San Cristóbal de Las Casas, Chis., 30 de diciembre.
Contra las versiones hoy renovadas, y escasamente cotejadas con la realidad, las comunidades autónomas zapatistas, sin ayuda gubernamental (al contrario, el gobierno mexicano responde a las demandas originales de dichos pueblos con una sostenida guerra de baja intensidad y desgaste), han logrado levantar un proceso de autogobierno, en el cual se fundaron decenas de nuevos poblados en las tierras recuperadas tras el levantamiento de 1994. Ellos, sumados a los más de mil pueblos que integran los municipios autónomos rebeldes, dan como saldo no más pobreza y marginación, como quisieran los agoreros del poder, sino regiones organizadas con sistemas propios y eficientes de educación, salud colectiva esencialmente de prevención, producción agrícola para la autosuficiencia, la comercialización independiente de café, miel y artesanías. Todo, fuera del consumismo inducido, la dependencia económica y el control político que implican, en Chiapas, los planes gubernamentales.
El estado experimentó luego de 1994 una virtual reforma agraria, con la apropiación de miles de hectáreas de lo que fueron ranchos y fincas que hoy están en manos de los pueblos mayas de la entidad. Se habla hasta de 700 mil hectáreas ocupadas por indígenas; la mayor parte, de hecho, beneficiaron a los que ni siquiera eran insurrectos. La influencia de la rebelión zapatista alcanzó y benefició también a los que se mantienen en los márgenes oficialistas y en ocasiones han servido para hostilizar, agredir y desplazar a los rebeldes y sus simpatizantes indígenas. Aunque negada sistemáticamente por las autoridades, la paramilitarización es un hecho constante, con implicaciones criminales e impunidad garantizada.
En Chiapas cambió la vida de los pueblos originarios
Concluye el mes de diciembre. A estas horas, 20 años atrás, centenares de comunidades mayas en el sureste mexicano se alistaban finalmente a levantarse en armas contra el que siempre han llamado mal gobierno, luego de años de preparación para la guerra de liberación nacional. Las familias choles, tzeltales, tojolabales, tzotziles, despedían a padres, hijos o hermanos milicianos. Los insurgentes, muchas mujeres, encabezarían la ruta desde la selva Lacandona, los Altos y la zona norte para ocupar simultáneamente varias ciudades la madrugada del fin de año. Y así amanecer en Altamirano derruyendo el reloj del ayuntamiento; en San Cristóbal de Las Casas, a la primera luz del día, los locales, los turistas y los primeros periodistas (Amado Avendaño Figueroa, director de Tiempo, el primero de todos) fueron a averiguar quiénes tomaron el palacio municipal y lo vaciaron, desde su balcón leyeron, en voz del comandante Felipe famosamente sin pasamontañas, la Declaración de la selva Lacandona del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), y dieron a conocer sus demandas. El subcomandante Marcos, único mestizo a la redonda, atrajo de inmediato la atención de los medios. De la oscuridad a la luz, todavía un poco lampareados, se vio que, fueran quienes fueran, estaban preparados para lo que vendría. Con el rostro cubierto, exigían para todos todo, nada para nosotros.
En Ocosingo los esperaba una batalla sangrienta al segundo día, y allí caería el mayor número de insurrectos, entre ellos el comandante Hugo, respetado dirigente tzeltal. Varios fueron ejecutados por el Ejército federal (el cual atacó procedente de Palenque) puestos bocabajo, con las manos amarradas atrás, pero la mayoría murieron en combate. El camino de las cañadas quedó sembrado de cadáveres de indígenas con el uniforme de un ejército campesino que redefiniría la idea de modernidad, según las clases dominantes. En las primeras horas corrió la creencia de que no eran mexicanos, que hablaban como extranjeros. Han de ser de Guatemala, dijeron los caxlanes cerrando sus casas por dentro. Casi demasiado fácil pareció la toma de Las Margaritas, donde los alzados enfrentaron a la policía; en esa acción cayó el subcomandante Pedro, y el mundo no lo conocería. Los pueblos de la cañada tojolabal lo cargaron de regreso y lo lloraron con todos los honores.
Salvo en Ocosingo, el repliegue de los alzados fue expedito, casi misterioso. Al dejar Las Margaritas, los insurrectos pasaron por el rancho del general, ex gobernador y terrateniente Absalón Castellanos Domínguez y se lo llevaron preso. Debía muchas vidas de indígenas y sería juzgado por sus crímenes. Y como en La vorágine, de José Eustasio Rivera, se los tragó la selva. O la montaña tzotzil de los Altos.
Creían las élites que al amanecer 1994 México estaría entrando al primer mundo como socio de dizque lujo de las potencias del norte. Con el campanazo de los aguafiestas indígenas en un lejano rincón de la patria, el país se encontró más bien ante una guerra casi inverosímil, de una elocuencia inédita a la que nadie pudo ser indiferente. Su ¡Ya basta! cambiaba las reglas del juego. Los medios acudieron en masa de todos los países. Había un nuevo jugador: los pueblos indígenas de México. Lo demás, reza la muletilla, es historia.
Veinte años después
Con ese estilo evaluador tan caro a los neoliberales, ahora les piden cuentas a los zapatistas: ¿a ver qué has hecho estos 20 años?, y les echan encima indicadores, inferencias equivocadas y mentiras malintencionadas. Tras cuatro lustros, cinco presidentes y ocho gobernadores oficiales, no se ha firmado la paz y por tanto sigue en pie la declaración de guerra. Las pláticas entre los rebeldes y las autoridades han sido pocas (y la última ocurrió hace 18 años). Los acuerdos logrados en San Andrés en 1996 fueron desconocidos al día siguiente por el gobierno federal que los había firmado, y desde entonces a los zapatistas se les ignora en los censos, se les cosifica en las encuestas, se les combate con violencia soterrada y cañonazos de dinero bajo el nombre de programas, los cuales nunca aceptan las comunidades que tras su insurrección se declararon en resistencia.
Los combates de enero duraron 12 días. Cientos de miles de personas (se habló del millón) salieron a las calles para pedir un alto el fuego. Desde entonces existe una tregua entre las partes, aunque violada repetidamente por el gobierno (destacan el 9 de febrero de 1995, con la ofensiva zedillista a traición sobre las comunidades, y el 10 de junio de 1998, con el ataque militar al municipio autónomo San Juan de la Libertad). La guerra del gobierno no se ha detenido un solo instante. Sus frentes son muchos y no necesariamente armados. Y sin embargo, en agosto de 1994 los zapatistas harían un pronunciamiento inédito al decir que eran un ejército que aspiraba a dejar de serlo. En los hechos, a diferencia del común de los movimientos insurreccionales de América Latina, se han embarcado en la construcción de un régimen autónomo, autosustentable aunque modesto, reivindican a las mujeres y no le deben a nadie. Han seguido la guerra sin disparar; ganaron paz y territorio, construyeron pueblos, municipios y cinco centros de gobierno, llamados caracoles, donde funcionan desde 2003 las originalísimas juntas de buen gobierno.
Llegados a 2014, los pueblos zapatistas se siguen reinventando, pues pueden hacerlo. Su resistencia fue ardua, han sufrido sin doblarse, y siguen amaneciendo para celebrar la vida. Una guerra como ninguna, ¿a poco no?