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Los dolores de la Tarahumara. Una entrevista con el jesuita Javier Ávila

Gloria Muñoz Ramírez | Fotos: Gerardo Magallón

Creel, Chihuahua. El sacerdote Javier Ávila, conocido en la Sierra Tarahumara como El Pato, está a punto de cumplir 49 de sus 80 años en las comunidades indígenas de Chihuahua. Es jesuita, como sus compañeros Javier Campos y Joaquín Mora, asesinados en Cerocahui en junio del 2022, y como su gran amigo y referente Ricardo Robles, El Ronco, fallecido en 2010. Todos entregados a las comunidades rarámuri de Chihuahua durante décadas.

Entrevistado por Desinformémonos en las oficinas de la la Comisión de Solidaridad y Defensa de los Derechos Humanos (COSYDDHAC), que preside desde hace 23 años, este hombre ya no se ubica fuera de la sierra, a donde llegó, como tanta gente, pensado que “llegaba a dar y enseñar”, pero inmediatamente se dio cuenta de que “hay que llegar aquí con los ojos, los oídos y el corazón muy abiertos, y con la boca cerrada. Si la abres que sea para preguntar y no para decidir, como han llegado tantos políticos, antropólogos y de todo”.

En la sierra, lugar de grandes y profundas barrancas en la que habita el pueblo rarámuri, en comunidades y rancherías dispersas, se padece desde hace décadas el crimen organizado, cuya violencia se ha recrudecido año con año hasta niveles alarmantes. De la muerte cotidiana, la actual deforestación, el desplazamiento forzado, del levantamiento zapatista, los proyectos turísticos de despojo, del terror y de la impunidad, pero también de la esperanza, habla en esta entrevista el religioso que decidió llevar a la Tarahumara en el corazón.

Los dolores de la sierra

La «civilización» cada vez está más metida y los proyectos que suenan a muerte invaden la sierra. Antes el pueblo de Creel, que ahora es un centro turístico impresionante, no tenía ni una banqueta ni una calle pavimentada. Tenía nevadas, caminábamos entre la tierra y el lodo en tiempo de lluvias y de nieve. Llegué a vivir a Sisoguichi y había veces que durábamos ocho días sin poder salir del pueblo por la cantidad de nieve que caía.

Estamos hablando de 1975. Incluso en aquellos tiempos ya existía el narcotráfico, la deforestación, el triángulo dorado. Todos sabíamos quiénes eran los narcotraficantes y al mismo tiempo nadie los conocía. Se delinquía en lo oscurito, se mataba en los barrancos, aunque no de manera masiva ni descarada. Había deforestación clandestina, clandestinaje de alcohol, pero no de manera exponencial.

Poco a poco empecé a sentir que crecía una sombra que actualmente arropa a toda la Tarahumara. Esa cobija se llama impunidad. Aquí cada quien hace lo que quiere y no le pasa nada. Eso ha sido muy doloroso. En la relación con el pueblo uno se da cuenta de quién mató a quién, sabe quién abusó de quién, y uno se pregunta qué pasó, por qué está el sujeto tranquilamente deambulando, cómo es que metieron a la cárcel a alguien que se robó unas gallinas para comer, mientras  que el sujeto que ha violado mujeres, ha deforestado, ha quitado tierras, sigue tranquilo.

La impunidad y la injusticia han crecido mucho. Se pasean por la Sierra tomadas del brazo con una sonrisa cínica y descarada en la cara.

Antes se transitaba por la Sierra con tranquilidad, en paz, el crimen no se había incrustado en las comunidades. El crimen venía de fuera y también crecía dentro, pero a la comunidad rarámuri se le respetaba, aunque, hay que decirlo, nunca ha sido ajena a la opresión, al abuso, al manejo del indígena como una bestia o como una fuerza de trabajo barata.

