El mismo día que el Estado Español fue elegido para integrarse al Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas, ingresaron en régimen de prisión preventiva -sin fianza- a Jordi Sànchez y Jordi Cuixart, voceros de dos de las principales organizaciones que trabajan por el derecho a la autodeterminación del pueblo catalán: la Asamblea Nacional de Catalunya (ANC) y Òmnium Cultural respectivamente.
Ellos son los últimos presos políticos de una larga lista por la que en los últimos años han ido desfilando periodistas, abogadas y activistas del País Vasco, jóvenes anarquistas, raperos, tirititeros, sindicalistas, migrantes internados en el Centro de Internamiento de Extranjeros (CIES).
El delito que se les imputa no esconde su raigambre en un ordenamiento judicial anacrónico, de rancio aroma franquista: “sedición”; y se basa en los hechos ocurridos en Barcelona durante los pasados 20 y 21 de septiembre cuando multitudes de personas se concentraron y manifestaron pacíficamente para protestar por los registros y detenciones llevadas a cabo por las fuerzas de seguridad del Estado contra la organización del referéndum del 1 de octubre.
El tribunal encargado del caso, la Audiencia Nacional, tiene una naturaleza más política que estríctamente jurídica, pues su composición responde al equilibrio de fuerzas de los dos principales partidos del llamado régimen del 78, el Partido Popular (PP) y el Partido Socialista Obrero Español (PSOE); y lo mismo sucede con la fiscalía que promueve el proceso.
Dicho de otro modo: la separación de poderes, en el Estado Español, no existe. La desproporcionalidad, laxitud y escasa contundencia en el trato de los casos de corrupción donde políticos del PP y miembros de la Familia Real se hallan implicados; la expulsión de jueces por tratar de investigar casos relacionados con la memoria histórica; la impunidad en que permenecen torturadores como Billy el Niño y otros responsables de crímenes de lesa humanidad durante el franquismo pese a existir requerimientos internacionales en su contra, ya eran indicios de ello bastante elocuentes que la premura, implacabiliad y eficiencia demostradas en la etapa final del conflicto con Catalunya no han hecho sino rubricar.
Los “Jordis”, como se conoce populamente a ambos presos políticos, son las caras más visibles de las organizaciones que durante los últimos 7 años han sacado a millones de personas – repito: millones – a las calle para reclamarle al Estado que les deje ejercer un derecho tan elemental e internacionalmente reconocido como el de la autodeterminación; de las mismas organizaciones que, junto a muchas otras organizaciones y movimientos, el pasado 1 de octubre dieron una lección al mundo de cooperación, organización y auto-defensa para que el pueblo catalán pudiera votar bajo la lluvia de porras, golpes y pánico –sobre todo pánico– con que el Estado, frustado por su evidente fracaso para impedirlo, les obsequió. Eso es lo que el Estado no les perdona y por lo que los sanciona en su proceder quasi sádico, confinándolos en una cárcel de Madrid por un período indeterminado de tiempo que legalmente podría prolongarse hasta cuatro años en espera de la celebración del juicio.
Hoy, los mismos que claman por los “presos políticos” de Venezuela y Cuba y que viajan por el mundo dando lecciones de derechos humanos, expresidentes como Aznar, González o Zapatero, bendicen el encarcelamiento de los activistas catalanes y celebran la eficiencia del sistema de justicia español y del estado de derecho. Todo ello con la connivencia de la “democrática” Europa. No es para menos, pues lo que está en juego es mucho más que un derecho colectivo: es la vertebración misma de un sistema de explotación y despojo que se ve amenazado por el empoderamiento de un movimiento social tan masivo como pacífico.
La ruptura del régimen español del 78, que ahora mismo pasa por la desvertebración territorial del Estado tal y como se heredó desde la imposición borbónica y el franquismo, pone en jaque la estructura misma de Europa, fundada en el esquema de los estados-nación y en los remanentes de su pasado colonialista que hoy actúan a través de los mercados, empresas trasnacionales y flujos de capital y deuda. El efectó domino del proceso catalán, puede poner los cimientos de una transición hacia la Europa de los pueblos frente a la de los Estados, hacia la Europa social frente a la del capital, hacia la Europa de la solidaridad y el mestizaje frente a las de las fronteras/cementerio.
Es por ello es que el relato caricaturesco del independentismo catalán que trata de imponer el Estado Español y sus cómplices mediáticos, reduciéndolo injustamente a un gesto ávaro e identitario, no hace sino ofrecer el reflejo desnudo de su propia esencia criminal: el Estado Español racista y xenófobo que mantiene cerradas sus fronteras y asesina a migrantes en la Playa de Tarajal, los exulsa en caliente o los confina en centros de detención; el Estado Español que recorta todo tipo de derechos sociales, económicos, culturales o sexuales; el que llama cultura a la tortura de animales mientras criminaliza a tirititeros, poetas y cantantes, el que patrocina, promueve y protege a empresas que espolian, despojan y asesinan en Latinoamérica.
Frente a ello, el grueso del movimiento que se acuerpa para construir un nuevo proyecto de país en Catalunya habla de mestizaje, de fronteras abiertas, de desmilitarización, de feminismo -sí, de todo eso habla pero casualmente no sale en los medios de comunicación estatales o internacionales.
Ya conocemos lo que hay, ya sabemos que no es bueno, que no funciona, ¿qué mal hay en intentar algo nuevo, más pequeño, más cercano, más domesticable?
No hacen falta mártires ni héroes, eso forma parte del relato anacrónico que nos quiere imponer el Estado Español. Pero no nos podemos quedar callados ante la evidencia que en la Europa del Siglo XXI hay presos políticos cuyo único delito ha sido caminar con la gente, escucharla, darle voz y, sobre todo, invitarla a no caer en provocaciones, a mantener la calma, a construir la paz de la única manera que se puede construir: pacíficamente.
Por algo así, Arnaldo Otegi, una de las personas que más han hecho por la paz en el País Vasco, consumió cinco años de su vida en prisión. No podemos consentir que pase lo mismo con los “Jordis”, esta vez la partida está muy avanzada, podemos ganarla y lo que nos jugamos va más allá de las fronteras de cualquier Estado. !Llibertat Jordis!