Hace al menos tres o cuatro años se viene instalando en nuestro país (como antes en Europa y Estados Unidos) la idea de que es posible y conveniente, ante casos de depresión aguda, intervenir con la implantación de un chip cerebral, una especie de “marcapasos en el cerebro”. Al mismo tiempo, se desarrolló un chip intracutáneo cuyo objetivo consiste en eliminar la menstruación, agregando, en este caso, una operación extra, que consiste en la patologización de una dimensión cíclica constitutiva del cuerpo de las mujeres. ¿Cómo esta perspectiva se vuelve pensable? ¿Qué base epistemológica está en juego, qué presupuestos se manejan a partir de estas prácticas tecnocientíficas?
Reflexionan sobre el tema en esta entrevista Flor Carbajal, investigadora en gestión menstrual y ecofeminismo, coordinadora del Instituto de Formación de EcoHouse -una organización global surgida en Argentina- y Miguel Benasayag, intelectual argentino que vive en Francia, doctorado en neurofisiología. Ambos plantean una mirada crítica y original sobre las formas de intervención tecnocientíficas sobre lo vivo y las vidas, desde el punto de vista de la investigación y desde la construcción de una mirada ético-política.
—Miguel Benasayag: Si nos referimos a la aplicación concreta, estamos hablando de depresiones irreductibles, es decir, que no ceden ni a la psicoterapia ni a la medicación clásica, se trata de depresiones de tipo melancólico, desde un punto de vista psiquiátrico. Es realmente muy duro para la persona e incluso para quien la trate (por ejemplo, en este momento atiendo a dos personas con ese diagnóstico). No hay que banalizar la depresión, se trata de un cuadro muy autodestructivo incluso a nivel neuronal, no es pura subjetividad, la depresión, desde un punto de vista monista comporta todo el cuerpo. Hace unos 15 años se están haciendo estudios sobre lo que se denomina el biotopo intestinal, los ciclos entre las bacterias del intestino y el sistema nervioso central y su influencia en la depresión. Esto para dejar en claro que estamos hablando de un tipo de depresión que supone mucho sufrimiento para quienes la padecen y que pesa contundentemente en los cercanos, en los afectos, sin mencionar los casos de suicidio. Además, como dato epocal, en los últimos años la depresión se transformó en una suerte de epidemia.
Frente al avance de este problema, desde la tecno-neurociencia aparece este chip que, dado el conocimiento de la circulación de los neuromediadores se propone interferir para liberar cierto tipo de neuromediadores que frenarían la depresión, junto a otros que estimulan al cerebro. Por lo que decíamos antes, es comprensible el entusiasmo que despiertan estas noticias, que indicarían que el depresivo podría funcionar de otra manera. Pero justamente es donde aparece el problema, ya que en este contexto histórico el cientificismo se plantea cómo intervenir para que una persona pueda funcionar mejor. Se trata de un cambio antropológico del sentido de la intervención, ya que no todos pensamos que la persona tiene que funcionar “mejor” cueste lo que cueste… Cuando se interviene sobre ritmos cerebrales se interviene sobre un conjunto de ritmos biológicos, y cuando se interviene sobre ritmos metabólicos tan delicados, no se puede obviar que ritmos y ritos mantienen una relación, no de traducción, sino de transducción (como se le llama en neurofisiología), es decir, sobre comportamientos, modos de ser en el mundo. No se puede linealmente decir “funciona entonces adelante”, ya que hay toda una reflexión necesaria, aunque, es cierto, en nuestro tiempo casi descartada o dejada atrás, sobre la complejidad contextual y sobre el sentido.
—Florencia Carbajal: los que plantea Miguel está muy relacionado con este otro chip, subdérmico salido al mercado hace algunos años, que interviene sobre el ciclo, particularmente sobre dos fases fundamentales (de las cuatro que completan el ciclo), la ovulatoria y la menstrual. Lo que hacen los chips es inhibir la ovulación a través de la liberación de la hormona progestina, transformando la ciclicidad en un proceso lineal. Dentro de los activismos menstruales y feministas se nombra la progesterona –que llega después de la ovulación– como la “hormona feminista” o anticapitalista, porque es la hormona que te tira para abajo. Lo notable entre el planteo de Miguel y lo que estoy planteando es que, tanto la depresión como el síndrome disfórico premenstrual están catalogados en el DSM (el manual de estadísticas de la Asociación Estadounidense de Psiquiatría, que clasifica con excesiva rigidez y exterioridad respecto de la experiencia situada), lo que permite a la ciencia contar con financiamiento para investigación en ese sentido y producir desde pastillas hasta chips para intervenir sobre estos procesos.
