En 1943, Tamiye Ozaki (embarazada, sin hablar una palabra de inglés y con un niño pequeño a cuestas) viajó desde América Latina hasta el sur de Texas. Tomó trenes y barcos para reunirse con su marido, un empresario al que había visto por última vez cuando las autoridades peruanas le entregaron al ejército de Estados Unidos en mitad de la noche. Los Ozaki fueron una de las numerosas familias perseguidas debido a su origen japonés.
Estados Unidos y Japón estaban en guerra y se encontraban muy lejos de su hogar y de la empresa de revestimiento de suelos de su marido; la familia perdió ambos cuando fueron obligados a abandonar el país. El viaje de Tamiye Ozaki acabó en lo que antes había sido un asentamiento de agricultores migrantes y donde ahora Motoichi Ozaki, que llevaba viviendo en Perú desde 1936, estaba retenido. Su bebé nació prematuramente y murió poco después en el Centro de Internamiento de Extranjeros de Crystal City, gestionado por las autoridades migratorias de Estados Unidos.
Como todos saben, después de que Japón atacara Pearl Harbor en diciembre de 1941, el gobierno de EEUU internó en campos a alrededor de 120.000 estadounidenses de ascendencia japonesa y ciudadanos japoneses que residían en el país. Les obligaron a abandonar sus hogares en la Costa Oeste de Estados Unidos, principalmente, reteniéndolos –sin presentar cargos en su contra y sin juicio– en campos de barracones ubicados en Heart Mountain (Wyoming), Manzanar (en el desierto de California) y en otros ocho centros más.
Sin embargo, esta injusticia también se extendió hasta América Latina, en lo que el gobierno estadounidense ya ha reconocido como una política injustificada y racista.
Joe Ozaki es el niño pequeño que llegó con su madre a Crystal City. Obtuvo el título de médico del Ejército de EEUU, se jubiló como coronel y además trabajó como cirujano ortopédico en el ámbito civil. En una entrevista con nuestro medio señala que “incluso los estadounidenses de origen japonés [detenidos durante la guerra] no tenían ni idea, a menos que les hubiera tocado el centro de Crystal City”. Los japoneses empezaron a emigrar a América Latina en el siglo XIX en busca de oportunidades. Algunos fueron a Perú, Brasil y otros países de Sudamérica, ya que al norte las leyes racistas (que no se enmendaron hasta 1965) les prohibían establecerse en Estados Unidos.
Más de 2.000 latinoamericanos de origen japonés fueron trasladados a Estados Unidos para internarles durante la Segunda Guerra Mundial; la mayoría procedían de Perú. La abogada Peggy Nagae, con sede en Oregón, ha representado a estadounidenses de origen japonés en juicios que muestran paralelismos con los actuales debates sobre la inmigración, el racismo y los límites del poder de EEUU.
Nagae cree que la cifra relativamente reducida de latinoamericanos de origen japonés detenidos quizá sea una de las razones por las que el mundo no sepa mucho acerca del tema. En un principio, las peticiones de indemnización las realizaban ciudadanos estadounidenses como su padre, que fue uno de los estadounidenses de origen japonés detenidos. Actualmente, Nagae se ha unido a Joe Ozaki y otros afectados para intentar que salga a la luz lo que hizo el gobierno de EEUU más allá de sus fronteras en colaboración con las autoridades de países latinoamericanos.
Nagae, que es directora de operaciones de una consultora llamada White Men As Full Diversity Partners, explicó a Equal Times que es fundamental que todos los estadounidenses entiendan que “lo que hacemos a los más vulnerables y cómo tratamos a los marginados refleja el grado de humanidad de nuestro país”.
Una “larga y horrible” historia de hostilidad hacia los asiáticos
En 1980, el Congreso de los Estados Unidos creó una comisión nacional para analizar qué ocurrió después de que el presidente Franklin Roosevelt dictara la orden de febrero de 1942 que declaró la Costa Oeste como zona de exclusión para cualquier persona de ascendencia japonesa. En su informe de 1983, titulado Justicia personal denegada, la comisión reveló que se había ignorado a los responsables de los servicios de inteligencia cuando declararon que se podía garantizar la seguridad del país vigilando cuidadosamente a los individuos sospechosos, sin aplicar acciones en masa contra una clase de personas.
