Los derechos humanos en su sentido más amplio, los modos de vida ancestrales y los derechos de la naturaleza están en peligro con cualquiera de las formas que adquiera el extractivismo minero. Es necesario poner un freno al ecocidio que implica la sobreexplotación ambiental.
Derechos, ¿para qué humanos?
Si nos adentramos en los orígenes del paradigma de los derechos humanos tenemos que remontarnos a la primera Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, producto de las luchas burguesas de los siglos XVII y XVIII y específicamente de la Revolución Francesa. El contexto histórico en el que se originó determinó su sustrato eurocéntrico, burgués, individualista y de negación de los pueblos colonizados como sujetos de esos derechos.
En el mismo momento en que Europa “inventaba” los derechos humanos para sus habitantes, los pueblos de América, África y Asia luchaban contra la opresión colonial europea, que les construyó un destino de inferioridad respecto de quienes justificaban esa opresión. ¿Quiénes eran humanos entonces para este paradigma? Los hombres, blancos, europeos y propietarios que habitaban de un lado del mar; del otro lado, grupos que no llegaban a ser humanos y que “gracias a nosotros -diría Jean Paul Sartre irónicamente- en mil años quizás, alcanzarían nuestra condición” (Sartre, 1961, Prefacio a Los condenados de la tierra de Frantz Fanon). Y de ambos lados del mar la mitad de la humanidad, mujeres y diversidades sexuales a las que no se les reconocían derechos en general ni en particular. Se trataba así de una falsa formulación de universalidad de la condición humana. Había muchos “pueblos sin historia” y seres invisibilizados a quienes no aplicaba esa condición.
Además, se trataba de una declaración de los derechos del “hombre”, y ya las feministas de la época cuestionaron la exclusión de las mujeres como sujetas de derechos. Así, en 1791, Olympe de Gouges -seudónimo de la escritora y dramaturga Marie Gouze- redactó la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana que, parafraseando la de 1789, se convirtió en un alegato de defensa de la emancipación de la mujer y de la igualdad jurídica y legal de mujeres y varones. Teniendo que soportar la misoginia de la época y la desacreditación de sus ideas, fue víctima de la guillotina del ala más radical (y masculina) de la revolución francesa.
Derechos humanos que no alcanzan
La existencia del paradigma de los derechos humanos desde fines del siglo XVIII no fue suficiente para evitar una de las mayores atrocidades que tuvo que enfrentar la humanidad, los crímenes cometidos por el régimen nazi, cuya magnitud obligó a modificar las reglas del derecho internacional, permitiendo que los delitos cometidos por individuos de una nación en otros países puedan ser juzgados internacionalmente por todos los países afectados, y a definir con mayor precisión los delitos cometidos, como los crímenes de lesa humanidad, llamados así porque ofenden y vulneran la condición misma del ser humano.
La creación de la Organización de las Naciones Unidas en 1945, una vez terminada la segunda guerra mundial y derrotado el régimen nazi, con el propósito de promover la paz y defender los derechos humanos, tampoco alcanzó para concretar su cumplimiento. Como no lo lograron la Declaración Universal de Derechos Humanos ni la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio redactadas por las Naciones Unidas en 1948, entre otras múltiples convenciones y declaraciones que se fueron sucediendo. El corto siglo XX -como lo definió el historiador Eric Hobsbawm- dio muestras más que suficientes de esa inalcanzabilidad, con dictaduras desparramadas en todo el mundo, muchas de ellas concentradas en los países de América Latina en las décadas del 60, 70 y 80.
En el caso de la Argentina, este miércoles 24 de marzo se cumplen 45 años del inicio de la dictadura más sangrienta de la historia de nuestro país, a tal punto que fue definida como un estado terrorista, que llevó a que la palabra “desaparecido” se expandiera por buena parte del mundo haciendo referencia a esa brutal metodología criminal elegida para destruir voces diversas, y a que nos impusieran ser “derechos” y “humanos”, ideológica y masculinamente humanos, sin permitir el encuentro de esas dos palabras. Fueron los organismos que surgieron para cuestionar y enfrentar la dictadura los que construyeron el significado más profundo del encuentro entre ellas.
