I
Los regímenes dictatoriales y/o autoritarios están volviendo a prosperar en América Latina. Su regreso se produce con un descaro que —según ha advertido un reciente artículo de The Economist— no se veía en la región “desde los años setenta y ochenta, una era de dictaduras militares”. Sin embargo, a diferencia de aquel periodo, donde jugó un importante papel como contrapeso de los llamados gorilatos, la política exterior de México no parece estar hoy interesada y mucho menos comprometida con la defensa de la democracia y los derechos humanos en el subcontinente.
En el curso de los últimos tres años, los mismos que lleva en el poder Andrés Manuel López Obrador, la diplomacia mexicana ha experimentado un notable viraje que usa como fachada la llamada Doctrina Estrada y sus principios de no intervención, para guardar silencio o incluso generar evidentes complicidades frente a gobiernos que han socavado o directamente destruido las instituciones democráticas, cancelado libertades y derechos.
Como se sabe, durante el largo periodo en que gobernó el Partido Revolucionario Institucional (PRI) la Cancillería mexicana mantuvo el singular “no intervencionismo” de la Doctrina Estrada que le dio lustre a la política exterior de México en el siglo pasado con acciones tan relevantes y decisivas como el asilo a miles de refugiados de la Guerra Civil en España (que secundaría con la ruptura de relaciones con la dictadura franquista); la recepción del exilio sudamericano a partir de los golpes de estado en los años 70 en Chile y Argentina, con un claro posicionamiento condenatorio de los gobiernos militares; el abierto apoyo a la revolución sandinista o el reconocimiento en los años 80 del Frente Farabundo Martí como fuerza representativa y beligerante en El Salvador, un gesto que posteriormente, ya en los 90, abriría las puertas a los Acuerdos de Paz de Chapultepec en El Salvador, lo mismo que al Acuerdo de Paz Firme y Duradera en Guatemala.
II
La “no intervención”, por lo que puede verse, nunca fue sinónimo de plena neutralidad o inacción. Más bien, este principio, junto con el de la autodeterminación de los pueblos, tuvo diferentes interpretaciones, incluso contradictorias, por parte de los gobernantes priistas en el siglo XX. Así, antes de que la cancillería mexicana protagonizara los momentos estelares que mencionamos arriba, también guardó relativa indiferencia frente a las dictaduras de Jorge Ubico en Guatemala, Maximiliano Hernández Martínez en El Salvador, Tiburcio Carías Andino en Honduras y Anastasio Somoza García en Nicaragua durante los años 30. Igualmente cabe recordar el reconocimiento que la Cancillería mexicana hizo del gobierno de facto de Castillo Armas, el militar que derrocó en 1954 a Jacobo Árbenz, presidente de Guatemala democráticamente electo. Al propio tiempo, en 2009, frente al golpe de Estado que derrocó al presidente de Honduras Manuel Zelaya, el gobierno de México apoyó al mandatario depuesto.
Sin duda, la transición democrática que empezó a vivir México de modo muy claro a partir de los años 90, hizo posible que la tendencia de los gobiernos priistas y del Partido Acción Nacional en materia de política exterior comenzara a poner en el centro la defensa de la legalidad democrática y una valoración integral de los derechos humanos.
No obstante, esta tendencia se ha visto interrumpida con el gobierno de Andrés Manuel López Obrador. El caso de Nicaragua, donde acaba de tener lugar una escandalosa farsa electoral montada sobre un sinnúmero de hechos represivos que han puesto tras las rejas o en el exilio a los principales candidatos opositores y (desde hace años) segado la vida de cientos de ciudadanos, ejemplifica claramente el giro que ha dado la política exterior mexicana hacia Latinoamérica en su conjunto y en particular hacia Centroamérica.