La premenstrualidad que pretenden catalogar como patología tiene que ver, en realidad, con un tipo de energía que no predispone a funcionar según los requerimientos del sistema. La premenstrualidad es una fase para los cuerpos úteromenstruantes de mucha angustia, porque no hay energía suficiente para funcionar. De ahí que la medicina hegemónica desarrolla estos chips para interrumpir la ciclicidad menstrual ovulatoria, es decir, un biorritmo con sus ritos, como la gestión del sangrado o el momento de la fertilidad. ¿Cuáles serán las consecuencias para un cuerpo cuya ciclicidad es interrumpida de 3 a 5 años? No lo sabemos…
—Entonces, no es en nombre de una suerte de estado natural o de pureza que ustedes manifiestan su preocupación, sino sobre el tipo de sentido que se alimenta con estas prácticas. Es decir, aquello que, en principio, interviene sobre la capacidad que lo vivo tiene de producir sentido no está, a su vez, exento de un sentido, sino que direcciona los procesos hacia formas de rendimiento y funcionalidad…
—MB: Sí, absolutamente, se trata de una desregulación seguida de una suerte de re-regulación, en este caso, discretizante, para la cual la modelización corresponde a la realidad biológica. Pero el problema es que la realidad biológica no es traductible, nosotros como investigadores lo que podemos conocer son los modelos más aproximados o los que mejor se ajustan según un principio de “X tolerancia”, es decir, que “X” tolera más o menos bien un modelo u otro. En cambio, los modelos discretizantes, los algorítmicos, por ejemplo, se imponen como si el modelo fuera la cosa. Hoy en día, muchos investigadores jóvenes en biología creen que entre el modelo de proteína con el que están trabajando y la proteína no hay diferencia, son ajenos a la idea de que algo pueda estructuralmente escapar al modelo. Por ejemplo, para interrumpir ciclos, tienen que estar muy seguros de que tienen el modelo del ciclo y que saben dónde intervenir para obtener, causa-efecto, un resultado. Pero el mundo biológico no se rige por la lógica de la causa y el efecto.
Modelizar lo vivo es un problema porque se atenta contra la singularidad misma de lo vivo. Para entender la dinámica de lo vivo, se puede pensar como un partido de fútbol donde las reglas van cambiando a medida que el partido se desarrolla, por eso no se puede discretizar o modelizar exactamente, por eso es fundamental una prudencia. Intervenir directamente en los ciclos de regulación del sistema nervioso central trae consecuencias, en particular, se avanza hacia un modelo de ser humano y de vida agregativo, como el Lego, donde todo puede desagregarse y volver a recombinarse. Hemos pasado de una clínica más o menos orgánica a una clínica agregativa funcional. ¿Qué pasa con la simbolización y con el sentido de lo que está viviendo quien padece de depresión? Se escamotea el hecho de que la vida en todas sus dimensiones es un fenómeno de emergencia de sentidos, es decir, que lo vivo se diferencia de lo inorgánico, en que, para lo vivo a todo nivel, el medio, lo que acontece, tienen sentido.
Tampoco estamos planteando que la mujer tiene que sufrir con su ciclo o el depresivo quedarse con su depresión, seríamos presa de un chantaje. Pero se trata de una falsa opción: o funcionamos quitando todo sentido o sufrimos. Sería como afirmar que si no avalamos la energía nuclear tendríamos que usar velas en nuestras casas… Pero es el modo en que se escamotean los debates de fondo.
—¿Para el caso de la intervención sobre el cuerpo de la mujer, se intenta legitimar el uso de este tipo de implantes, entre otras técnicas, en nombre de la productividad y también de la libertad, rozando cierto discurso progresista, incluso desde la implementación de políticas públicas?
—FC: Me preguntaba qué pasa cuando estos modos de intervención en clave de “modelización” son propuestos desde el Estado. En Argentina tenemos la Ley de Salud Sexual y Reproductiva, que permite la anticoncepción gratuita y el chip subcutáneo es una de las opciones. Más allá de los procesos de toma de decisión de las personas y del deseo que se juega a la hora de ponerse un chip y sin restarle importancia, la pregunta es cómo se vuelve programática la discretización del ciclo y su interrupción voluntaria. La interpelación que llama a no embarazarse, a decidir y ser libre, supone una maternidad no deseada, pero descuida el frente de las enfermedades de transmisión sexual, entonces estamos viendo índices altos de enfermedades que estaban erradicadas porque los sistemas que se están eligiendo para la anticoncepción no cuidan de las enfermedades. Todo el discurso tiende a una fertilidad prolongada y asistida, a partir del congelamiento de óvulos, el uso de chips, el siu y otros tratamientos que operan la disociación del cuerpo y la actividad humana cuya tendencia orgánica es a ciclar. Tampoco se habla de las consecuencias del uso de estos chips, como las hemorragias y otras alteraciones y, de hecho, no está estudiado aun qué pasa con el cuerpo de una mujer que no menstrúa desde los 18 a los 40 años. No contamos con ese antecedente, el de un cuerpo cíclico que no cicle; no sabemos cuáles serán la tendencia hormonal y endocrina y cuáles los efectos de sentido.