En ese doloroso siglo XX con todas sus guerras, dictaduras y genocidios, no todos los seres humanos eran tan humanos como para ser sujetos de derechos. A pesar de esta evidencia, es en ese mismo siglo que se empiezan a analizar las consecuencias de las formas de operar de las empresas transnacionales sobre las comunidades, que violan derechos reconocidos aunque muchas veces ignorados. Las muchas directrices, recomendaciones y códigos que se crearon para que las empresas se hicieran responsables de la violación de derechos humanos tampoco alcanzaron para obligarlas -sanción mediante- a su cumplimiento.
Estos intentos señalaron que no puede ser la voluntad del poder transnacional la que determine su responsabilidad en el respeto por los derechos humanos, tal como lo demuestra el informe Minería transnacional de litio en las Lagunas Altoandinas de Catamarca, caso Liex S.A. Empresas transnacionales y principios rectores: hacia mecanismos efectivos para la protección de derechos humanos en América Latina (Ver: Informe Liex)
¿Alcanza con que los derechos sean sólo humanos?
El final del siglo XX y el principio del XXI interpelaron fuertemente el paradigma de los derechos humanos dejando en evidencia que muchas de las páginas escritas y de las palabras dichas eran sólo eso, palabras sin asidero en la realidad concreta. Es por esta razón que las Naciones Unidas fueron aprobando convenciones y declaraciones que ampliaron el paradigma original al incorporar sujetas y sujetos a quienes se les reconocen derechos específicos, además de exigir a los estados el cumplimiento de los derechos considerados universales. Se trata de sujetxs invisibilizadxs y negadxs por el marco legal y normativo hegemónico y por ende, pueblos y sujetas sin historia y sin derechos.
Es el caso de las mujeres para las cuales se aprobó la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer, en diciembre de 1979; de los pueblos indígenas, que cuentan con una declaración sobre sus derechos de septiembre de 2007; y de los campesinos y otras personas que trabajan en zonas rurales, cuyos derechos fueron reconocidos en una Asamblea General de la ONU en diciembre de 2018. Aclaramos que la enunciación de los derechos para estxs sujetxs no implica que se estén cumpliendo en la realidad concreta ni que los estados se desvelen por hacerlos cumplir; en muchos sentidos, volvemos a decir que se trata de papeles con hermosas palabras que sólo quedan encerradas en los discursos.
Un paso en la ampliación del paradigma de los derechos humanos fue entonces reconocer formalmente los derechos de esxs sujetxs, así como de otros -niños, migrantes, personas con discapacidad-, admitiendo que la diversidad es una característica fundamental de la humanidad. Ahora bien, la propia existencia de estas declaraciones referidas a sujetxs específicxs para lxs cuales parecían no existir los derechos humanos, nos permite entrever que la pretendida universalidad no era tal.
Y son esxs mismxs sujetxs quienes han interpelado más fuertemente el paradigma de los derechos, al plantear que los seres humanos somos parte de la naturaleza y que no es posible escindirlos si queremos garantizar la reproducción de la vida. Las mujeres, los pueblos originarios y las comunidades campesinas nos vienen enseñando que es necesario respetar los ciclos de la naturaleza y que allí, en esos grupos, están guardados saberes ancestrales que hay que proteger y recuperar para romper la lógica de destrucción masiva a la que nos ha sometido el capitalismo patriarcal y colonial.
Una relación de armonía entre los seres humanos, y entre éstos y la naturaleza, es una afrenta al tradicional concepto de desarrollo capitalista que implica la producción ilimitada de bienes materiales. Ese concepto no puede basarse en esas relaciones armónicas porque eso implicaría atentar contra su esencia, la acumulación incesante de capital y de bienes.