El rarámuri si tú lo pisas, poco a poco va sacando el pie y se retira. Muy diferente al sureste, que lo pisaron y aventó el pie y dijo “basta”. El rarámuri se está hartando. Empezamos a escuchar ya voces. Por desgracia, vemos también la muerte de los que gritan, de los que reclaman, de los que protestan y defienden. Hay rarámuri muertos por defender su bosque, su territorio.

El narcotráfico

El narcotráfico tiene mayor presencia en la sierra desde hace unos 15 o 20 años, que es cuando se empieza a hacer más descarado. Un parteaguas en mi compromiso fue la primera masacre de los últimos tiempos en Creel. Cuando viene el homicidio de Javier y de Joaquín (los jesuitas Javier Campos y Joaquín Mora, ocurrido en Cerocahui, municipio de Urique, el 20 de junio de 2022), junto con el de Pedro y Raúl, empecé a hablar y a gritar. El primer mandatario del país me dijo que era un cínico descarado porque nunca había gritado.

Me extraña mucho que el presidente López Obrador desconozca la historia y que no sepa lo que se ha hecho aquí, que desconozca la historia de la Compañía de Jesús, que un tiempo fue expulsada y fue por algo, no porque rompíamos las leyes de la Iglesia, sino porque defendíamos a los pueblos originarios.

A los dos años de llegar a la Tarahumara grité por primera vez porque a dos amigos míos, uno rarámuri y otro mestizo, el ejército los mató por la espalda. Empezamos a gritar, a hacer marchas, protestas, escribir cartas, artículos, hasta que el secretario de Gobierno me dijo «cálmese, padre, contra el ejército no se puede hacer nada y a usted lo pueden matar».

Después, cuando empezó COSYDDHAC, puse una denuncia en contra del ejército por abuso de autoridad, daños y perjuicios, por lo que hicieron a una comunidad en la que destruyeron y quemaron casas, torturaron gente, violentaron la paz. Un periodista me dijo entonces que había tres instituciones que para ellos son intocables: la iglesia, el presidente y el ejército, que yo había tocado una y que siguiera adelante, porque nadie lo había hecho, pero que me cuidara porque me iban a matar.

Fue algo muy puntual en esa ocasión y se logró. Reconocieron su error, pidieron perdón y repararon los daños. De ahí vinieron una serie de persecuciones, señalamientos, amenazas. Todo eso se fue sumando. Ya traía un poco de vuelo en estas luchas, pero cuando viene la masacre el 16 de agosto del 2008 fue un golpe muy fuerte ver masacrados a los doce jóvenes y a un bebé de un año y cuatro meses, jóvenes que tal vez yo había bautizado. Compartí con dos madres solteras su dolor, su llanto.

Así empezó a destaparse la presencia de estos grupos: eran el crimen organizado y el ejército. Todavía no llegaban las grandes empresas, aunque ya estaba El Chepe (el tren que atraviesa la sierra) y empezaba el turismo. Antes de la masacre venía mucho turista gringo, subían las casas móviles a Chihuahua y aquí era una parada, iban a las barrancas y se iban con el tren. Después de la masacre cayó completamente el turismo, cerraron los restaurantes, los hoteles, y fue una depresión económica muy fuerte. Ahí se empezó a generar un deterioro al ambiente y a la comunidad.


Empezaron luego las deforestaciones. La pérdida de bosques ya estaba por los incendios, por el calor o por negligencia, pero ahora las deforestaciones son por manos criminales, se les acaba el valor de la mariguana porque ya se encuentra droga sintética, más barata y de mayores efectos, buscan entonces otro camino y lo que encontraron aquí fue el oro verde, que es el bosque, como en Cherán (Michoacán).

Muchos ya se hartaron y están diciendo «ya basta», a su manera. Todas las personas tenemos un límite. Cuando nos orillan a él muchas veces no sabemos cómo vamos a reaccionar. Estamos orillando cada vez más a los pueblos originarios en toda América a que lleguen a su límite, unos ya lo rebasaron y están gritando y están reaccionando incluso de manera violenta.

