Por Nazaret Castro
Parece limpia, es de una exuberante belleza, pero la laguna está contaminada. Y de esa laguna depende la vida de los 700 habitantes de la Cooperativa Manos Unidas, una comunidad perteneciente al municipio de Sayaxché, departamento de Petén, al norte de Guatemala.
Manos Unidas se ha convertido en la última frontera de resistencia frente al avance de la palma aceitera en la región, pues es la única comunidad que aún conserva tierras; y lo es, aseguran sus habitantes, porque las tierras gozan de propiedad colectiva. La tenencia colectiva complicó el éxito de las estrategias de las empresas palmeras, que en las comunidades vecinas forzaron a los campesinos a vender con amenazas veladas y oscuros argumentos, según denuncian las tres comunidades visitadas para este reportaje. Por eso, y por la tenacidad y conciencia política de estas gentes, Manos Unidas todavía posee tierras para cultivar maíz y fríjol, y para alquilar a familias de comunidades vecinas.
No por ello se han librado de los impactos de la palma. La laguna de la que tomaban el agua y el pescado está contaminada, y sus cosechas se han visto afectadas por el cambio climático derivado de la deforestación: más calor y menos lluvia. También han sentido, aseguran, el impacto de los agroquímicos que le aplican a la palma, y el aumento de las plagas:
“Antes, no usábamos químicos; pero ahora, si no aplicas funguicidas, no recoges nada”, cuenta uno de los miembros de la comunidad. Como el suyo, todos los testimonios recogidos se protegen con el anonimato, en un país que, como Honduras, Colombia o Brasil, ostenta el triste récord de encontrarse entre los más letales del mundo para los defensores de los territorios y los derechos humanos.
La fertilidad exuberante de la naturaleza en Petén contrasta con la situación de abandono en la que viven sus lugareños. Agua corriente, recogida de basura o red de saneamiento son algo impensable en esta esquina del mundo. Pero hasta la llegada de la palma, hace unos quince años, el agua no era un problema; hoy, los pozos artesanales se están secando y muchas comunidades terminan dependiendo del agua de la laguna o del río La Pasión. Agua contaminada.
El ecocidio del río La Pasión
“La palma llegó a Petén de la mano de Hugo Molina; hasta hace quince o veinte años, esto era pura selva”, aclara Rolando Pinelo, de la organización Sagrada Tierra. Las siglas de Hugo Alberto Molina Espinoza, considerado uno de los mayores terratenientes del país, dieron nombre al Grupo HAME, dueño de la Reforestadora de Palma del Petén, S.A (REPSA), así como, entre otras marcas, de Olmeca.
La empresa se hizo tristemente famosa cuando, en el año 2015, se supo que era la responsable directa del ecocidio en el río La Pasión, en Sayaxché. El caso se tiñó de sangre cuando asesinaron a tiros al campesino que denunció el ecocidio, Rigoberto Lima. El crimen continúa impune.
“Se desbordaron las lagunas de oxidación y eso provocó una enorme mortandad de peces, y contaminación a lo largo de 150 kilómetros del curso del río”, explica Saúl Paau, el abogado que lleva el caso. El letrado apunta a irregularidades que han permitido que Repsa siga operando sin monitoreo, incluso “el propio Ministerio de Ambiente reconoció que carece de estudio de impacto ambiental (EIA)”, aclara Paau.
Las autoridades se negaron a analizar el agua del río, pero la Universidad San Carlos hizo un estudio que detectó la presencia de un agrotóxico que se aplica a la palma: el malatión. “Otro informe mostró que el río necesitaría cinco años para recuperarse: pero tres meses después ya se estaba pescando de nuevo”, afirma Paau.
En la comunidad de San Juan de Acul, la mayoría de la gente se baña, cocina e incluso bebe de esa agua, aunque saben bien que está contaminada. No les hacen falta estudios: se lo dice el cuerpo con vómitos, fiebre o picazones.
Pero no hay ninguna otra fuente de agua, y el Estado les negó incluso los tanques que pidieron para recoger el agua de lluvia. Unas lluvias cada vez más escasas, también por causa del cambio climático que acelera el monocultivo.
Además de contaminar el agua, el desastre ecológico del río acabó con la principal fuente de alimento de la comunidad: la pesca. “Antes, en dos días sacábamos 50 libras de pescado: hoy, con suerte sacamos diez o quince, a veces ni eso”, cuenta una pescadora, y sentencia: “Sin el agua no vivimos: sin el agua no hay nada”.
Esclavos modernos
La única salida al hambre y la sed es lo mismo que la causó: la palma. La desesperación lleva a estos campesinos a aceptar condiciones laborales que recuerdan a los tiempos de la esclavitud. Habla una campesina de San Juan de Acul: “Trabajan muchas horas por poco dinero, sin horarios fijos, y se tienen que comprar ellos el equipo. Pero no hay más de adónde. Si hubiera otra fuente de ingresos, no se aprovecharían de la necesidad, pero tenemos que comer”.
“Aquí, la mayoría de la gente trabaja en la palma. Salen de aquí a las 5 para llegar a las 6 a la plantación, y trabajan hasta las 3 de la tarde por jornales de 60 quetzales (unos 7 euros), que es menos del salario mínimo (de 83 quetzales por jornal en el campo). Cuando llega el día de cobro, no les quieren pagar. Les tratan mal y los amenazan con echarlos si protestan”, afirma uno de los líderes de la comunidad de El Mangal.
Uno de esos trabajadores describe su situación laboral: trabaja de las seis de la mañana hasta las 3 de la tarde por 60 quetzales por día, pero hay casos en los que les pagan 20 quetzales (menos de 3 euros) por el mismo jornal. “Otras veces pagan 45 céntimos por racimo cortado. Pero el golpe más duro es que sólo quieren gente joven. Traen gente de afuera, y la tienen poco tiempo, así se ahorran pagar prestaciones. Están acabando con nosotros, están acabando con todo. Pero la necesidad nos hace llegar al matadero. Somos padres de familia. Si un niño se nos enferma, una medicina no baja de 70 quetzales”.
¿Y después de la palma?
“Los bosques que quedan son muy poquitos, no alcanzan para purificar el aire. El último aguacero, el agua cayó negra: yo tuve que tirar medio balde”, asegura una campesina. Y la lluvia que escasea. Y la tierra que muere: “Están matando a la tierra. Esa raíz es como un petate que no deja salir nada encima de ella”. Por eso temen lo que sucederá cuando las plantaciones palmeras se vayan: “Después de 25 años de palma, esas tierras no van a valer para nada”.
Lo cierto es que un estudio realizado en el Valle de Polochic por la investigadora Sara Mingorria, del ICTA (Universidad Autónoma de Barcelona), muestra que, debido a la gran cantidad de nutrientes que demanda, el monocultivo palmero elimina la capa orgánica del suelo y provoca infertilidad. Se requieren 25 años para lograr que la zona en la que se plantó palma aceitera vuelva a ser fértil, pues “el suelo queda tan debilitado que, por más que se abone, los componentes se pierden y desaparecen”, sostiene la experta.
Mingorria añade que estas plantaciones suelen denominarse “desiertos verdes” porque “este tipo de árbol no permite que se forme vegetación a su alrededor”.
Cuando eso suceda, si no lo impide la terca resistencia de las comunidades indígenas y campesinas, las empresas buscarán otro territorio donde hacer rentables sus inversiones, dejando a su paso tierras desertificadas, ríos contaminados y pueblos despojados. Y todo, en aras de la rentabilidad de una commodity que cotiza al alza en los mercados financieros.
Publicado originalmente en Equal Times