Hace 10 años, el 16 de diciembre de 2010, Marisela Escobedo se manifestaba a las afueras del Palacio de Gobierno de la ciudad de Chihuahua, México, para exigir justicia por el feminicidio de su hija Rubí. Llevaba varios días plantada frente a la sede del gobierno local. No se movería de ahí hasta que el asesino de su hija estuviera en prisión. Esa noche, un hombre se bajó de un auto, caminó hacia ella y la mató de un disparo a la cabeza.
Escobedo fue una enfermera que tuvo que convertirse en activista e investigadora. Encontró al asesino de su hija pero las autoridades lo dejaron libre. Las desafió, enfrentó a grupos criminales, marchó desnuda solo cubierta con la foto de su hija para ser escuchada, recorrió el país y nada la detuvo hasta el día en que la asesinaron. Hasta hoy, el Estado mexicano no ha ofrecido a la familia de Escobedo —que vive en el exilio— justicia, reparación de daños o disculpas. Pero su caso ya está en manos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y tiene una última oportunidad.
El legado de Marisela nos acompaña hasta hoy. Ella representa la lucha de las madres mexicanas, en un país donde cada día 10 mujeres son asesinadas. Es una inspiración para miles de mujeres que han levantado sus puños y su voz para manifestar su hartazgo. La admiración que sentimos por ella es el resultado del documental Las Tres Muertes de Marisela Escobedo producido por VICE y Scopio, y que se estrenó en Netflix.
Aquí queremos narrar el proceso que vivimos realizando este trabajo periodístico.
Una nueva mirada feminista
Por Karla Casillas
“La vida no vuelve a ser la misma después de ver el documental Las tres muertes de Marisela Escobedo”, tuiteó Fernanda, una adolescente que suele retuitear alertas de jóvenes y niñas desaparecidas en México. Y sí, ni la vida ni la forma en que ves cada detalle que afecta a las mujeres vuelven a ser las mismas. Mi mirada dio un paso agigantado después de haber sido parte del engranaje que ayudó a investigar y contar la historia de Rubí y Marisela.
“Acabo de terminar Las tres muertes de Marisela Escobedo y no puedo con la impotencia y desesperación que te deja. Váyanse a la verga defendiendo sus monumentos y diciendo que ‘esas no son formas’”, escribió otra joven en Twitter.
El documental se estrenó el 14 de octubre del 2020. Nunca lo voy a olvidar. Fue entregar al escrutinio de la gente algo que había sentido muy mío. Algo por lo que sentía un apego especial. Tenía miedo sobre cómo iba a ser juzgado. Investigar esa historia me había roto en cachitos, que a lo largo del año posterior fui pegando poco a poco. Pero esa historia no era mía. Tampoco de Carlos, el director; ni de Laura, la productora; ni de Alex, mi compañero en la investigación; ni de Cami, ni de Sara, ni de Ivonne, ni de las decenas de personas que participamos en el documental. A este equipo nos tocó contarla para que toda la gente que la viera la hiciera suya.
“(Tras) Haber visto #MariselaEscobedo me dieron ganas de marchar con las feministas” escribió el 1 de diciembre Breni en Twitter.
El 8 de marzo —poco antes de la que pandemia por COVID-19 nos alcanzara en México—, cuando fui a la histórica marcha en contra de la violencia contra las mujeres, en una Ciudad de México pintada de violeta, Rubí y Marisela ya formaban parte de mí. Grité con todas mis fuerzas y levanté el puño con mi pulsera de trapo verde con un coraje que nunca antes había sentido en una protesta masiva. Mi madre, a mi lado, veía con asombro y cierto temor cómo grupos de mujeres vestidas de negro, algunas embozadas, martillaban vallas de metal, rompían vidrios, gritaban consignas, hacían pintas, e iban destruyendo mobiliario en su camino. Pero la rabia estaba, y está, justificada.
