Los Chalecos Amarillos, una ventana de oportunidades para frenar el neoliberalismo

Joana Voisin Crusat

@joana_voisin

El movimiento de los Chalecos Amarillos pone sobre la mesa los problemas relacionados con el aumento de las desigualdades sociales i questiona la legitimidad del gobierno d’Emmanuel Macron, que ha aumentado la represión para detener unas protestas que ya hace un mes que duran

El pasado 24 de septiembre, el Gobierno francés anunció un aumento de la tasa sobre el diesel y la gasolina. Por este motivo, a principios de octubre el transportista Éric Drouet creaba un esdevenimiento al Facebook incitando a bloquear con coches las rotondas y las áreas comerciales del conjunto del territorio. “Hablando con un compañero de trabajo, nos dimos cuenta de que estábamos hartos de todas esas taxas. Esta última sobre la gasolina era la taxa que sobraba”, explicaba Drouet al canal televisivo BFMTV. En muy poco tiempo la propuesta se hizo viral y otro transportista – anónimo – propuso a todos aquellos que pensaban ir a las concentraciones ponerse un chaleco amarillo sobre el parachoques del coche como símbolo distintivo. Finalmente, el pasado sábado 17 de noviembre, unas 290.000 personas vestidas con chalecos estaban llevando a cabo bloqueos viarios en más de 700 puntos por todo el territorio francés.

Desde entonces, algunos puntos han estado ocupados día y noche y cada sábado se han celebrado manifestaciones masivas. Actualmente, las zonas más afectadas son la Bretaña, el Valle del Loira, los Alpes, Normandía y Aquitania. Unas provincias que corresponden a la «diagonal del vacío», nombre que denomina a todas aquellas zonas con un índice demográfico negativo -cada año pierden habitantes-. Son las que más perjudicadas están por la desertificación rural, en parte causada por la recentralización de los servicios impulsada desde la administración pública en las últimas décadas. Los comercios se encuentran en grandes zonas comerciales en las afueras de los pueblos, mientras van cerrando las oficinas de correos, las líneas de tren -desde 1945 se han suprimido más de 10.000 km de vías- o los centros de salud. Tal y como explica el demógrafo Hervé Le Bras: «hay un malestar que está relacionado con la desaparición de los servicios públicos que va mucho más allá de la subida del precio de la gasolina, un sentimiento de aislamiento y de no sentirse escuchado. Es éste el que podríamos identificar como el mínimo denominador común que tienen las personas que han tomado partido en el movimiento de los Chalecos Amarillos, lo que implica una importante variedad de opiniones políticas. «

 

“¡Ya basta!”

Efectivamente, definir políticamente al movimiento de los Chalecos Amarillos resulta relativamente complejo, ya que se ha constituido de forma espontánea, al margen de cualquier partido político, sindicato o asociación. Para la socióloga Monique Pinçon-Charlot, se trata de un movimiento que «se ha construido sobre una base de clase social, las clases más empobrecidas por las progresivas reformas neoliberales durante estos últimos 30 años. El chaleco amarillo les permite identificarse como trabajadores precarios, personas con pocos medios que hemos abandonado sobre una carretera. Con el chaleco amarillo, esta clase invisibilizada se hace visible «, explicaba a la cadena Konbini News. Este empoderamiento se ha hecho en un primer momento de manera muy visceral. Durante la manifestación del 8 de diciembre, testigos cuentan que se apuntaron a la llamada del 17 de noviembre debido a un sentimiento de injusticia, de rechazo, de «hasta aquí hemos llegado». De hecho, uno de los principales eslóganes de los encuentros y manifestaciones es un sencillo «y’en a marre» – ya basta -.