—MB: Hay dos cuestiones en lo que plantea Florencia, por un lado, una suerte de aprendiz de brujo, de repente todo lo que es posible debe ser hecho y entonces quien rechace ciertas posibilidades técnicas se convierte automáticamente en un reaccionario, desde el punto de vista de quienes confunden innovación técnica con progreso. Esto último tiene consecuencias prácticas muy directas, ya que no vivimos más en un mundo que racionalmente pueda ser pensado en términos teleológicos, es decir, cada quien puede creer lo que quiera, pero nada indica la existencia de ningún progreso. Entonces, se pretende hacer pasar la innovación técnica a través de la presunta nobleza del progreso, pero los efectos iatrogénicos son terribles (efectos nocivos de los tratamientos, por ejemplo). Así funciona la visión lineal agregativa del organismo, ya que la utilización de chips o implantes para distintas problemáticas termina modelizando los órganos de manera discreta, como si pudieran ser concebidos por separado, disociados del cuerpo, del contexto y de la historia. Cuando se modeliza digitalmente, se toma como un punto o que en realidad es un intervalo, así funciona estructuralmente, lo que permite pensar que sería posible desmultiplicar lo existente al infinito para ser cada vez más preciso. Pero en realidad no hay precisión en eso, sino algo que se escapa (como en la historia de Zenón y la tortuga), ya que la modelización aplasta el segmento o intervalo, reduciéndolo a un punto. Nosotros planteamos que existirá siempre un hiato, un gap infinito entre la dinámica biológica y lo que se modeliza. Por eso marcábamos la diferencia entre discretización (cortes a partir de una matematización, exterior, programada) y el recorte, es decir, el proceso en el que intervienen organismo y contexto de manera indisociable como parte del juego inmanente de lo vivo que introducen experiencias, realidades, cultura, ciencia, etc. La discretización va contra el principio de organicidad, aplasta la complejidad de lo vivo con un conocimiento concreto y una intervención lineal, por eso no puede no tener efectos iatrogénicos.
El período que vivimos alimenta estas formas de intervención a partir de toda una estética que homologa al humano con la máquina, como un ciborg. El deseo de ser un ciborg es el deseo de un control total, de un abandono del cuerpo como algo corruptible… Platón planteaba al cuerpo como un simulacro, por ende, la necesidad de abandonarlo de alguna manera; pero, en definitiva, se trataba de una filosofía, de ideas o incluso una ideología, que al cuerpo no lo afectaba mayormente; el problema hoy es que el ciborg como idea platónica supone la posibilidad concreta de intervenir materialmente sobre los cuerpos, como en una suerte de materialización de esa ideología. No es lo mismo que Lysenko (el científico stalinista) diga pavadas sobre los caracteres hereditarios, a la modificación genética del ADN o que pueda modificar realmente los ciclos cerebrales. Nos encontramos ante un ideal de funcionamiento total, sustentado en el deseo de abandonar la fragilidad de lo vivo.
—¿Cómo nos paramos ante ese deseo que, en realidad, parece coincidir sin resto con una exigencia epocal que tiene sus víctimas y beneficiarios?
—MB: Por ejemplo, frente a un depresivo melancólico, yo nunca quise que se le practicara neurocirugía, como tampoco hubiera querido lo que le pasó a un paciente que tengo ahora, al que le practicaron 30 electroshocks, un pibe joven, de treinta años, estudiante de filosofía, que perdió por esa intervención una parte de la memoria. Así como me oponía a esas intervenciones brutales, me opongo a la implementación de los chips, pero no en nombre del sufrimiento, sino apostando a encontrar una regulación para que la persona pueda vivir en este mundo. Es cierto que hay gente que no puede vivir mucho en este mundo, pero también ocurre que hay otra gente que necesita que quienes se deprimen vivan y arman tramas al respecto, buscando dimensiones, círculos convergentes. Pero el problema de fondo es la colonización de los modos de vida por la eficacia y la consecuente negación de la fragilidad. Funcionar a toda costa es la visión patriarcal, del poder, conquistadora, guerrera; mientras que el sufrimiento se usa como chantaje. Por eso hoy nos toca defender un punto de vista de la práctica social, de la práctica clínica y pedagógica, como del amor, que suma la fragilidad, lo que implica, para empezar, otra manera de concebir el tiempo. El otro día le dije al paciente que mencionaba: “Mirá, vos no te tiraste un tiro, ahora hay que asumirlo”, y yo no quiero que se tire un tiro. Hay que poder tener el coraje de decirle no a la “liberación” viril de los males cuya fuente es el cuerpo y la vida misma, pero no en nombre del sufrimiento cristiano, sino de una fragilidad compartida.
