María Sabina, mujer espíritu
Documental de Nicolás Echeverría producido en 1979 por la Dirección General de Radio, Televisión y Cinematografía
María Sabina cumple 123 años. Sabina fue umbral para poner la mirada en los pueblos detrás de ella; fue ventana para entender que existen otras formas de mirar al mundo. El peyote, como sustancia alucinógena, es camino al conocimiento de otras realidades de los pueblos ancestrales. Consumir hongos o peyote, guiados de su mano, fue percibir el mundo siendo montaña, río, cielo, águila…
María era una mujer auténtica y ordinaria y, a pesar de la leyenda, de las personalidades que la visitaban y los reportajes en prestigiadas revistas a nivel mundial, Sabina fue sólo Sabina. Sin necesidad de conocer a celebridades, de ser reconocida o defendida, ella construyó una vida ordinaria en la que visitó mundos extraordinarios.
Fernando Benítez, periodista y escritor mexicano, autor de Los indios de México y de libros sobre chamanes, demonios y la espiritualidad de los indígenas alrededor del consumo de los hongos alucinantes y el peyote, escribió en la Revista de la Universidad de México, “La santa de los hongos, vida y misterio de María Sabina”.
Aquí un fragmento del texto de Benítez:
María Sabina es una mujer extraordinaria. Como a otros mexicanos notables, el reconocimiento no le ha venido de su patria, sino del extranjero. Roger Heim habla de la «personalidad poderosa» de María Sabina, y Cardan Wasson, su descubridor, la llama Señora y, en su primer encuentro escribe de ella:
«La Señora está en la plenitud de su poder y se comprende fácilmente por qué Guadalupe 1 nos dijo que era una Señora sin mancha, inmaculada,’ pues ella sola había logrado salvar a sus hijos de todas las espantables enfermedades que se abaten sobre la infancia en el país mazateca, y nunca se había deshonrado utilizando su poder con fines malévolos… nosotros hemos comprobado que se trata de una mujer de rara moral y de una espiritualidad elevada al consagrarse a su vocación, y una artista que domina las técnicas a su cargo. Se trata verdaderamente de una personalidad.»
Por desgracia, el hecho de que María hable exclusivamente mazateco me ha impedido conocerla en toda su riqueza y su profundidad espirituales. No sin vencer una vieja desconfianza, accedió a contarme su vida en tres sesiones, y aunque tenía como traductora a la inteligente profesora Herlinda y esta mujer, nativa de Huautla, habla a la perfección el mazateca, pronto se reveló que no sólo era incapaz de traducir el pensamiento poético de María, sino que deformaba el sentido y la originalidad de su relato al pasarlo por el filtro de otra cultura y de otra sensibilidad.
Acompañada de su nieta o de un nietecito, María Sabina bajaba siempre por el cerro donde se apoya el hotel, lo cual me daba la impresión de que venía volando desde su remota cabaña. Descendía literalmente del tejado, desdeñando la puerta y la escalera, y como sus pies descalzos no hacían el menor ruido al pisar las tablas del corredor y se aparecía de pronto, sin anunciarse, de un modo enteramente fantasmal, no dejaba nunca de sorprenderme cuando decía cerca de mi oído con una voz muy suave: -Dali.
Vida de una mujer Mazateca
Su bisabuelo Pedro Feliciano, su abuelo Juan Feliciano y su padre Santos Feliciano, fueron curanderos. No conoció a ninguno de los tres -el padre desapareció joven cuando María tenía cuatro años- de manera que no pudo aprovechar los conocimientos y las experiencias de sus antepasados. La familia quedó muy pobre y la niña María Sabina, con su hermana mayor María Ana, debían pastorear un rebaño de cabras. El hombre las hacía buscar los muchos hongos que crecen en las faldas de los cerros y se los comían crudos, fueran comunes o alucinantes.
Embriagadas, las dos niñas se hincaban y llorando le pedían al sol que las ayudara.
María, dejando la silla en que está sentada, se arrodilla en medio de la habitación y juntando las manos principia a orar fervorosamente. Se da cuenta de que las palabras son insuficientes y recurre a la acción para que yo tenga una idea precisa de lo que significó su encuentro con los hongos y el estado de religiosa inspiración en que la sumieron.
Su rostro expresivo se ilumina reflejando la luz misteriosa de aquella primera embriaguez tan lejana en el tiempo y aún tan viva en su memoria.
-¿Por qu’é lloraba? -le pregunto.
-Lloraba de sentimiento. Lloraba al pensar en su miseria y en su desamparo.
-¿A partir de entonces comía hongos con frecuencia?
-Sí. Los hongos le daban valor para crecer, para luchar, para soportar las penas de la vida.
Tenía seis o siete años y ya cultivaba con un azadón la tierra de su padre, hilaba el algodón, tejía sus huipiles. Más tarde, aprendió a bordar, acarreaba leña yagua, vendía telas o las cambiaba por gallinas, ayudaba a moler el maíz y a buscar hongos y yerbas en e! campo, es decir, trabajaba como todas las niñas indias levantándose antes de amanecer y no descansando un momento hasta la hora de acostarse.
A los catorce años la pidió en casamiento Serapio Martínez, un mercader ambulante que viajaba a Tecomavaca, a Tehuacán, a Córdoba, a Orizaba, cargando ollas, ropa y manta. En uno de esos viajes se lo llevaron a pelear los carrancistas o los zapatistas, no lo sabe bien, y volvió ocho meses después terciado de cartucheras, trayendo caballo y carabina, porque fue un soldado valiente.
María le dijo: -Ya deja las armas. Sufro mucho y es necesario que vivas conmigo.
Serapio desertó. Anduvo comerciando fuera algún tiempo y la visitaba a escondidas. Nunca, en sus tiempos de comerciante o de soldado, se olvidó de enviarle algún dinero. María, por su parte, siguió trabajando y ayudando a los gastos de la casa. Esta unión -los indios no se casaban entonces- duró seis años. Serapio contrajo la influenza española y agonizó diez días echado en un petate. En vano lo asistieron los mejores curanderos de Huautla. El muchacho «estaba como loco” y dos días antes de morir, los brujos sentenciaron: «No tiene remedio. Perderás a tu marido.»
Pasados los cuarenta días del luto oficial mazateco, volvió a cultivar la tierra y a ocuparse de los tres hijos tenidos en su matrimonio: Catarino, María Herlinda y María Polonia. Naturalmente comió hongos para que le dieran conformidad y fuerzas para sostener a sus hijos. Vivió trece años viuda, cortando café en las fincas, bordando huipiles, realizando pequeños negocios. De tarde en tarde recurría a los hongos, pero a medida que su vida mejoraba y sus hijos crecían, terminó por olvidarlos. Concluido ese largo periodo de soledad -«aquí vivimos como monjas» aclara la profesora Herlinda-, la pidió un hombre, llamado Marcial Calvo, brujo de profesión y tuvo con él seis hijos.
-¿Qué diferencia hay entre un brujo como Marcial y una curandera como María Sabina? -le pregunté a Herlinda.
-Yo adivino -responde María excitada-. Llego a un lugar donde están los muertos y si veo al enfermo tendido y a la gente llorando, siento que se acerca una pena. Otras veces, veo jardines y niños y siento que el enfermo se alivia y las desgracias se van. Cantando adivino todo lo que va a pasar.
La santa de los hongos, vida y misterio de María Sabina / Fernando Benítez