y Canadá, destacó que 2021 fue el año en que por primera vez la participación nuclear en el mundo cayó por debajo del diez por ciento, desde su pico máximo del 17,5 por ciento en 1996.
Representa una caída real del 40 por ciento de la participación nuclear en la generación eléctrica global. Mal que le pese al lobby del átomo, la fuente nuclear es una energía en retroceso: “A mediados de 2022 funcionaban 411 reactores en 33 países, cuatro menos que un año antes, siete menos que en 1989 y 27 menos que en el pico máximo de 2002”, señala el Informe Mundial 2022.
Algunos ejemplos: Inglaterra cerró un reactor nuclear en 2021 y planea clausurar dos más que están desconectados de la red desde 2018. Italia celebró en 1987 un referéndum en el que el 80 por ciento de la población votó a favor del cierre de las cuatro plantas nucleares que poseían. Desde entonces, no tiene más energía nuclear.
Polonia anunció en 2021 que construiría su primera planta nuclear. Sin embargo, no seleccionó ni el diseño, ni el proveedor ni garantizó la financiación. Y Alemania abandonó este año definitivamente la energía nuclear al desconectar sus últimos tres reactores. Por otro lado, muchos de los proyectos que se encuentran “en construcción” por todo el mundo tienen años de retraso, como sucedió con Atucha II que estuvo “en construcción” por más de 30 años.
Según Mycle Scheneider “la industria nuclear había entrado en crisis mucho antes del accidente de Fukushima” de 2011. Pero en la actualidad “crisis ya no es una palabra adecuada. La energía nuclear se ha vuelto completamente irrelevante en el mercado de la tecnología eléctrica. Desaparecerá, solo es cuestión de tiempo”.
Las omisiones de Nucleoeléctrica Argentina
Difícilmente Nucleoeléctrica Argentina Sociedad Anónima (NASA), la empresa que opera y administra las tres centrales nucleares argentinas, reconocería públicamente que sus propias mediciones de tritio radiactivo en el agua potable de la población de Embalse, el pueblo lindero con el reactor nuclear cordobés, dieron 1081 becquerel por litro (bq/L) —becquerel es la unidad derivada del Sistema Internacional de Unidades que mide la actividad radiactiva—, los niveles más altos del mundo para agua de red.
En los Estados Unidos, el agua de Embalse no sería considerada apta para consumo humano: el límite en ese país es de 740 bq/L y en la Unión Europea el límite es de 100 bq/L.
En el agua del río Paraná, donde las centrales Atucha descargan sus efluentes, la Autoridad Regulatoria Nuclear (ARN) detectó 930 bq/L en 2017 y NASA midió una concentración 1596,02 de tritio (agua radioactiva) en la canilla de la Escuela N°20 Florestano Andrade, que se encuentra a escasos kilómetros de la Central Nuclear Atucha, desde donde se realizó el programa “Pasaron Cosas Atómico”.
Si lo contextualizamos veremos la gravedad del asunto: según señaló la empresa japonesa TEPCO, encargada de los vertidos de aguas radiactivas (tritiadas) al océano —producto del desastre nuclear de Fukushima— los niveles de tritio radiactivo en el agua del océano no superarán el límite operativo de 1500 bq/L.
Por esta situación se generó una crisis diplomática entre China y Japón. El gobierno chino declaró que “se opone firmemente y condena enérgicamente” el vertido de agua radiactiva, expresando además “que es un tema de suma importancia en materia de seguridad nuclear y los impactos van más allá de las fronteras de Japón”.
En Argentina, que no hubo un desastre nuclear, registramos mediciones similares a las de Fukushima en el agua potable. Sencillamente, el funcionamiento normal de las centrales nucleares argentinas, moderadas con agua pesada, generan agua radiactiva en sus efluentes líquidos y gaseosos. Y las emisiones radiactivas al ambiente de nuestras centrales nucleares son un tema tabú completamente silenciado por los grandes medios de comunicación.
Pero, además, cabe preguntarse: ¿Quién puede decidir qué nivel de radiación es aceptable cuando la ciencia dictaminó hace tiempo que cualquier dosis radiactiva es genéticamente indeseable y que no existe un umbral tolerable?
¿Energía limpia?
Afirmar que la energía nuclear es limpia es tan contradictorio como decir que una guerra podría ser pacífica. Pero peor es quedarse tranquilo porque los desechos radiactivos generados anualmente en Argentina «entran en una habitación de tres metros por tres metros», como afirmó Jorge Sidelnik, vicepresidente de NASA, en el programa radial.