Muchas personas se están movilizando por primera vez, como Paul, un joven comerciante de neveras que ha venido solo a la plaza de la Bastilla: «hacía tiempo que tenía en mí un sentimiento de injusticia pero antes nunca había salido a la calle para protestar. Para mí no servía de nada. Pero al final me he cansado de ser pasivo y desde que vengo a las movilizaciones siento que estoy haciendo algo «. Vincent lo tiene muy claro: «a mí no me importaría esforzarme para pagar más tasas si veo que realmente están sirviendo para mantener a nuestros hospitales, nuestras escuelas … pero cuando ves que el gobierno ha suprimido el Impuesto sobre la fortuna – tasas para la población más rica, conocidas por el acrónimo ISF -, un Senado que no nos sirve de nada, los sueldos vitalicios de los parlamentarios … es que no tiene ninguna lógica que después nos pidan a nosotros, los pequeños trabajadores, que nos esforzamos más. Es totalmente injusto «. Hay una mezcla de sentimiento de injusticia social y de indignación, pero también de desesperación: «yo hoy he venido porque no sé cómo salir adelante, trabajo cada día y no llego nunca a finales de mes. Y ahora el Gobierno está diciendo que subirá la tasa del carburante … si yo ya me estoy ahogando con las tasas actuales! «, explica Christelle. Tanto su nombre como el de todas las personas que participan en las protestas y aparecen en este artículo han sido modificados por razones de confidencialidad fruto del temor a la represión que el Estado ha lanzado contra las movilizaciones.

A pesar de esta heterogeneidad, el movimiento ha ido articulando una serie de reivindicaciones políticas que van en el sentido de una política social de izquierdas. Buscan principalmente una mayor repartición de la riqueza: bajar las tasas, aumentar el salario mínimo a 1.300 euros, renacionalizar las compañías de gas y electricidad, restablecer el ISF, abolir los privilegios de los parlamentarios o acabar de manera efectiva con la evasión fiscal. Asimismo, también reivindican más calidad democrática, con la aplicación de medidas como los referendos de iniciativa popular, el reconocimiento del voto en blanco o una mayor transparencia judicial. El pasado jueves 29 de noviembre, se hacía una llamada multitudinaria para una «convergencia de las luchas» en la plaza de la República, con antiguos militantes del movimiento Nuit Debout, plataformas antifascistas, ecologistas y otros colectivos en lucha como, por ejemplo , las trabajadoras de correos -en huelga desde hace más de medio año- o trabajadoras del sector ferroviario. Se sumaron diputados de la France Insoumise y sindicatos. Al final del encuentro, todos los presentes anunciaban que se sumaban al movimiento de las Chalecos Amarillas.

 

Una política del miedo

Si el movimiento ha tenido un fuerte impacto desde el principio, la jornada del pasado 1 de diciembre fue totalmente inédita en la capital francesa. En pleno centro económico de París, cerca de los Campos-Elíseos, la plaza de la Ópera y el Louvre, estallaron una serie de disturbios que dejaron vitrinas destrozadas y saqueos de tiendas, coches incendiados e incluso edificios quemados, mayoritariamente bancos. Según un balance de la Cámara de Comercio y de Industria, más de 200 empresas sufrieron degradaciones materiales y la alcaldesa de París, Anne Hidalgo, cifró entre 3 y 4 millones de euros las pérdidas en mobiliario urbano. «De esta manera se ha atacado directamente al poder. No han ido entre Nación y Bastilla, un recorrido que pasa por barrios más populares, sino que estaban en los Campos-Elíseos. Justo al lado del Elíseo. Normalmente son los dominantes que imponen una violencia simbólica pero en este caso la violencia simbólica se ha invertido en contra de la figura de Macron «, explica Pinçon-Charlot.

Ante este giro simbólico, el gobierno anunció la suspensión de las tasas sobre el carburante y la congelación de los precios de la electricidad y del gas durante 6 meses. Un gesto que no satisfizo en absoluto la amplia mayoría del movimiento de las Chalecos Amarillas. Durante los días previos a la manifestación del 8 de diciembre, los editoriales de los principales medios de comunicación aludían a una situación «de anarquía» y de «guerrilla urbana», pidiendo que se suspendiera la movilización anunciando que podrían haber «víctimas mortales». «Todo se articula en torno a la directiva del retorno al orden y a la autoridad. Están generando un clima de miedo que acredita el punto de vista policial y legitima la violencia de Estado «, analizaba Pauline Perrenot en el observatorio crítico de los medios, Acrimed.