Asimismo, la comisión hizo hincapié en que no se internó a las personas de origen alemán o italiano y que las acciones contra las personas que tenían raíces japonesas fueron la consecuencia de una “larga y horrible” historia de hostilidad y legislación contra los asiáticos.
Según concluyó el informe, la idea de que “la etnia determina en última instancia la lealtad contraviene una premisa básica sobre la que se construyó esta nación americana formada por inmigrantes”.
En 1988, el presidente Ronald Reagan aprobó una ley que autorizaba el pago de indemnizaciones de 20.000 USD a cada uno de los ciudadanos estadounidenses o extranjeros con residencia permanente en EEUU que se hubieran visto afectados y siguieran vivos; dichas categorías no incluían a la mayor parte de los detenidos latinoamericanos de ascendencia japonesa. Años más tarde, como resultado de una demanda civil, se autorizaron pagos de 5.000 USD a los supervivientes de las deportaciones y detenciones en América Latina. La demora y la diferencia en los pagos todavía constituyen un problema para muchos.
La activista Grace Shimizu explicó a este medio que lo que le sucedió a su padre Susumu y a muchos otros a los que deportaron desde Perú constituye un delito de “crímenes de guerra y de lesa humanidad”. Según declaró, equipararles con los estadounidenses de ascendencia japonesa constituiría un paso importante en el camino hacia la compensación, al igual que los esfuerzos por educar a más estadounidenses sobre lo que ocurrió.
Shimizu es californiana y en 1991 fundó un archivo histórico oral para preservar historias como la de su padre. Además, trabajó con cineastas en un documental corto como parte de un proyecto de educación comunitaria con el objetivo parcial de garantizar que los abusos no se repitan. “¿Por qué después de todo el tiempo que ha pasado las historias siguen siendo tan escasas?”, se pregunta Shimizu. “Ya es hora de ampliarlas. Antes de que toda esta gente muera”.
Consecuencias humanas
El profesor de Derecho Robert Chang, director ejecutivo del Centro Fred T. Korematsu por la Ley y la Igualdad de la Universidad de Seattle, aseguró que es muy poco probable que en la actualidad se vuelvan a dar detenciones extraterritoriales en masa. Sin embargo, Chang encuentra paralelismos entre los “vulgares estereotipos” de la época de la Segunda Guerra Mundial y, por ejemplo, el Sistema de Seguridad Nacional de Registro de Entradas y Salidas aprobado tras los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001.
Debido a este sistema, al que se opusieron los defensores de las libertades civiles, se sometió a personas de dos docenas de países predominantemente musulmanes a controles adicionales al llegar a Estados Unidos y les obligaron a registrarse en oficinas designadas para tal fin al abandonar el país. Este sistema se revocó en 2011.
El Centro Korematsu se ha unido a grupos de estadounidenses de ascendencia latina, africana y asiática, entre otros, para impugnar jurídicamente los intentos de la administración de Trump de vetar la entrada de musulmanes a Estados Unidos por motivos de seguridad, bloqueados ya por varios jueces federales. Además de tener que sortear las prohibiciones de viaje, los visitantes de dichos países temen los retrasos debido a los controles adicionales a los que les someten los agentes de fronteras, la humillación de ser señalados y otros problemas relacionados con “viajar siendo musulmán”.
La reforma del sistema estadounidense de migración, aprobada en 1965 en una época de grandes avances en la protección de los derechos civiles en Estados Unidos, eliminó tanto las normas de ciudadanía basadas en parámetros racistas que databan de la fundación del país, como las cuotas de las cifras de inmigrantes procedentes de determinados países.
Sin embargo, [Ndlr.: lo que en EEUU consideran como] raza, la etnia y la nacionalidad todavía constituyen una parte fundamental del debate sobre la inmigración en Estados Unidos. Hoy en día, a los latinoamericanos que, a diferencia de los latinoamericanos de ascendencia japonesa, sí eligieron trasladarse a Estados Unidos se les está denigrando por acceder al país sin documentos legales. “Estamos intentando recordar a los tribunales que es importante prestar atención a la historia y mostrar escepticismo cuando el Gobierno dice: ‘Confíad en nosotros’”, advierte Chang.