El rarámuri antes vivía donde ahora es Chihuahua, la capital, pero fueron expulsados poco a poco y llegaron aquí (Creel) por el empuje de los mestizos. Se quedaron aquí y muchos ya no pueden más con que les quiten sus animales, sus tierras. En estos días han venido algunos rarámuri a preguntar qué hacer porque nadie los escucha, que les están robando las dos o tres vacas que tienen, cinco gallinas, cuatro borregos.

Las autoridades no acaban de atinarle a qué tipo de presencia deben tener con los pueblos indígenas. El gran problema es que uno de los motivos por el que los pueblos están así es por el acercamiento que hemos tenido con ellos, no ha sido horizontal, ha sido vertical, de la autoridad, la que sabe, al que se piensa que no sabe cómo vivir; de la sociedad que tiene autoridad a los que no tienen nada, de los “sanos” a los “enfermos”, de los “capacitados” a los “analfabetas”. Ese nivel tan vertical ha dañado mucho a las comunidades.

A los gobiernos le piden lo que saben dar: rollos de alambre, despensas, cobijas, láminas para techos. Es lo que el gobierno sabe dar, porque no sabe dar justicia, solidaridad, por más programas que tenga. Los programas pegan porque nadie te va a rechazar lo que le das, y a muchísimas comunidades las están dividiendo.

Una vez vinieron tres gobernadores (autoridades tradicionales) de comunidad y dijeron que habría una cosecha muy pobre, que por favor se les consiguiera grano de maíz y frijol. Me dijeron que no se los regalara porque eso los malacostumbra. Les pregunté qué harían y dijeron que querían arreglar el camino, los cercos, hacer retenes con piedra para que no se erosione tanto con el agua, trabajos comunitarios.

Antes se hacía un tesgüino de trabajo. Alguien tenía su tierra, la aprovechaba sembrando y preguntaba quién quería ir. Íbamos 15 o 20 y en un día acabábamos la tierra, arando, berbechando o lo que fuera necesario, y el pago era estar tomando tesgüino y convivir en una alegría muy sana.

Ahora tú pides ayuda y te preguntan qué vas a dar a cambio, y te rechazan diciendo «no, el gobierno me da y no me pide nada». Eso es lo que pasa. Ese es el resultado de los programas.

Sembrando vida

Aquí les dan cada cierto tiempo el programa Sembrando Vida y la mayoría se va a los expendios a comprar cerveza. Les cambian sus cultivos por árboles frutales que aquí no van a dar vida porque no hay suficiente agua para ellos. Lo que importa es el recurso.

No he oído a un solo candidato a presidente, a gobernador, a alcalde o lo que sea, que no venga aquí a decir que trae la solución al problema indígena. El indígena es problema para el candidato. En lugar de decir que viene a oírlos y caminar con ellos, los ve como un problema que hay que solucionar.

Aquí viene gente de afuera, los gobiernos, a atacar efectos, no a remediar causas. Ese es el nivel de acercamiento con los pueblos.

El uso mediático y político de lo rarámuri

Cuando fue la hambruna en los años 70 u 80, fue manejada políticamente, pues cuando se dictamina una hambruna hay presupuesto extra para esa región y se deja venir la ayuda nacional e internacional. En otra ocasión un político dijo que había que decir que se estaban suicidando por hambre en la Tarahumara para que los voltearan a ver y mandaran recursos y a ver cómo los repartían. Así de descarados y sinvergüenzas son.

Turismo en la sierra

El turismo no es malo por sí mismo. ¿Pero, a quién beneficia? A un grupo muy reducido. Además invade los territorios indígenas. Si vas al Divisadero, los rarámuri son los que cargan las maletas de los que llegan en el tren.

Hay un despojo territorial. Está en las comunidades de Mogótavo, Repechique, desde Atascaderos subiendo y saliendo hasta Cuauhtémoc. El indígena acaba siendo un objeto de cámara fotográfica, no un sujeto de derechos. Ven a una niña rarámuri vendiendo sus artesanías y el turista se hinca y la abraza y se toma una foto. Pero no compra nada, o regatea.