Habían pasado ocho meses desde que arrancó el Proyecto Luz, nombre clave con el que el equipo bautizó un documental que nadie sabía aún cómo se llamaría. En la marcha, en la que unas 80,000 mujeres caminamos juntas, se escuchaba de fondo la recién estrenada “Canción sin miedo”. Y las mujeres del Proyecto Luz que estábamos ahí participando, viviendo y filmando, tampoco imaginábamos que esa canción —hoy convertida en un himno contra los feminicidios— sería el cierre del documental que se estrenaría siete meses más adelante. En total, fueron un año y tres meses de trabajo.
Investigar la historia de Rubí y Marisela tuvo implicaciones emocionales brutales en nuestras vidas. Cada uno a su manera las sorteó como pudo, a veces en soledad, a veces colectivamente.
Cuando nos preguntan sobre el impacto que tuvo este trabajo en nuestras vidas, cada quien cuenta un poco de lo que vivimos. Me parece una pregunta importante y pertinente. De hecho, celebro que casi siempre la hagan, porque es un tema tabú, que en las redacciones de medios casi nunca se toca, por miedo o por vergüenza. Se asume que los reporteros no sienten, que son como el hombre de hojalata del Mago de Oz. Y de las reporteras, en cambio, dicen que somos muy sentimentales y que es mejor no mandarnos a coberturas fuertes.
Nosotres hablábamos mucho, en una especie de ejercicio catártico, casi sin proponérnoslo. Nos contábamos, por ejemplo, cuando soñábamos con Marisela o con la línea de tiempo que estábamos construyendo en las paredes encorchadas de la oficina donde trabajábamos. O en mi caso, cuando mi mente hacía que viera a Marisela en el rostro de cualquier mujer con rasgos parecidos a los de ella, ya fuera caminando o en el transporte público.
Hoy me doy cuenta que la línea de tiempo que colocamos en corchos, salpicada de más de 340 tarjetas bibliográficas de colores, y que describía cada hecho de la historia que estábamos reconstruyendo, no era más que una metáfora de nuestras emociones. Imprimimos el dibujo de una bomba con la mecha encendida para señalar los momentos en que la indignación nos rebasaba. Y hubo veces en las que en juntas, mientras exponíamos esa línea de tiempo, notábamos una mezcla de incredulidad y enojo en nuestras colegas. Pero también en esa línea de tiempo los rostros de Rubí, de Marisela y de Juan Manuel —su hermano e hijo— estaban ahí para recordarnos nuestro compromiso por contar su historia con sensibilidad, respeto y sin revictimización.
A veces, mientras pasábamos horas viendo y escuchando el juicio oral del asesino de Rubí, o revisando documentos, era inevitable que las emociones saltaran. ¿Cómo no sentir dolor ante un testimonio tan duro como el de Marisela? ¿Cómo no empatizar con su tono de voz y su infinita terquedad en la exigencia de justicia? ¿Cómo no sentir que la sangre te hierve cuando ves fotografías, que nunca habrías querido ver, de los cuerpos violentados de una hija y una madre que ya sientes familiares? ¿Cómo no sentir una rabia incontenible cuando te das cuenta que los funcionarios de la Fiscalía General de Chihuahua maltrataron, humillaron, e incluso culparon a Marisela del feminicidio de su hija? ¿Por qué a nadie le importó detener a un hombre que confesó que mató, quemó y tiró en un lugar de desperdicios de animales a su pareja de 16 años? ¿Cómo no enojarse con los policías que, de haber puesto el mínimo de dedicación a su trabajo, hubiesen evitado una tragedia familiar que acabó con ocho asesinatos más? ¿Cómo no sentir una indignación tremenda cuando descubres que las autoridades son capaces de fabricar lo que sea para que todo encaje en su burda historia de culpables? ¿Cómo no sentir que no puedes más de dolor cuando ves a Juan Manuel pedir un aplauso para su mamá, que está en un ataúd? ¿Cómo no despertar una madrugada cualquiera con el corazón tan sobresaltado que acabas en un hospital? Y, a partir de ello, aceptar que esta historia fue la gota que derramó tu vaso. Que te enseñó a entender y a encajar los ataques de pánico que sufriste, y que finalmente te ayudó a ser lo que eres hoy.