Así, desde América Latina nacen los derechos de la naturaleza, cuyo reconocimiento se propone poner un freno al ecocidio que implica la sobreexplotación y la destrucción que traen consigo los proyectos extractivos que se vienen expandiendo por el continente. Nos referimos a las actividades que “extraen” los bienes comunes de nuestros países para destinarlos al mercado mundial, como la megaminería a cielo abierto; los agronegocios, con monocultivos, transgénicos y agrotóxicos; la explotación de yacimientos de hidrocarburos convencionales y no convencionales (fractura hidráulica o fracking); la construcción de mega-represas; junto con la privatización, concentración y extranjerización de las tierras.
Un avance en el reconocimiento de la naturaleza como sujeta de derechos es la letra de la constitución sancionada en Ecuador en 2008, en la que se reconoce que es necesario “que se respete integralmente su existencia y el mantenimiento y regeneración de sus ciclos vitales, estructura, funciones y procesos evolutivos”. Este texto constitucional, desde su propia redacción, es un quiebre en la concepción de las constituciones que históricamente han sido claramente antropocéntricas. Nuevamente, desde la letra a lo concreto, hay un largo trecho.
La ampliación del paradigma de derechos humanos incorporando sujetxs, cuyos modos de ser y de vivir propios y diversos no estaban contemplados allí, y el reconocimiento de los derechos de la naturaleza, nos llevan a hacernos la misma pregunta con la que comienza el informe sobre minería transnacional de litio en las lagunas altoandinas de Catamarca mencionado más arriba (Ver: Informe Liex): ¿Cómo se enraízan los derechos en los territorios si no es atravesando los cuerpos en gestación por la defensa de la vida? Es allí, en los cuerpos y en los territorios donde los derechos tienen que sembrarse y en su puesta en práctica dar sus frutos. Si sólo se siembra extractivismo, los derechos quedan en papeles perdidos que las comunidades y la naturaleza intentan encontrar cada vez que son violentadas, es decir, todo el tiempo. Y es imposible encontrarlos cuando se instalan en los territorios proyectos mineros como es el caso del proyecto de litio Tres Quebradas en Catamarca, que va a convertir en zona de sacrificio -entregada al extractivismo y a la mercantilización- a las lagunas altoandinas de Fiambalá, que forman un ambiente y un paisaje de cualidades únicas con un rol de regulación de los ciclos del agua, la humedad y la temperatura irremplazables tanto a nivel regional como global.
A ese caso se dedica el informe elaborado por la Asociación Civil BePe junto con las comunidades locales, que es un llamado de atención cuando nos transmite que los derechos humanos en su sentido más amplio, los modos de vida ancestrales y los derechos de la naturaleza están en peligro con cualquiera de las formas que adquiera el extractivismo minero y que los instrumentos internacionales, como los Principios Rectores sobre Empresas y Derechos Humanos de la ONU, no alcanzan cuando su cumplimiento depende de la voluntad de las corporaciones.
Por eso, además de analizar los derechos vulnerados por este tipo de proyecto, el informe refleja la construcción colectiva desde los territorios de una serie de recomendaciones y demandas a la empresa Liex S.A., responsable del proyecto, a los estados nacional y provincial y a los organismos internacionales. Esas solicitudes reflejan la imperiosidad de defender la autodeterminación de los pueblos y la supervivencia de sus modos de vida a través del resguardo de los saberes y las prácticas que las propias comunidades, y muchas veces las mujeres que las integran, tienen incorporados en la esencia de su ser campesino. Son semillas que desde la ancestralidad nos dicen que es necesario ir más allá del paradigma de los derechos humanos y que es urgente que las comunidades y la naturaleza sean miradas -en el sentido de La historia de las miradas del Subcomandante Marcos- en clave de derechos, esos que hacen a su identidad, a su ser, a su sentir y a su posibilidad de supervivencia, que es también la de toda forma de vida, como lo demuestra este estado pandémico que asola al planeta y al que llegamos por la soberbia de un sistema capitalista, patriarcal y colonial que se creía inmortal en su búsqueda de “progreso”, arrasando en el camino con nuestros cuerpos-territorios y nuestras dignidades.
*Por Patricia Agosto, historiadora, investigadora y educadora popular.
Publicado originalmente en La Tinta