Los que celebran y los derrotados sistémicos

Claudia Rafael y Silvana Melo

El FMI y la Sociedad Rural festejan con creces el nuevo rumbo. En el reparto de cartas, la perjudicada no será la tan fogoneada casta sino esa vasta hueste de sufrientes que deambulan por las calles de un país pletórico de riquezas que siempre, sistemáticamente, van a manos ajenas. Con la insensibilidad y el desprecio de la derecha extrema.

Cuando la tribuna popular de este tiempo se derrumba estrepitosamente, cuando la amenaza de que falte el pan en la mesa está ya tocando la puerta, cuando el despojo es brutal y escalofriante, sólo hay que buscar el rincón de la celebración. Allí se juntan los que ganan. Que suelen ser pocos, lobos feroces, vestidos de corbata o pañuelo al cuello, digitadores oscuros del destino de millones. Y ahí estaban, copa en mano, el capital concentrado, los sojeros, los acreedores externos. La gente de bien.

El FMI y la Sociedad Rural festejan con creces el nuevo rumbo. No restan dudas de quiénes se encontrarán en las filas de los beneficiados y quiénes en el largo listado de las víctimas de cada una de las medidas de un gobierno que se jacta de enarbolar las banderas de la libertad. En el reparto de cartas, la perjudicada no será la tan fogoneada casta sino esa vasta hueste de sufrientes que deambulan por las calles de un país pletórico de riquezas que siempre, sistemáticamente, van a manos ajenas.

La memoria es una línea de tiempo. Un hilo que a veces une a puntada irregular el cerebro y las tripas. El hombre nuevo de la derecha berreta, inconmovible, ridícula, devastadora, irresponsable, perturbada, cambió su discurso cuatro veces y su entorno de próceres otras tantas. Entonces llenó su gabinete de lo peor del macrismo. De los hacedores de un fracaso estelar.

El hilo de la memoria enloquece. Va y viene sin saber muy bien cómo se teje este tiempo. Sin entender cómo tanto pueblo celebra junto al capital concentrado, los sojeros, los acreedores externos –la gente de bien- que alguien haya llegado por fin a hambrearlos con una crueldad inusitada. En lugar de hacerlo de a poco, como lo han practicado todos los herederos del sistema inocuo que dejó la dictadura. Los Martínez de Hoz, los Cavallo, los Caputo, los Sturzenegger, todos nacidos del mismo huevo de la misma serpiente.

Y el hombre nuevo de la derecha despliega su insensibilidad extrema y protagoniza con kipá un ceremonia religiosa judía donde habla de que “después de tantos años de oscurantismo, va a salir la luz”. Y llora. No por el alud que su ministro ha desmoronado sobre los más castigados de esta historia sino por su conversión apasionada. No por la niñez y la adolescencia y la vejez (esas puntas que fastidian cualquier intento de desinflacionar el país) condenadas al abandono, al hambre, a vivir sin futuro y a morir sin dignidad.

Hace más de dos décadas, en su libro Dolor paísSilvia Bleichmar introduce ese concepto que remite a una ecuación matemática: el dolor país nace de “la relación entre la cuota diaria de sufrimiento que se le demanda a sus habitantes y la insensibilidad profunda de quienes son responsables de buscar una salida menos cruenta”. Ese dolor país es añejo en la historia argentina. Pero hoy se nos promete como una evidencia palpable. ¿Acaso puede haber dudas de que este presente es el fruto abonado a lo largo de los años? ¿Que no se arriba con facilidad y producto de un par de pases mágicos a este nuevo dolor país que iremos sintiendo en la piel de los sufrientes habitantes de esta tierra ajada y gastada? Hay una profunda grieta (no ésa de la que viene hablando el sistema político desde hace tiempo) que remite a una confrontación entre dos bandos: el poder económico reconcentrado y los sectores populares que pugnan por sobrevivir en un mundo que les es profundamente hostil. En definitiva, los históricos ganadores y los consabidos perdedores en esa brecha que tarde o temprano, devuelve a los escenarios del poder a los mismos nombres.

El nuevamente ministro (antes, durante el macrismo, secretario de Finanzas, Ministro de Finanzas y finalmente, presidente del Banco Central) muestra en su currículum vitae el sesgo ideológico y la pertenencia social: JP Morgan Chase, Deutsche Bank y el organismo multilateral de garantía de inversiones del Banco Mundial. Es la definición de casta en su sentido más puro: un estrato social que marcará los ritmos y los padecimientos de las grandes mayorías.

Por la devaluación habrá un beneficio, sólo durante diciembre, de 750.000 millones de pesos más para el complejo sojero. Y otros cientos de miles de millones más con las nuevas devaluaciones de los próximos meses. Del otro lado, en el bando de los eternos perdedores la mochila de privaciones seguirá, como casi siempre a lo largo de la historia, in crescendo al compás de los zarpazos de los poderosos.

Una espectacular transferencia de recursos desde los trabajadores, los jubilados, los precarizados, los profesionales, hacia la riqueza concentrada, los usureros de afuera, los exportadores de commodities y los envenenadores sistémicos.

El ajuste es una cuerda al cuello de millones. Que ya no serán veinte en la pobreza, sino treinta tal vez. Siete u ocho de cada diez niños. Imposible de pronosticar semejante catástrofe.

Y no digan que no hay alternativa. Ningún país se arroja a la boca llameante del volcán. Ninguna sociedad se suicida. Ningún pueblo permite mansamente un saqueo indiscriminado. Avalado por la ira de una estafa de cuarenta años sin que los sectores populares hayan podido asomar la cabeza de la ciénaga. Salvo diez o quince minutos de esta vida entera que pasó.

El ajuste es una cuerda grande, amplia, grosera. Que mintieron que sería para el cuello de los privilegiados. Pero la casta termina siendo siempre los descartados por el sistema. A los que finalmente nadie ve. Nadie toma en cuenta. La infancia. La adolescencia. Las familias desechadas en los suburbios de este tiempo. Los viejos arrumbados en los sótanos de esta vida.

Mientras los alimentos bailarán al ritmo del dólar, los jubilados perderán el ramillete de bonos con el que el ministro anterior hizo campaña con la miseria, los pibes irán a la escuela sin comer y los colgados de la luz crecerán exponencialmente. Ellos y los que morirán atravesados por un cable pelado en el cielo eléctrico de las villas.

Por eso siempre hay que espiar en el living de la celebración. Ahí están los que ganan a partir del hundimiento generalizado. Un Titanic averiado, detonado por el tiempo y el castigo. En la cubierta bailan los otros. Los que se salvan. Siempre. Los que no tragan agua salada. Los que provocan el naufragio. Los que no se mojan los pies.

Los que brindan con champagne por la tragedia. La gente de bien.

Publicado originalmente en Pelota de Trapo

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