Y después de todo, cómo no sentir una especie de regalo cuando lees el tuit de un joven oaxaqueño llamado Marco Nieto que escribe: “Para quienes no pueden entender por qué las mujeres están rompiendo todo, pintando hemiciclos, gritando fuerte… que nunca una madre tenga que ser asesinada por pedir justicia #MariselaEscobedo #RubiFraire”.
Palabras como esas me dan la certeza de que la mirada feminista en Las tres muertes de Marisela Escobedo está ahí. Una mirada construida, en gran parte, por las mujeres del proyecto. Una mirada que a golpe de observar, reflexionar y discutir, fuimos afinando. Decidir, por ejemplo, que no se colara por ningún lado el argumento machista, equivocado y grosero de que quien mató a Rubí lo hizo “porque estaba con otro bato (hombre)”. Evitar, a toda costa, que Marisela pareciera culpable de algo de lo que solo es culpable la estructura patriarcal.
Durante un tiempo dudé si el asesinato de Marisela era un feminicidio. Pero hoy tengo la certeza de que sí lo fue, porque su activismo en contra de la violencia feminicida no se puede desligar de su asesinato. Su cuerpo expuesto, violentado y sangrante, enfrente del Palacio de Gobierno de Chihuahua, fue una brutal amenaza del machismo: “Mujer, no te atrevas a tomar las plazas. No te atrevas a tomar las calles, ni las carreteras. Tampoco los medios. Menos te atrevas a exigir justicia, a alzar la voz, a gritarle en la cara al poder, a avergonzar a tu aparato de ‘justicia’. No te atrevas a enfrentar a los criminales”.
Pienso que reclasificar el asesinato de Marisela como un feminicidio, aprovechando que la Corte Interamericana de Derechos Humanos tiene el caso en sus manos, es importante y es político. Porque al haber omisión, negligencia y colusión por parte de las autoridades, el Estado es claramente parte de la violencia feminicida. A Marisela la mataron por ser la mujer que fue. Y la mató el machismo estructural, político y criminal.
Gracias a este proyecto hoy, a veces, me miro a mí misma en el pasado y me recuerdo con una mezcla de lástima e indulgencia; sobre todo cuando no hace mucho —quizá unos seis años— todavía me ufanaba de nunca haber sufrido violencia machista alguna. Gracias a este proceso logré desbloquear el recuerdo de la niña de cinco años que fui, cuya mente no supo entender qué sucedía cuando un señor se frotaba con lascivia en ese uniforme de kínder en el rellano de su edificio, y que fue salvada por Doña Esther, la portera.
“Ayer en la noche vi el documental sobre #MariselaEscobedo… lloraba de miedo, o mejor dicho de terror, que me provoca saber que a ese mundo saldrá mi hija, y que no podré estar a su lado para protegerla siempre… seguí llorando enfrente de su cuna, hasta que me venció el sueño…”, escribió The Queen of Bumptiousness, una joven y hermosa “mamá gallina, norteña hasta el tope, ranchera en tacones y del meritito Chihuahua”.
Lo que Marisela no pudo decir
Por Carlos Pérez Osorio
En la casa de Marisela Escobedo, en Ciudad Juárez, Chihuahua, nada se ha movido desde hace 10 años, cuando toda la familia tuvo que salir huyendo hacia Estados Unidos a pedir refugio. Un recibo de luz colgado de la puerta anuncia una deuda de miles de pesos, la humedad ha hecho estragos en las paredes y techos, y cada habitación está llena de artículos personales: fotografías, CDs de música y mucha ropa. En el cuarto de Marisela están sus vestidos, sus zapatos y el traje que usaba cuando iba a montar cuatrimotos a las dunas de Samalayuca, en Chihuahua.