Creel es el único lugar donde los niños dicen «dame un peso, tengo hambre». Tengo amigos rarámuri que vienen y nos dicen que les da vergüenza que los niños pidan dinero en la calle. Les enseñaron así porque les ha funcionado.

Desplazamiento forzado

Los últimos desplazamientos que se han dado son de gente que se asusta porque vienen personas, disparan y se quieren llevar a los jóvenes. Hay reclutamiento forzado en las comunidades.  En tal región hay incursiones de gente armada que se está robando el bosque y obligando a los jóvenes a irse con ellos. Y luego la policía dice informa a un destacamento de la Guardia Nacional o de la Sedena, pero que dicen que ahí no pasaba nada, que todos está en paz.

En primer lugar hay halcones. En segundo lugar la gente no habla porque tiene al sujeto en la casa con el arma diciendo «habla y verás lo que pasa». ¿Cuándo van a decir algo? Entonces la gente se va a donde tiene amigos, parientes. Y empiezan a vivir de manera lamentable.

La salida fácil es decir que se vayan porque hay peligro, y eso lo dice la Guardia Nacional o el ejército. «Venimos a protegerlos y a sacarlos», pero ese no es el camino. El acompañamiento y el seguimiento se lo damos las organizaciones, no el ejército.

Del cerro si salen les disparan, queman sus casas. Se van, viven hambre y no pueden regresar a sus casas. Algunos desaparecen. Les disparan porque buscan a alguien que está ahí o porque quieren el territorio.

Los desplazados aquí no tienen derechos. Varias organizaciones fuimos a la comunidad de El Manzano a sacar a las familias. Se les consiguieron medidas cautelares. Se fueron a Chihuahua, pero viven con el miedo de salir y que los reconozcan. Recién salidos regresaron para sacar sus cosas de valor, ver sus tierras, sus animales, lo que podían recuperar. Se hizo el operativo, se tenía planeado que estuvieran ahí tres o cuatro días para ver qué recogían. Llegaron y los mismos habitantes de la comunidad, cuando los vieron llegar, corrieron, porque dijeron que no querían que los vieran hablándoles porque luego vendrían por ellos. Llegaron y sus casas estaban vandalizadas. Les dolió tanto, que se regresaron el mismo día, lastimadísimos.

Un amigo rarámuri venía con mucha frecuencia, siempre acompañado de su esposa y de sus hijas. Me comentaba que ya no aguantaba, que había alguien que venía de Sinaloa y le cortaba sus cercos y le decía que se fuera. «¿Por qué me voy a ir? Y amarro mis cercos otra vez. Pero están sembrando en mi tierra y ya me tumbó árboles y puse un guardaganado y me quemó la puerta», me decía. Si yo despojo una familia y no me hacen nada, al rato despojo a dos. Es la impunidad.

El asesinato en la sierra de los jesuitas

A propósito de la muerte de mis hermanos me hice dos preguntas. Cuando salió lo de Guacamaya Leaks, en una entrevista dije que cómo era posible que el gobierno presuma dónde estaba el delincuente, dónde se movía El Chueco desde hacía dos años. Si lo ubicaban tanto, ¿por qué nunca lo agarraron? Qué casualidad que cuando mata a los jesuitas se les borra del mapa y ya no lo ubican. Tuvieron que pasar nueve meses no para que lo ubicaran, sino para que les entregaran el cuerpo.

Ocho días antes de que lo mataran, le dije al Fiscal General «agárrenlo, porque lo van a matar y les van a aventar el cuerpo a los pies y será una vergüenza, será una derrota». Al presidente de la República le molestó que dije que no era un triunfo ni de la Federación ni del Estado, que la justicia no se consigue con las armas. Todo parece indicar que fue un golpe interno para deshacerse de alguien que estaba siendo muy molesto. ¿Por qué no lo agarraron? ¿Miedo, impotencia, incapacidad, complicidad? ¿Qué hay?

