“Podemos retroceder en el ADN de la historia de Colombia para ubicar elementos constantes que sustentan un incesante escenario de luchas desde abajo, desde los pueblos, una pulsión de crisis aunada a un flujo pendular de violencia y paz. Podríamos así, remitirnos a la gran masacre cometida por los Invasores españoles al llegar a estas tierras que -para ellos- eran nuevas y muy ricas en recursos, esa cruel aplicación de una lógica de exterminio, de domesticación por medio del uso de fuerza y la barbarie, la pedagogía del terror, y todo por la acumulación ramplona de riqueza, un pillaje enmascarado de honor y bondadosa evangelización, toda una justificación de la inhumanidad total, avalada por los poderes político, religioso y militar de la época”.
“Con la llegada de los invasores también llegaron sus prácticas excecrables, como el tráfico de seres humanos: los esclavos eran hombres y mujeres quienes perdían su libertad, que no poseían derechos políticos y que, por ende, quedaban a merced de un amo que determinaba todo a su alrededor: recuérdese cómo millones de personas fueron secuestradas y esclavizadas en el continente africano y luego fueron llevadas en cautiverio a servir en casas, minas o cultivos rurales de las colonias de los países europeos, donde América no fue la excepción (Oliveros, 2011)”.