Su hijo Juan Manuel nos entregó las llaves de la casa para hacer algunas tomas. Pero la meta principal era encontrar algún registro de video que nos devolviera las memorias olvidadas de la familia. Juan Manuel me dijo que Paul, su hermano menor, había hecho muchas grabaciones en VHS. En su cuarto, muebles y pedazos de madera bloqueaban el acceso, pero después de remover todo vi en un mueble decenas de cassettes de películas, algunas de ellas sin etiquetar. Resultaron ser lo que pensaba: unas joyas que guardaban los días más felices de Marisela con su hija Rubí y sus hermanos.
Un elemento crucial para la narrativa de Las tres muertes de Marisela Escobedo fue presentar a la familia en su cotidianidad, en los momentos en los que todos nos podemos reflejar, en su vida antes de la tragedia. No sería una tarea fácil, ya que la familia completa salió huyendo unos días después del asesinato de Marisela. Las amenazas eran muchas y el asesinato de Manuel Monge, hermano de la pareja de Marisela, el 19 de diciembre, les hizo entender que un día más en Ciudad Juárez podría ser fatal. Dejaron todo lo que tenían y conocían, y cruzaron la frontera para pedir asilo político.
La historia de la familia se cuenta en tres actos en el documental. Parece una estructura simple, cronológica: un recuento de los hechos que, por sí mismos, llevan de la mano a la audiencia, pero había muchas decisiones que hacer. La historia de Marisela es muy compleja y no cabe en un documental de poco menos de dos horas. Así que nos dimos a la tarea de juntar exhaustivamente todas las piezas para poder tomar las decisiones correctas. El primer reto fue entender que la narrativa sobre el feminicidio en México, contado de miles de formas distintas en la última década, tenía que adoptar una forma diferente, que no incurriera en la revictimización y que resultara en una historia inspiradora en la cual una mujer rechazó ser solo una víctima y se adueñó de su destino.
En este camino Juan Manuel, su primer hijo, fue una pieza fundamental: amigo, cómplice y aliado. Él fue el primero en darnos su permiso para contar la historia, en 2016. Cuatro años después, cuando él y yo a solas terminamos de ver la película sobre su madre, ambos llorando, me dijo: “Si algo le faltó decir a mi mamá, lo dijo con este documental”.
Entré a esta historia a principios de 2015, cuando comencé mi relación con el Centro de Derechos Humanos de las Mujeres en Chihuahua (CEDEHM). Por diferentes proyectos conocí decenas de historias de madres buscando justicia para sus hijas. Las vi en camiones viajando por horas, en largas caminatas bajo el sol, en protestas. Comí en sus mesas y pasé una Navidad con una familia. Después de ver tan cerca el dolor que provocan la desaparición forzada y el feminicidio, de escuchar relatos desgarradores, entendí la tremenda urgencia de contar estas historias desde un ángulo distinto.
Una de las historias más emblemáticas de la lucha contra el feminicidio en Ciudad Juárez es la de Marisela. Si bien en Chihuahua existen muchos casos de mujeres inspiradoras que lucharon contra la impunidad e inoperancia del Estado, el de ella también era el más cercano a mí. Mucha gente a mi alrededor conoció a Marisela y Ruth Fierro, amiga mía y representante legal de la familia Escobedo, me contó todo lo que estudió del expediente judicial y me motivó a hacer el documental.
En la casa de Alma y Gabino Gómez, activistas y defensores de derechos humanos del CEDEHM, vi por primera vez el video de la ejecución de Marisela. No soy ajeno a temas de violencia, forman parte de mi trabajo, pero jamás había visto algo así. La imagen se me encajó en la cabeza y al día siguiente me levanté convencido de que quería hacer este documental. Pero, ¿por dónde carajos se empieza algo así?
Lo primero era acudir con la familia. Sabía que la historia no se podía contar sin ellos, así que por medio de Gabino localicé a Juan Manuel. Volé a Estados Unidos para obtener el permiso de la familia de contar la historia de su madre y hermana. Mucha gente los había buscado para entrevistas, pero habían decidido no hablar más del asunto con los medios. Hablar de ello significaba revivirlo, darle otra vuelta al infierno. Yo desde el inicio pensé en esta historia como una especie de tributo.