Luego llegó la Guardia Nacional, pero los operativos circunstanciales no funcionan. Mientras están ahí no se acercan ni las moscas, pero se van y llegan peor, ¿porque quién dijo?, ¿quién rajó? Y empiezan las ejecuciones y los desplazamientos, los despojos y las muertes.

La muerte de Javier y Joaquín es una de muchas más. Han matado a muchos curas, pero el problema fue que son dos miembros de una institución mundialmente conocida. Por eso se prendieron las alertas nacionales, porque a ellos los conoce todo el mundo. A los doce jóvenes que mataron antes nada más los conocen en la región, no pasó nada, pero su vida no vale menos.

Javier y Joaquín ampliaron los reflectores. Pero olvidémonos de ellos y empecemos a enfocarnos en los miles de muertos y desaparecidos que hay en el país. Fue muy doloroso, yo fui el que recibió la noticia, «los están agarrando, los están arrastrando, ya los mataron». Hay que señalar la cantidad de barbarie.

Como fueron ellos dos, el gobierno pensó «vamos a hacerles cobijo» y en la mira internacional mandó el mensaje de que mandó a la Guardia Nacional. ¿Pero por qué no hizo lo mismo con tantas muertes? ¿Sus vidas valen menos? Por supuesto que no, la vida de Pedro o de Raúl (las otras dos personas asesinadas) no vale menos que la de Javier y Joaquín.

Al principio invadieron la sierra con 200 miembros de la Guardia Nacional, 100 elementos de la Sedena y 70 elementos de la policía estatal. La gente empezó a tranquilizarse, pero hay otras personas que dicen que hubo atropellos en las casas y que los sigue habiendo.

La violencia no cesa

El otro día que hubo una balacera en la capilla de Santa Anita. En la capilla conté más de cien impactos y no había ni una sola gota de sangre. ¿Quién se la cree? Ahí hubo un enfrentamiento, entraron a propósito y rafaguearon todo por dentro y por fuera.

Fue un mensaje para el gobierno. Pero también para nosotros, que hemos salido mucho en escena y sobre todo después de la muerte de Javier y Joaquín, además de que nunca nos hemos ocultado. Nos dijeron que tengamos cuidado. Tengo medidas cautelares, pero se cansa uno de eso.

Éste ha sido un año pesado. El gobierno tiene la postura de que qué más queremos que hagan por nosotros. Pero eso no es, se trata de qué más se debe hacer. De ahí salen los Foros de Justicia y Paz. Nos estamos convocando la sociedad civil para platicar, reunir material para llevarlo a Puebla al Foro Nacional de la Paz. Participan sociedad civil, academia, empresariado, el que quiera sumarse para buscar la paz y mejorar un poco este ambiente. Ya no dejemos la responsabilidad al gobierno, metámonos más al proceso del país para cumplir con la responsabilidad social, hay que exigir que se nos escuche, y que a nosotros nos exijan también que construyamos y rompamos las apatías.

La memoria

Llevamos 15 años haciendo una marcha anualmente el día de la masacre de Creel. Al principio, el gobernador del estado, Reyes Baeza, nos decía que ya olvidáramos, que no valía la pena estar rascando. No era rascar, era mantener viva la memoria porque el gobierno le apuesta al olvido.

Mario Benedetti dice que el olvido está lleno de memoria, y hay que mantenerla viva. Por eso cada año llenamos la reja del templo de fotos de los masacrados, hacemos una marcha en silencio al lugar en el que cayeron y tenemos una celebración religiosa. Regresamos y todo el día se mantienen las fotos ahí.

Este país se va a llenar de antimonumentos. Se acaba de inaugurar un mural en un jardín frente a la Fiscalía de Chihuahua, hecho por las madres de desaparecidos. Casualmente, en la inauguración estuvo el Fiscal y dijo que era un compromiso para ellos, pero no querían que se hiciera ese mural.

