Al poeta Miguel Hernández lo represaliaron por rojo, comunista, peligroso y republicano y el franquismo lo confinó de por vida en cárceles heladas que acabaron por secarle los pulmones a los 31 años. Llegó la democracia y brilló la letra y los poemas de un pastor que se había rebelado contra el golpe de Estado. Se le resarció como a un valiente patriota y un valioso poeta.
Esta semana, en un anacrónico salto atrás con voltereta, el Ayuntamiento de Madrid -gobernado por el PP en coalición con Ciudadanos y el apoyo de Vox, miren si las compañías importan- ha borrado sus versos de un memorial del cementerio de la Almudena, considerando quizás que no es digno de homenaje, que más vale no remover (ni leer) y evitando efectos de desestabilización social en este puñado de versos:
Para la libertad me desprendo a balazos
de los que han revolcado su estatua por el lodo.
Y me desprendo a golpes de mis pies, de mis brazos,
de mi casa, de todo.
Porque donde unas cuencas vacías amanezcan,
ella pondrá dos piedras de futura mirada
y hará que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan
en la carne talada.
Retoñarán aladas de savia sin otoño
reliquias de mi cuerpo que pierdo en cada herida.
Porque soy como el árbol talado, que retoño:
porque aún tengo la vida.
Pura maldad bolchevique, puro reabrir heridas, pura propaganda. El monolito tiene ahora una placa vacía y lisa, la mejor garantía para que nadie se ofenda. Con censuras preventivas así, justificadas siempre en la equidistancia y desde una alcaldía como la de Madrid, resulta aún más hilarante y utópica la propuesta del gobierno de Pedro Sánchez de penar la apología del franquismo. Además de una mala idea que roza el derecho a la libertad de expresión, es evidente que los españoles aún estamos en los prolegómenos de un camino complejo de ‘verdad, justicia y reparación’ que apenas se ha iniciado para muchos de nuestros ciudadanos y gobernantes, que desean que jamás se inicie y nos quedemos donde lo dejó el franquismo.
Ha costado cuarenta años empezar a reivindicar tímidamente los huesos de los abuelos, quitar calles de homenaje a franquistas (con numerosos obstáculos judiciales) y decir sin vergüenza o discreción «mi abuelo fue republicano». No hablemos ya de devolver lo expoliado, el patrimonio de los Franco, las sentencias ilegales o las oligarquías o cambiar el código penal. En 2020, solo un poema, el nombre de un poeta o de los represaliados en una placa son chispa amenazante suficiente para que todo se tape y se borre en este palimpsesto de desmemoria en el que Almeida ha decidido convertir la capital de España.
Miguel Hernández tuvo una vida demasiado cruel y corta. Citar su nombre y sus versos no debiera levantar suspicacias ochenta años después de la guerra, a menos que uno tenga una mente vengativa, poco empática o retorcida, porque la palabra solo puede ofender al inseguro o al ignorante. La intención de desaparecer al poeta de un sencillo monolito es condenarle de nuevo como «elemento subversivo y peligroso» y devolverle, injustificada e injustamente, a la celda del olvido.
Publicado originalmente en El Diario