“Los desbordes desde abajo. 1968 en América Latina»

Raúl Zibechi

Introducción al libro “Los desbordes desde abajo. 1968 en América Latina”

En 1968 todos estos desafíos se unieron en un gran crisol: resentimiento por el imperialismo estadounidense, resentimiento por el subimperialismo soviético y su colusión con Estados Unidos, resentimiento por la integración de los movimientos de la vieja izquierda en el sistema, que convertía en complicidad su presunta oposición; resentimiento por la exclusión de capas minoritarias oprimidas y de las mujeres (…). La explosión mundial de 1968 duró aproximadamente tres años, hasta que las fuerzas que sostenían el sistema mundo pudieron controlar el incendio. El fuego se redujo a brasas pero sus llamas habían dañado gravemente los soportes ideológicos de la Gran Paz Estadounidense, y el fin de esa paz era sólo cuestión de tiempo.

Immanuel Wallerstein1

En América Latina la revolución mundial de 1968 comenzó en una fecha precisa: el 1º de enero de 1959, con el triunfo del pueblo cubano contra la tiranía de Fulgencio Batista. La revolución cubana fue un sacudón gigantesco para la región, tanto para los sectores populares como para los jóvenes de las clases medias, que reaccionaron con entusiasmo al ingreso del ejército rebelde en La Habana. Lo fue también para las oligarquías y las burguesías criollas, que por primera vez en mucho tiempo contemplaron, con estupor y temor, la fiesta de los desposeídos: la reforma agraria y la nacionalización de las grandes empresas, así como la dignificación de los trabajadores, los campesinos y los pobres en general.

En un sentido temporalmente más restringido, el 68 latinoamericano se extendió desde ese año hasta la oleada de dictaduras militares que arrasaron el continente desde el golpe de Estado de Augusto Pinochet, el 11 de setiembre de 1973. Fue un ciclo de luchas impresionante que le cambió la cara a la región, en el que participaron partidos de izquierda, sindicatos y guerrillas, obreros, campesinos y estudiantes, siendo los jóvenes y las mujeres los protagonistas más destacados.

Una peculiaridad del 68 latinoamericano, estrechamente ligada al triunfo de la revolución cubana, fue la multiplicación de grupos armados en casi todos los países del continente. En su formación confluyeron dos procesos: la radicalización de sectores de las clases medias, en particular jóvenes estudiantes urbanos, y la movilización de campesinos y obreros, a los que se les fueron cerrando puertas y comenzaron a buscar salidas a sus demandas a través de la acción directa. La confluencia de ambos sectores está en la base del nacimiento de numerosas guerrillas, aunque otras fueron implantadas con militantes entrenados en Cuba.

El asalto al cuartel de la ciudad de Madera (Chihuaha, México), el 23 de setiembre de 1965, puede leerse como la culminación de un vasto movimiento agrario que demandaba tierras, de forma activa desde 1960, sin más respuestas que dilaciones y represiones. Fue la primera acción armada de envergadura en México, que marcó a fuego a esa generación, por la audacia de los guerrilleros y por la innecesaria brutalidad del poder político con los caídos. Sin embargo, si observamos el proceso en detalle, veremos que en realidad la primera acción armada fue “más o menos espontánea”, cuando un pequeño grupo de campesinos quemaron un puente cerca de Madera, año y medio antes del ataque al cuartel, en represalia por el encarcelamiento del maestro Arturo Gámiz, dirigente del Partido Popular Socialista y fundador del Grupo Popular Guerrilleros, asegura Jesús Vargas en su libro Madera rebelde.

En este caso, como en un puñado de otras guerrillas, el núcleo armado era apenas la parte visible de un inmenso continente que incluía a cientos de miles de campesinos desesperados en busca de tierra, lo que los llevaba a presionar a la clase latifundista al ver frustradas sus expectativas de reparto agrario por parte de los gobiernos. En esos años Chihuahua era un estado en llamas donde los campesinos invadían latifundios y los estudiantes se manifestaban a diario en la capital. No fue muy diferente lo que vivieron los campesinos, los obreros y los estudiantes en Colombia, en Venezuela y en Perú, y poco después en Chile, Argentina y Uruguay. La potencia que pronto adquirieron las insurgencias, sería inexplicable sin la confluencia de los militantes radicales con grupos de obreros, campesinos y estudiantes dispuestos a tomar el cielo por asalto.

Los cambios sistémicos que se implementaron en la cresta de los golpes de Estado, estaban destinados a suprimir a los sujetos revolucionarios, para proceder a un completo reajuste del modo de acumulación de capital que, en adelante, abandonará la producción en masa para trasladarse a la especulación extractivista que no necesita, casi, de seres humanos, sino apenas de máquinas e infraestructuras adecuadas. La minería a cielo abierto, los monocultivos, las grandes obras de infraestructura y la especulación inmobiliaria urbana, en torno a las que comenzó a girar la acumulación de capital, aterrizan aquellos genocidios en los modernos modos de expropiación de los bienes comunes.