Juan nos autorizó el acceso a los expedientes judiciales, y a sus diarios personales y los de su madre, en donde habían escrito meticulosamente cada paso que daban durante su propia investigación. En estos diarios encontramos algunas de las piezas más importantes del rompecabezas de la historia, y ayudaron a poder grabarla en donde ocurrieron los hechos. Junto con los videos personales, las entrevistas y las audiencias grabadas, nos ayudaron a reconstruir a Marisela. Queríamos que la audiencia pudiera ponerse en su piel, sentir su dolor y gritar con ella cuando los tres jueces absuelven al asesino de su hija. Que ese grito nos sacudiera la indiferencia.
Cuando hablé con Juan Manuel para darle la noticia de que Netflix sería la plataforma de estreno, y que eso cambiaba las cosas pues significaba abrir su historia para millones de personas, me dijo: “Vamos, sin miedo”. Fue su valor el que siempre me motivó a seguir adelante.
Pero entre más avanzábamos, más nervioso me sentía. Me preguntaba por el impacto que podría tener en la familia y si les pondría de nuevo en riesgo.
A lo largo del proceso se tomaron muchas decisiones sobre cómo contar la historia, una de las más importantes fue el no profundizar en la vida del feminicida de Rubí, Sergio Rafael Barraza Bocanegra.
Nuestra investigación hizo un seguimiento de sus pasos y de sus pensamientos, por medio de cartas y canciones que escribió y que estaban en los expedientes. Todo ello nos daba pistas de quién fue su jefe en la organización criminal de Los Zetas y cómo operaba. Mediante la entrevista con su hermano, Andy Barraza, pudimos corroborar datos y entender mejor su expediente criminal. De hecho, en la preproducción seguimos su rastro por el estado de Zacatecas, el mismo que siguieron Marisela y Juan Manuel cuando investigaban su paradero. En un pueblo llamado Valparaíso encontramos a “El Toro”, un personaje que muy probablemente fue el punto de entrada de Sergio a la organización criminal, y a quien se señalaba en los diarios de Juan y Marisela como alguien que los había amenazado.
Tenemos mucha información de la historia de Sergio, que podría resultar muy atractiva para un público que está acostumbrado a ver series de asesinos seriales y narcos, pero desde el inicio teníamos claro que no íbamos a contribuir a la glorificación de un hombre que le arrebató la vida a una niña y a su madre. La historia es la de Rubí y de Marisela, y la narrativa tenía que ir de su mano y de su memoria. Sergio Barraza es un nombre que debería ser olvidado.
Otra decisión fue dejar fuera el nombre de la hija de Rubí, la nieta de Marisela. Ella ha sido la más afectada por esta tragedia y no solo se quedó sin su madre y su abuela, sino que estuvo presente en ambos asesinatos. Creemos que existe un derecho al anonimato, a que ella pueda decidir lo que define su vida. Los colegas periodistas deberían abrir una reflexión de cómo es que la cobertura de historias similares impactan la vida de sus protagonistas. Los estigmas sociales alrededor de los feminicidios son muchos.
Este documental es, también, un reconocimiento al trabajo de todos los grupos de defensorxs de derechos humanos que caminan junto a las víctimas y que nunca las dejan solas, como Ruth, Lucha, Gabino y Alma Gómez, quienes nunca flaquean en su compromiso y que representan lo más brillante de México.
Todas las personas que trabajamos en esta película esperamos que la gente pueda conmoverse e indignarse, entristecerse y maravillarse con la incansable lucha que Marisela y su familia siguen dando. Si bien es una historia trágica, llena de momentos profundamente dolorosos, confiamos en que encontrarán inspiración y el deseo de actuar, de sumarse a la exigencia de miles de madres que todos los días piden justicia por sus mujeres asesinadas en todo el país. Porque en este país hay más Mariselas que Sergios.