EZLN Y EL RONCO

En una ocasión vinieron varios integrantes de la comandancia del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) a visitar las comunidades de la Tarahumara y Ricardo Robles El Ronco (sacerdote jesuita, defensor del territorio y acompañante de las comunidades rarámuri hasta su muerte) y yo estuvimos con los compañeros pastoreando por aquí. Fue, hasta cierto punto, un poco desesperante para los comandantes porque no entendían al pueblo. Me acuerdo que un rarámuri me dijo, «ahora que vinieron los compañeros de allá abajo, ¿qué te pareció la visita?». Le dije que muy bien, y él me dijo, «¿no será hora de que nosotros agarremos también las armas?». Había otros indígenas escuchando la plática e instantáneamente dijimos todos «no, no es el camino». «Está bien, no es el camino». Es un arma de dos filos, porque han padecido la opresión y el despojo de tierras por mucho tiempo. El rarámuri dice «qué pena me das por que tengas que robarme para vivir. Eso no es humano».

El Ronco es un referente en la sierra. Cuando llegué a Tarahumara él se fue por un tiempo. Me dijo que era por mi culpa, que le habían dicho que debía descansar y que sólo estaban esperando que llegara quien tomara su lugar.

Después regresó. Fue feliz en Nezahualcóyotl porque se encontró otro pueblo sufriente, de migrantes, un pueblos de perseguidos. Cuando regresó caminamos mucho tiempo juntos, nos hicimos muy amigos. Aprendió muchísimo la lengua rarámuri, la cultura. Su idea fue la de todos nosotros: estar con el pueblo.

Era un hombre sumamente político, muy inteligente y con mucha visión. Hay muertes para mí que son fuera de tiempo. El Ronco era genial, todo un show, contaba muchos chistes, anécdotas, a todo el mundo lo pendejeaba.

Profundizaba mucho en el valor del diferente, del otro. Te encaraba, te describía una situación muy bien. Yo uso muchos de sus escritos cuando me invitan a conferencias, foros o talleres. Dejó un gran legado. A algunos no les toca irse así, como a Javier y Joaquín, que se fueron de manera muy trágica, pero El Ronco se fue en silencio, como quisiera irme yo también.

Cuando vino el levantamiento indígena de Chiapas, El Ronco me dijo que lo invitaron. Fue sin saber a quién dirigirse, sin saber a qué había ido. «Este baboso para qué me trajo», decía. Vimos al indígena en pie de lucha. Eso a mí me sirvió muchísimo para encontrarme con esa gama enorme que son los pueblos autóctonos y me amarró mucho más a la cultura y al pueblo.

El levantamiento significó la presencia de ese México digno. La gente gente, como decía El Ronco. Ese mundo que estaba oculto salió a escena. Era ese mundo que nosotros como sociedad queríamos ocultar o que nunca nos había interesado ni nos quería interesar. Una vez el senador Luis H. Álvarez me dijo, cuando estaba hablando el comandante Tacho con su pasamontañas, «padre, ¿el que está hablando es indígena». «Sí, ¿por qué?». «Porque es un discurso muy inteligente». Le dije que eso era racismo. No los creíamos inteligentes, los queríamos como bestias de carga.

Fue el surgimiento del México desconocido. Y de pie. Eso fue para unos sorpresa, pero para otros molestia. Esa aparición generó todo tipo de reacciones. Treinta años y siguen presentes.

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Una Respuesta a “Los dolores de la Tarahumara. Una entrevista con el jesuita Javier Ávila”

  1. Irene Fernández Godard

    Cómo podemos ayudar, además de difundir esta terrible realidad!? Me duele el alma, Como podemos cambiar esto y que haya justicia y para todos? Cómo acabar con los maleantes? Esas lacras que vienen del poder? Señor Jesús danos tu Luz y tu fuerza para cambiar a un Mexico más Justo!

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