Desde aquella primera fisión del núcleo de un átomo de uranio en 1942 la industria nuclear sigue generando residuos nucleares, pero no sabe qué hacer con ellos. Se estima que 15 países acumulan alrededor de 250.000 toneladas de letales residuos radiactivos de alta actividad en guardas provisorias.
La sustancia más peligrosa generada por la industria humana es el plutonio-239, un subproducto de la fisión nuclear que se “crea” cuando se rompen los átomos de uranio. La millonésima parte de un gramo de plutonio-239 causa cáncer y se mantendrá intacto durante 24.100 años, aunque seguirá activo por 241.000 años.
No obstante, existen decenas de elementos peligrosísimos que se crean junto al plutonio, a los que habrá que custodiar y mantener alejado de toda forma viviente por siglos y milenios.
¿Puede haber una inmoralidad más grande que para generar una magra porción de energía eléctrica condenemos a generaciones enteras?
Imagine el lector que la bomba atómica “Fat Man” que destruyó Nagasaki y mató a por lo menos 50.000 seres humanos de un plumazo tenía seis kilogramos de plutonio-239, pero se estima que fisionó solamente un kilogramo.
Y la bomba “Little Boy”, detonada sobre Hiroshima, contenía una carga de 64 kilogramos de uranio 235 (enriquecido) de la que estiman tan solo el 1,4 por ciento del total fisionó. Con esa cantidad ínfima de material dentro de un artefacto explosivo de tres metros por setenta centímetros alcanzó para exterminar a más de 100.000 humanos en un instante, generando una ola de calor de 4.000 grados centígrados en un radio de 4,5 kilómetros.
¿Energía pacífica?
La energía nuclear carga con un estigma que comenzó en el mismo momento en que el físico Enrico Fermi puso en marcha en 1942 el Chicago Pile-1, el primer reactor nuclear de la historia, como parte del Proyecto Manhattan para desarrollar la bomba atómica. Se trata del vínculo ineludible con la guerra y la proliferación nuclear.
En 1945 se realizó en Alamogordo (Estados Unidos), la primera detonación atómica, pero mucho tiempo antes habían logrado la fisión nuclear controlada en un reactor para producir energía, los mismos que se utilizan para generar electricidad. Durante tres años los científicos reunieron el combustible agotado, el material fisible para la bomba. De esos desechos radiactivos se obtuvo el plutonio necesario para fabricar armas de aniquilación masiva. Aunque también a través del enriquecimiento de uranio, un proceso involucrado en la industria nuclear civil, se puede obtener material sensible para un programa bélico.
Existe evidencia abundante que los gobiernos de Israel, Sudáfrica, Paquistán e India fabricaron numerosas armas nucleares desviando reactivo (combustible) nuclear de utilidad militar de reactores de investigación y plantas nucleares comerciales.
Un caso paradigmático es el de Irán. El país asiático se encuentra bajo la lupa del Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA) para evitar que enriquezca uranio de grado militar y lo desvíe para armamento nuclear. Israel, su histórico enemigo, aseguró que no dudaría en bombardear las plantas nucleoeléctricas de Irán. Sin embargo, su programa es tan pacífico como el de Argentina: sus centrales nucleares producen electricidad. ¿Entonces por qué serían un peligro bélico?
La respuesta se encuentra en el informe de 1981 del laboratorio nacional Los Alamos, vinculado al Proyecto Manhattan, que zanjó la discusión al reconocer que “no hay demarcación técnica entre el reactor militar y el civil, ni la ha habido” (citado por George Tyler Miller Jr en su emblemática investigación y libro Ecología y medio ambiente»).
Por esta razón, en la década de los años 50, Estados Unidos lanzó lo que la periodista científico ambiental Silvana Buján califica como “una obra maestra de la resemantización del discurso”: el programa “Átomos para la paz”.
El objetivo era doble, por un lado cambiar la imagen terrorífica de la energía nuclear que había quedado ligada al aniquilamiento masivo de la población en las ciudades de Hiroshima y Nagasaki. Y, por el otro, sembrar el planeta de plantas nucleares “pacíficas” para producir electricidad, manteniendo bajo su control a los países nuclearizados y exigiendo, en aquellos primeros años de la carrera atómica, la devolución del material fisible que podía ser útil para el programa bélico. De la bomba a la generación eléctrica y de la generación eléctrica a la bomba.
Energía nuclear en Argentina
Que el programa de energía nuclear de Argentina tenga fines comerciales no debiera engañarnos. La característica dual de la fuente nucleoeléctrica siempre dejará abierta la ventana a la proliferación nuclear. Un hipotético gobierno de tinte autoritario podría llevarnos por otro camino. Por eso no tiene sentido hablar de energía nuclear pacífica.