Increíblemente, México forma parte ya del grupo de países que sirven de soporte a la dictadura familiar de Daniel Ortega: mientras que Cuba asesora a su policía y ejército, la Rusia de Putin se encarga de la mayor parte de sus suministros militares y el régimen de Nicolás Maduro le ofrece diversas líneas de financiamiento, México le proporciona una protección diplomática impensable en otras épocas para un régimen que ha sido condenado por la comunidad democrática internacional.
El pasado 12 de noviembre, México se abstuvo de aprobar la resolución de la Organización de Estados Americanos (OEA), que con la mayoría de sus países miembros consideró que “las elecciones del 7 de noviembre en Nicaragua no fueron libres, ni justas ni transparentes y no tienen legitimidad democrática”. Este hecho, puso de manifiesto también una fisura que se ha abierto entre los diplomáticos mexicanos: la exembajadora de México en Estados Unidos, Martha Bárcena, por ejemplo, expresó en Twitter que resultaba “increíble que México se haya abstenido en esta votación cuando los candidatos de la oposición estaban en la cárcel. Un gobierno como el de López Obrador, que llegó al poder tras defender derechos humanos y democracia, debería votar a favor”.
III
Frente al llamado Triángulo Norte (Guatemala, El Salvador y Honduras), México concentra sus esfuerzos para contener —militarizando como nunca su frontera sur de 1.248 kilómetros, 960 con Guatemala y 288 con Belice— el creciente flujo migratorio hacia Estados Unidos, y la violencia e inseguridad que surgen de organizaciones delictivas como la Mara Salvatrucha (las autoridades de EEUU calculan que hay unos cuarenta mil pandilleros centroamericanos en su territorio y unos cien mil distribuidos en los países del Triángulo Norte, donde El Salvador concentra la mayor parte).
Pero la contención fronteriza no atiende las causas estructurales del problema migratorio y la imparable violencia. En teoría, el Plan de Desarrollo Integral para México, Honduras, Guatemala y El Salvador que presentó el gobierno de López Obrador en mayo de 2019 junto con la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), sí lo hace, aunque no parece que pueda ofrecer resultados tangibles frente a la crisis migratoria que se ha exacerbado en los últimos meses.
Como respuesta a esta grave situación, el presidente López Obrador ha propuesto a Joe Biden que apoye uno de sus programas medulares, Sembrando Vida, para que sea impulsado en los países del Triángulo Norte. Este programa pretende combatir la pobreza y el cambio climático con la siembra de un millón de hectáreas de árboles maderables, frutales y de especias. Sin embargo, los logros de este programa son muy cuestionables en su impacto social y ecológico, y es un hecho que Estados Unidos no tiene interés en apoyar su aplicación en Centroamérica. Organizaciones como el Instituto de Recursos Mundiales han alertado acerca de que en su primer año de vida, este programa podría haber incentivado la deforestación de más de 78.000 hectáreas a manos de campesinos que buscan así inscribir sus tierras en dicho programa y recibir sus apoyos.
El discurso de “cooperación” que México ha sostenido desde hace décadas con respecto a Centroamérica no ha dado mayores resultados y su quiebra se pone de manifiesto hoy justamente en la frontera sur, con miles de inmigrantes que buscan cruzar el territorio mexicano para alcanzar la frontera norte y que en su trayecto sufren el robo, la extorsión y el atropello sistemático por parte de las autoridades migratorias mexicanas, ahora respaldadas por más de 8.000 efectivos de la Guardia Nacional que no sólo depende directamente del Ejército sino que está constituida básicamente por sus propios miembros.
Al desinterés por los derechos humanos de estos migrantes, México acaba de agregar el desinterés por los derechos humanos de los opositores a regímenes como el de Nicaragua. Y esa misma indiferencia y complicidad desde luego se extiende a otros gobiernos como el de de Nayib Bukele, en El Salvador, que da muestras de creciente autoritarismo y de profundo desprecio por la libertad de expresión.
Son malos tiempos para la política exterior mexicana y la histórica solidaridad para con los pueblos de la región.