Los usos políticos de la pandemia

Ilán Semo

Foto: Cuartoscuro

Desde sus orígenes en diciembre de 2019, nada expresa mejor uno de los usos políticos convencionales de la pandemia del coronavirus que los discursos divulgados por los medios occidentales (desde sus primeros brotes en España, Italia y Francia) sobre las teorías en torno al “paciente cero”. El término se popularizó desde la primera exhibición de Contagio (2011), la película de Steven Soderbergh sobre el estallido de una epidemia que mata a 2.5 millones de personas en Estados Unidos y 26 millones en el mundo entero. Pero si la noción de “paciente cero” aspira cándidamente a datar con precisión el lugar del primer contagio, su significado nunca dejaría de ser conspicuo en una era donde incluso el aire que respiramos está entrecruzado por los flujos de la globalización (aviones, aeropuertos, turismo masivo, migraciones, movimiento de mercancías, etcétera).

Sin embargo, al igual que la “gripe de Hong Kong” de 1958, la “gripe asiática” de 1968 y la “influenza aviar oriental” de 2008, el mal del coronavirus encontraría una vez más en China a su patria mítica. Un misterioso virus habría pasado de murciélagos a humanos en los mercados de carne abierta de la remota ciudad de Wuhan. Y al igual que en la Edad Media se atribuían las pestes a los dragones alados, un roedor también alado –el murciélago– confirmaría el exotismo de este nuevo mal.

Desde enero de 2020, Donald Trump fue el primero en intentar emblematizar al COVID-19 como un “virus chino”. A lo cual Beijing respondió acusando a la Casa Blanca de enviar dosis de un virus fabricado en sus laboratorios secretos a una feria militar celebrada en Wuhan en octubre de 2019. La guerra comercial (y ya geopolítica) entre ambos países se trasladaba así a la esfera de la disputa por los emblemas y paroxismos de la nación-que-infectó-a-la-humanidad.

En realidad, si nos atenemos stricto sensu a los registros demográficos de la propagación del COVID-19, la primera estación que impactó al imaginario global fue su virulento paso por el centro de Europa Occidental (Inglaterra, Francia, Italia y España). Nunca en los últimos cien años –acaso desde la “gripe española” de 2018–, Occidente se había convertido, en las percepciones globales, en el centro del contagio mundial. Y nunca, tampoco, el planeta se había embarcado de manera tan unísona y angustiante en tratar de contrarrestar una epidemia que, hasta la fecha, no alcanza ni remotamente las cifras de la “gripe de Hong Kong”, la “gripe asiática” de 1968 o el VIH en los años ochenta: males cuyo origen se atribuyó, invariablemente, a geografías de países periféricos. Sólo cabría preguntarse si estos dos fenómenos no mantienen relación alguna. Al parecer, Occidente es todavía capaz de elevar a sus muertos a la condición de un presagio que amenaza al mundo entero. Y así lo hizo.

La respuesta al desafío del coronavirus mostró, en pocos días, que no hay, hasta la fecha, ningún lazo o forma de solidaridad entre naciones frente a la amenaza de una catástrofe global. Si existe tal cosa como la “humanidad”, nada en ella responde a la unidad de su concepto. Cuando la muerte se empezó a propalar, cada cual se encerró en su casa: la oxidada armazón de los Estados nacionales. Y con ello en el complejo (nacionalista) de los logros del vecino.

Los demócratas en Estados Unidos no dejarían de achacar a Trump que naciones como Corea del Sur o Japón fueran más eficientes en la lucha contra la pandemia. O Andrés Manuel López Obrador de consignar lastimosamente que la “situación de México nunca resultó tan grave como en países con mayores recursos económicos” (se refería exclusivamente a Estados Unidos y Brasil, porque México ocuparía desde agosto el desgarrador cuarto lugar en la lista de bajas mundiales infligidas por el COVID-19).

En principio, cada Estado respondió de manera distinta. Y hoy es imposible anticipar las causas por las cuales unos tuvieron éxito y otros no. Una labor que deberán emprender los historiadores del futuro. Y, sin embargo, ya es factible delinear tres tipos de reacciones: 1) el estado de excepción restrictivo, higienista se podría decir, bajo el cual fueron regimentados la mayor parte de los países europeos y los más consolidados del Lejano Oriente; 2) el “dejar hacer” y “dejar a cada quien a su suerte” (salvo las intervenciones precarias en instituciones hospitalarias), y 3) una política comunal de un puñado de Estados, encabezados en su mayoría (y no por casualidad) por mandatarias.

En el continente americano, tres países llevaron la segunda variante a su máxima expresión: Estados Unidos, Brasil y México. El saldo: los tres se encuentran entre las cinco naciones del mundo donde el COVID-19 ha causado mayores estragos. Cualquier comparación entre ellos sería inútil. Sus regímenes y gobiernos son demasiado distintos. Y, sin embargo, desembocaron en una estrategia similar; una estrategia, acaso fallida, que dejará probablemente heridas imborrables en su memoria nacional.

Vista desde la perspectiva de sus inicios en diciembre de 2019, la epidemia arribó de manera relativamente tardía a México. El 18 de marzo, cuando Europa y Estados Unidos mostraban cifras intimidantes, en México se reportó, oficialmente, el primer deceso. El contraste con la dramática situación de los países europeos y acaso el temor a la detención de la maquinaria social (que provocarían las políticas de gestos barrera y cuarentenas generalizadas estrictas) propiciaron que el presidente Andrés Manuel López Obrador, pusiera en entredicho la existencia de la pandemia misma, aun cuando el semáforo rojo había sido decretado el 20 de marzo. En abril se impuso la ley seca estricta, y en mayo el cierre de la economía alcanzó su punto más álgido. Y, sin embargo, todo el desempeño y la actuación presidencial estuvieron dedicados a abreviar el período de máxima alerta, aun cuando el número de defunciones (en los registros oficiales) ya había alcanzado el promedio de 400 por día.

El 1 de junio el país pasó, por decreto presidencial, al estatus de una “nueva normalidad”. Para asombro de médicos, especialistas y la opinión pública se emprendió la reapertura de la economía, sobre todo de los sectores productivos que forman parte de las cadenas de producción de empresas y comercios estadunidenses. Como en muchos otros lugares, la crítica al gobierno se dirigió hacia la desfiguración de las cifras y la responsabilidad sobre las inauditas proporciones que alcanzó la epidemia. ¿Pero cuáles fueron en realidad los motivos de la política oficial de “dejar hacer” y “dejar morir”? Hay cuatro que se pueden enumerar:

  1. La visible y pública presión ejercida por Estados Unidos –y la política de Donald Trump– por reabrir sus cadenas productivas en México a partir del 1 de junio.
  2. El cálculo, por parte de López Obrador, de que convertir los gestos barrera en medidas obligatorias sólo habría contribuido a minar su rating político y no necesariamente a disminuir el número de contagios. Un cálculo polémico.
  3. En una era de austeridad fiscal y crisis económica, la falta de recursos públicos para sostener ingresos (así fuesen mínimos) de quienes fueron obligados a permanecer en cuarentena.
  4. Hoy se sabe que la pandemia afectó mayoritariamente a los sectores más pobres y con menos recursos: es decir, la zona por excelencia de la necropolítica que las élites gobernantes en México han ejercido durante siglos.

Este texto fue publicado originalmente en el Numero 70 de la Revista Ibero: El recuento de los daños. 200 días de COVID-19 en México. 

*Ilán Semo, historiador e investigador en el Departamento de Historia de la Universidad Iberoamericana

Este material se comparte con autorización de la IBERO

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