El think-tank donde trabaja Chang ostenta el nombre de un estadounidense de ascendencia japonesa que cuestionó jurídicamente lo que estaba sucediendo en la Segunda Guerra Mundial. Su caso fue uno de los pocos que consiguieron ascender al Tribunal Supremo de Estados Unidos.
En 1944, dicho tribunal declaró que la detención de estadounidenses de ascendencia japonesa constituía una necesidad militar. Décadas más tarde se descubrió que el gobierno ocultó al tribunal las conclusiones de los servicios de inteligencia que aseguraban que tan solo un pequeño porcentaje de estadounidenses de ascendencia japonesa se consideraban un riesgo para la seguridad nacional y que, entre elllos, las personas que representaban un mayor peligro ya estaban neutralizadas.
William J. Aceves, profesor de Derecho de la California Western School of Law, investigó el caso de los latinoamericanos de ascendencia japonesa para proponer modos mediante los cuales Estados Unidos puede reparar el daño provocado a personas inocentes que fueron detenidas, amenazadas e incluso torturadas fuera de EEUU por esta nación o por otros gobiernos que, al parecer, actuaron en nombre de la administración estadounidense debido a la actual ’guerra contra el terrorismo’.
Aceves, que no conoce ningún caso en el que este tipo de víctimas hayan obtenido una compensación, explicó a Equal Times que una lección a extraer de la historia de los latinoamericanos de ascendencia japonesa es que “la justicia puede tardar tiempo. No es un esprint”.
Una vida nueva
Los Ozaki, cuya familia había aumentado con el nacimiento de dos hijas en Crystal City, finalmente pudieron contactar con unos parientes lejanos en Colorado que eran estadounidenses de ascendencia japonesa. Gracias a dichos parientes, los Ozaki pudieron salir del campo en 1946. “En Perú había triunfado en la vida”, nos cuenta Joe Ozaki de su padre. “Hay una fotografía que recuerdo donde aparece él en Perú. Estaba de pie delante de un gran Chrysler negro, vestido con un traje de chaqueta y gafas de sol”.
En Colorado, Motoichi Ozaki empezó trabajando como jornalero para un distribuidor de huevos. También lavaba platos en un hotel de Denver. Gracias a cinco años ahorrando en sus tres trabajos, el señor Ozaki pudo comprar una pequeña tienda de comestibles que su esposa le ayudó a gestionar. Además de la tienda, montó un negocio de jardinería. Nunca alcanzó el nivel de vida que había logrado levantar en Perú.
Joe Ozaki asegura que aprendió de su padre a trabajar duro y a no quejarse. Se licenció en 1960 como el mejor alumno de su instituto de Denver. Obtuvo una beca para estudiar en la Universidad de Columbia en Nueva York que ascendía al doble de los ingresos anuales de toda su familia. Motoichi y Tamiye Ozaki tuvieron un hijo y una hija más en Denver. Como nacieron en Estados Unidos (en Crystal City), los hermanos de Joe Ozaki obtuvieron directamente la nacionalidad estadounidense, pero tanto él como sus padres tan solo la consiguieron a finales de la década de 1950.
Joe Ozaki afirma que no tiene recuerdos de Crystal City. Nunca oyó a sus padres hablar del campo. Su madre falleció en 1991 y su padre en 2002. La archivera Shimizu ha observado la misma reticencia en su propia familia.
Entiende la necesidad de los supervivientes de proteger a sus hijos del resentimiento y a ellos mismos de revivir el trauma. Sin embargo, opina que es importante que los que han sufrido los abusos del gobierno “sean capaces de dar voz a lo que sucedió. Expresar con palabras su experiencia forma parte del proceso de sanación. O puede hacerlo”.
Una de las hermanas de Joe Ozaki entrevistó a su padre en la década de 1990. Joe pudo acceder al registro de los recuerdos de su padre elaborado por su hermana cuando, tras visitar Manzanar casualmente en un viaje a California hace unos años, se despertó su interés.
Así empezó a investigar este capítulo de su propia vida y del registro mundial de violaciones de los derechos humanos. Da charlas en grupos comunitarios sobre esta historia. “Creo que el motivo principal por el que cuento mi historia es que la gente debe saber que la libertad puede verse en peligro en cualquier momento”, advierte.