Un dato: en la última dictadura militar el contraalmirante Carlos Castro Madero diseñó lo que se llama el “plan nuclear argentino”. Tuvo un fuerte impulso cuando Martínez de Hoz instauraba en el país un régimen económico neoliberal y mientras se cometían crímenes de lesa humanidad. El plan incluía el manejo completo del ciclo del combustible nuclear y la puesta en funcionamiento de seis reactores (en la actualidad existen tres).
Pero Castro Madero jamás ocultó el deseo de la junta militar de construir armamento nuclear con “fines pacíficos”. En 1982, un mes antes de entrar en guerra con Gran Bretaña, llegó a decir que “la Argentina no renunciará a construir un explosivo nuclear para usos pacíficos (minería, canales de navegación) si se prueba que es un sistema viable”.
Diego Hurtado, actual vicepresidente de la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA) reconoció que “la enérgica defensa que realizó la Argentina ante los foros internacionales a favor de mantener abierta la posibilidad de realizar explosiones con fines pacíficos significó una permanente fuente de conflictos” y que “nunca se explicó” por qué nuestro país “tardaría más de 20 años en ratificar el Tratado de Prohibición Parcial de Ensayos Nucleares” firmado en 1963.
Otro hecho poco difundido es que Estados Unidos se llevó combustible agotado del Centro Atómico Ezeiza y del reactor RA6 de Bariloche. En operativos secretos, entre Gendarmería y agentes de la Secretaría de Energía de de Estados Unidos, trasladaron desde Buenos Aires y Río Negro elementos tan peligrosos como plutonio y uranio enriquecido al 90 por ciento. Dicho material pudo haber sido utilizado en alguna bomba atómica de la potencia imperial.
Energía nuclear y transición energética
Cuando se fisiona el núcleo del átomo de uranio en una central nuclear (como Atucha) no hay emisiones de dióxido de carbono (CO2) al ambiente. Pero sí se registran importantes emisiones de gases de efecto invernadero cuando se considere todo el ciclo del combustible nuclear. Alcanza con resaltar lo obvio: sin minería de uranio no hay energía nuclear.
Diversos estudios confirman que al tomar en cuenta el ciclo completo del uranio y el hecho de que buena parte de las reservas certificadas son minerales de baja ley (poco concentrados) las emisiones de dióxido de carbono podrían alcanzar a las que realizan las centrales a gas de ciclo combinado, y superarlas incluso, si el grado de concentración sigue disminuyendo.
Para terminar con el mito de que la energía nuclear podría contribuir a la descarbonización sirven las conclusiones de la máxima autoridad en la materia: el “Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático” (IPCC) que respondió al interrogante del papel que jugaría la energía nuclear en la transición energética. Luego de revisar más de 6.000 artículos científicos y 42.000 comentarios de revisores expertos, advirtieron: “La minería de uranio tiene efectos negativos comparables a la del carbón. Las centrales nucleares presentan un riesgo de accidente que no se puede despreciar. La mayor temperatura del planeta supondrá una disminución de la eficiencia térmica de las centrales nucleares. El uso continuado de la energía nuclear supone un riesgo constante de proliferación nuclear. Algunos estudios han mostrado un aumento en los casos de leucemia infantil en poblaciones a menos de cinco kilómetros de una central nuclear”. Y recordaron que no existe solución ni almacenamiento a largo plazo para los residuos nucleares.
El IPCC evaluó también las energías alternativas para reemplazar el carbón respecto de los 17 objetivos del desarrollo sostenible de la ONU. Y definió que la energía nuclear es la única fuente valorada negativamente, su puntuación (-1).
Concluyó que “la energía nuclear tiene efectos ambientales negativos y efectos contrapuestos para la salud humana en el caso de emplearla para reemplazar los combustibles fósiles”.
Por otro parte, la energía nuclear es obscenamente costosa. Por el mismo dinero invertido en un megavatio de energía nuclear se podrían instalar cuatro megavatios de energías renovables.
¿Y si en vez de continuar subsidiando una fuente de energía madura y obsoleta como la nuclear se invierten esos fondos y todo el conocimiento de los científicos a la investigación y desarrollo de energías verdaderamente limpias y renovables?
No es posible olvidar que los impactos radiactivos producto de accidentes nucleares han socavado la vida y la salud de miles de personas alrededor del mundo, y transformaron territorios enteros en zonas inhabitables, no aptas para la vida humana. Un “mérito” solo conseguido por la energía nuclear. En un caso así, estaríamos condenados al subdesarrollo permanente, porque no hay progreso ni vida posible sin territorios habitables.
¿Energía nuclear? No, gracias
*Integrante del Movimiento Antinuclear del Chubut – MARA – RENACE.
Publicado originalmente en Agencia Tierra Viva