Y es que el 8 de diciembre, 34 estaciones de metro fueron clausuradas. Todos los edificios ubicados en un perímetro de 2 kilómetros en pleno centro de París y en las zonas cerca de République y Bastille estaban cerrados -edificios públicos, museos, comercios, cafés, etc… – creando un clima de apocalipsis. Además, el ministro del Interior cambió de estrategia llevando a cabo «medidas preventivas para limitar los incidentes». Esto conllevó cerca de 2.000 personas identificadas previamente y durante las movilizaciones por las fuerzas y cuerpos de seguridad, de las cuales 1.082 en París. De todas ellas, 1.700 fueron detenidas provisionalmente, según la Fiscalía de París. Y es que, con un despliegue de 89.000 policías -8.000 en la capital- se establecieron controles en las estaciones, peajes de autopistas y al Periférico, la importante arteria que rodea París. «Si veían que tenías gotas hidratantes, máscaras o gafas para protegerte de los gases lacrimógenos y de posibles cargas policiales, te llevaban con ellos enseguida», explica Adrien.

Desde el pasado 1 de diciembre, Macron no había hecho ninguna declaración respecto a la dirección que tomaría el gobierno respecto a las reivindicaciones de las Chalecos Amarillas. Sin embargo, el lunes 10 de diciembre compareció para anunciar una subida de 100 € del salario mínimo, una bajada de los impuestos a las pensiones de menos de 2000 € y una recuperación de las horas extras sin impuestos declarando que Francia está en situación de «urgencia social «. Estas declaraciones han sido consideradas insuficientes para la mayoría de las personas implicadas en el movimiento, por lo que una nueva jornada de manifestaciones se organizó para este 15 de diciembre.

 

Macron, puesto a prueba

Desde el inicio del movimiento de los Chalecos Amarillos, la popularidad de Emmanuel Macron no ha dejado de caer, pasando de un 23% de opiniones favorables a un 18% en dos semanas, según un sondeo de YouGov. Y es que hay que recordar que, contabilizando el conjunto de las cifras electorales -abstenciones, votos en nulo, votos en blanco- Macron apenas consiguió un 17% de los apoyos en la primera vuelta de las presidenciales y un 39,79% en la segunda , cuando se enfrentó a Marine Lepen. De este modo, para una amplia mayoría de franceses, Macron es un presidente por defecto que les ha permitido evitar que la líder del partido de extrema derecha “Frente Nacional” llegue al gobierno. Por otra parte, aunque se presentó como un candidato liberal-social, en ningún momento ha demostrado implementar políticas sociales, lo que ha desencantado buena parte de su electorado.

Efectivamente, en tan sólo un año y medio, el gobierno de Macron ya ha llevado a cabo numerosas reformas neoliberales alineadas con las directivas europeas, acelerando de manera inédita el proceso de debilitamiento de los servicios públicos y de precarización de la sociedad: reforma del Código del trabajo, recortes del sector público, privatización del sector ferroviario, ley de extranjería, selectividad arbitraria a la entrada de las universidades y subida de los precios para los estudiantes extraeuropeos, entre otros. Una serie de reformas que ha acentuado las desigualdades sociales, en aumento desde finales de los años 90 y de manera más importante desde los inicios de la crisis económica del año 2008. Según el Observatorio de las Desigualdades, el número de personas consideradas «pobres», es decir, aquellas que ganan menos de un 60% de la renta media en el Estado francés, ha aumentado en 1,2 millones entre 2004 y 2014.

Por otra parte, uno de los catalizadores ha sido que Macron es considerado por buena parte de la población francesa como un presidente arrogante, elemento que explica en parte una reacción tan visceral, nunca antes vista. Y es que muchas de sus declaraciones han hecho polémica. Por ejemplo, a principios de su mandato, comentando unas obras en una estación de tren: «las estaciones son lugares donde te puedes cruzar las personas que han triunfado y las personas que son nada». Haciendo referencia a los militantes en contra de la Reforma laboral, «no me impresionan con sus camisetas, la mejor manera de pagarse un esmoquin es trabajar». Este verano, respondía a un hombre sin trabajo que se quejaba de su situación, «pero si hay trabajo en todas partes, yo si cruzo la calle, os encuentro trabajo de inmediato». Estas declaraciones del todo desafortunadas han propiciado la sensación generalizada de tener un presidente totalmente desconectado de la realidad social de su país y de las necesidades sus ciudadanos. Y mientras Macron sigue en su torre de marfil, en las calles grafiteados de París una frase resuena en cada esquina: «Quien siembra la miseria recoge la rabia».

Artículo originalmente publicado en La Directa

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