La robotización y las maquilas, o sea la producción sin obreros y la producción con obreros en fábricas-cárceles, son los dos caminos que tomó el capital allí donde decidió mantener la manufactura en pie. Se trata de diferentes respuestas a la revolución de 1968 en cada región del mundo, según los márgenes de maniobra que tuvo el capital en cada lugar. Inicialmente, el uso masivo de robots fue la opción en los países del Norte y las maquilas se destinaron a regiones del Sur. Algo similar sucede con los monocultivos y la nueva minería, casi exclusivas de los países periféricos. Pero la distribución geográfica cambia rápidamente: la fractura hidráulica se utiliza masivamente en Estados Unidos, en China y en otros países desarrollados. Al parecer, la división centro-periferia está también sufriendo los avatares del caos sistémico; tiende a desdibujarse y los perfiles que corresponden a cada región, se confunden.

Si lo anterior sucedió a escala global, regional y nacional, no debemos olvidar que las dictaduras intentaron apagar las llamas del 68, imponiendo restricciones severas en la vida cotidiana, como prohibir el pelo largo, la barba, la minifalda y las ropas que enseñaban cuerpos juveniles, en particular de las mujeres. Esto nos da una pista sobre la cara menos visible de la contra-ofensiva del sistema, porque la disciplina había sido pulverizada por las revueltas juveniles. Si a escala macro la revolución de 1968 minó al Estado de Bienestar y a los regímenes socialistas, a escala micro desbordó el control que ejercían las sociedades disciplinarias, tal como las estudiaron Michel Foucault y sus seguidores.

Todos los centros de encierro atraviesan una crisis generalizada: cárcel, hospital, fábrica, escuela, familia”, escribe Gilles Deleuze en Conversaciones. Todos esos espacios fueron desbordados por quienes estaban sometidos a la disciplina, incluyendo los psiquiátricos; pero el desborde afectó también a las organizaciones sociales como los partidos y los sindicatos, las iglesias y hasta las fuerzas revolucionarias. Todas esas instituciones eran parte de las sociedades disciplinarias, que funcionaban en base a los grandes centros de encierro, aunque proclamaran la revolución y el anti-capitalismo.

Lo más notable es que el desborde se produjo desde dentro de cada espacio y de forma simultánea en todos ellos. Los presos desbordaron las cárceles, los niños y adolescentes el control de los profesores, los obreros a los capataces y los patrones, las mujeres y los niños al pater familias, y así en cada lugar de encierro. El hecho que los “locos” fueran capaces de desbordar los muros que los encerraban, como lo enseña el notable trabajo de Franco Basaglia donde los “pacientes” se vuelven sujetos, es apenes una muestra del enorme poder revulsivo del incendio de 1968 que consiguió, entre muchas otras conquistas, el cierre de los manicomios en Italia.

El 68 puso al descubierto todas las relaciones de poder allí donde se ejercían, es decir, en todas partes”, insiste Deleuze. Esto es lo asombroso de la revolución mundial de 1968. No puede ser entendida como la suma de grandes eventos, como la ofensiva vietnamita del Tet, el mayo francés, las revueltas negras en las grandes ciudades de Estados Unidos luego del asesinato de Luther King, la resistencia a la invasión soviética de Checoeslovaquia y la masacre de Tlatelolco (todos hechos simultáneos, separados por semanas). Es algo diferente, que contiene una carga de profundidad que no resulta fácil de asimilar.

En su reflexión sobre el trabajo de su amigo, Deleuze recuerda que hasta el 68 “Foucault había analizado ante todo las formas, mientras que ahora pasa a ocuparse de las relaciones de fuerza que subyacen a las formas”. Fue un período de fuerza y júbilo en una época de alborozo creativo que lo conduce a una nueva etapa de su trabajo, que se manifiesta en la publicación de La arqueología del saber (1969) y sobre todo Vigilar y Castigar (1975).

Entre las relaciones de poder que aprendimos a visualizar en el entorno del 68, deben destacarse dos, que mueven hilos similares en sus diferencias: el colonialismo y el patriarcado. Aunque en los años anteriores desaparecieron casi todas las colonias, el colonialismo interno siguió imponiendo formas de racismo nada sutiles, en todos y cada uno de los países de la periferia y también del centro del sistema-mundo. La lucha de las mujeres puso en evidencia las relaciones entre capitalismo y patriarcado, contribuyó a liberar energías colectivas que estaban comprimidas en las instituciones jerárquicas, desde las iglesias y los partidos hasta la escuela y la familia.

En ancas de los cambios en los equilibrios globales y de las transformaciones en los espacios de encierro, la cuestión del colonialismo y del patriarcado nos acompaña hasta nuestros días, enseñando que hace falta mucho más que un incendio de tres años para superarlos.

Sería importante comprender la revolución de 1968 en ambas dimensiones: la geopolítica y la vida cotidiana, porque los seres humanos reales no hacen las distinciones de los académicos. El obrero fabril se rebela, o soporta el control de cada gesto, de cada movimiento, por parte del capataz, del mismo modo que las mujeres y los niños resisten, o no se someten, al padre/esposo en el trabajo y la vida cotidiana. La relación entre las pequeñas rebeliones y las que se escenifican en las “grandes alamedas”, sólo podemos comprenderlas luego de sucedidas, siempre que entendamos que ambas están entrelazadas en una relación complementaria, y de doble dirección, de causa efecto.

1 “Estados Unidos y el mundo: ayer, hoy y mañana”, en Capitalismo histórico y movimientos antisistémicos, Akal, Madrid, 2004, pp. 372-395.

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