—Por un lado, todo lo que Florencia pudo desarrollar junto a sus compañeras de prácticas activistas, como las terapeutas menstruales y los distintos colectivos, en relación con una lucha aparentemente específica, movilizó tramas, formas de actuar, etc.; por otro, una depresión, aun radicalizada como comentaba Miguel, moviliza un trabajo, un nosotros, moviliza unas potencialidades. ¿Podemos pensar, entonces, que los chips y las intervenciones lineales de la tecno-ciencia contemporánea atacan esas capacidades de movilización y de hacer comunidad?
—FC: El otro día una compañera dijo “hay que hacer trinchera para habilitar la progesterona”, porque nos la están quitando. Y esos espacios de resistencia tienen mucho que ver con el planteo que hace Miguel respecto a su paciente/amigo/colega, ya que esas instancias tienden a mezclarse en este tipo de abordajes que arman lazo común. En el caso de la ciclicidad menstrual ovulatoria, está atravesada por un dolor que se fue generando por años de determinados ritos, entumecimiento uterino, hábitos en el fondo patriarcales, pero es un dolor que está y no hay que negarlo. Sin embargo, darle píldoras al dolor para transformarnos en máquinas que menstrúan siempre el mismo día, como matematizando el ciclo, cuando en realidad, dependiendo de la salud socioambiental, el territorio habitado, el momento o el estado anímico, cada una cicla de forma diferente, significa homogeneizar y aplastar la ciclicidad. Darle píldora al dolor simplemente lo acalla, pero ese dolor simbólico, real, sigue funcionando en otro nivel. Por eso el lazo, la red, y habilitar una forma distinta de transitar el tiempo, sin pretender resolver evitando preguntarle al síntoma qué duele, por qué, hasta cuándo, qué se puede hacer para acompañar… Es mucho más fácil la hormonización, la medicalización y el acallamiento del síntoma, en lugar de hacernos cargo de la necesidad de armar común, como soporte del dolor.
—MB: Exacto, por eso es importante insistir en la diferencia con la reivindicación cristiana del dolor y la promesa mesiánica, ideológica e irracional de eliminar el dolor (un dolor que, aparte, no elimina porque lo transforma en otra cosa). El sufrimiento y el dolor no son la misma cosa, el sufrimiento es el sentido que va a tomar un dolor. Además, hay una unidad que no se puede disociar, entre el sufrimiento físico y el sufrimiento existencial. Hoy lo que está pasando es que se están aplastando las dimensiones del sufrimiento existencial, que dicen de cómo somos en el mundo. Por ejemplo, el paciente que mencionaba antes, su sufrimiento forma parte de su modo de ser en el mundo, es duro, pero es así, de modo que si se le aplasta su modo de ser para que funcione, lo que está aplastando es la capacidad de encontrar los posibles dentro de su situación, volviéndolo totalmente pasivo. Cuando alguien se siente muy mal, es una parte suya que se siente mal, pero en realidad, cuando está down, neurofisiológicamente y físicamente hay una serie de procesos de reconstrucción que ocurren y provocan ese estado; en cambio, cuando uno se siente muy bien, demasiado bien, pone en peligro sus mecanismos metabólicos de reconstrucción… De ahí la importancia del ciclo. El momento en que nos sentimos mal, hay una opacidad de nosotros para con nosotros mismos que nos impide saber si se trata de un mal integral, o si se trata de un ciclo. Además, desde un punto de vista neurofisiológico los ciclos son fundamentales, ese momento “down” es fundamental. La NASA tiene hace más de 10 años un programa para disminuir el sueño. Es la destrucción de los ciclos en nombre del funcionamiento que aplasta niveles orgánicos básicos de la vida. A nosotros nos toca defender la vida no en nombre del dolor, ya que, si hay sufrimiento, toda técnica científica y terapéutica es bienvenida, pero respetando como un vector más la organicidad.
*Ensayista, editor (Red Editorial), docente (Unpaz, Undav), integrante del IDEF.
Publicado originalmente en Perfil