Las deudas del Estado
Por Alejandro Melgoza
Cuando comenzamos a revisar los documentos y videos del caso Marisela Escobedo, en el equipo de investigación intuíamos que escondían un entramado judicial de 10 años que las autoridades habían sepultado. También sabíamos que aparecerían los nombres y apellidos de los funcionarios que obstaculizaron la justicia en los feminicidios de Rubí y Marisela. Pero nunca imaginamos la magnitud de la corrupción en el sistema de justicia que encontramos.
Durante meses nos adentramos en miles de fojas, libros, diarios, registros hemerográficos y videos. En la línea de tiempo que creamos había 342 sucesos, esquemas de servidores públicos, árboles genealógicos y direcciones. Eran el reflejo de un sistema en el que ni la Policía, ni el Ministerio Público, ni los poderes Judicial y Ejecutivo estatal y federal, actuaron del lado de Marisela y su familia.
Cada uno de los documentos que leíamos tenía una historia detrás. Por ejemplo, obtener el acta oficial de desaparición de Rubí había significado para Marisela sufrir maltrato por parte de los funcionarios que la atendieron. Pensaba entonces en la desesperación que debe sentir una madre al no poder oficializar inmediatamente la búsqueda de su hija.
Esas reflexiones se fueron acumulando hasta que dejé de ver ese gran legajo de expedientes únicamente como pruebas. Entendí que a menudo en la prensa mexicana, sobre todo en la fuente judicial, los reporteros centramos nuestra tarea en una especie de automatismo que implica ver carpetas como si en ellas no hubiese personas detrás. Pero uno debe aprender que los archivos se nutren, básicamente, de datos y pruebas gracias a las miles de familias que no permiten que el Estado sepulte sus casos.
Marisela fue una de ellas. No le tenía miedo al feminicida ni a ninguna autoridad, y los retó una semana antes de ser asesinada: “No me voy a esconder. Si me van a venir a asesinar, tendrán que venir a asesinarme aquí, para vergüenza del gobierno”.
Ante sus exigencias, manifestaciones y una caravana que recorrió la mitad del país, la respuesta mezquina de los gobiernos estatal y federal fue darle la espalda. Ese desinterés y negligencia, primero con ella y luego con su familia, hizo evidente que la violencia de género no era una prioridad —y sigue sin serlo— para fiscales, gobernadores y el presidente.
Pero si a Marisela le cerraban una puerta, ella abría otras. Con ello, desnudaba y ridiculizaba al sistema. Con sus actos evidenciaba la crisis de los feminicidios sistémicos en el país.
Antes de la lucha de Marisela, ya existían casos mediáticos que habían alertado de la situación en Chihuahua. En los años 90, los casos de las —mal llamadas— “muertas de Juárez”; a inicios de los 2000, las ocho mujeres asesinadas en el caso Campo Algodonero. Tanto el caso Campo Algodonero —ya con una sentencia histórica— como el de Marisela han llegado hasta la CIDH. Con ello, una vez más, el Estado mexicano está en el banquillo internacional por su vergonzosa actuación ante las víctimas. Hoy, las cifras de impunidad a nivel nacional alcanzan 97%.
La Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) también documentó que en el caso de Marisela se violaron el acceso a la justicia, a la legalidad, a la seguridad jurídica, al trato digno, a la debida procuración de justicia y a la verdad.
Pero a pesar de esta recomendación, dirigida al entonces gobernador de Chihuahua César Duarte (2010-2016), continuó el empantanamiento del caso. Incluso, se fabricaron dos casos de supuestos responsables del crimen de Marisela, que terminaron siendo chivos expiatorios, pues no se pudo acreditar su culpabilidad con ninguna prueba científica. Ambos supuestos culpables fueron asesinados en condiciones sospechosas.
La Fiscalía de Chihuahua inventó una historia que se desmoronó en segundos. Su caso no tenía ni pies ni cabeza. Al investigarlo, entendimos que para el gobierno estatal era más fácil seguir atropellando los derechos de la familia Escobedo que garantizar justicia y reparar los daños.
Por eso es que el documental no solo pretende contar la historia de amor de una madre hacia su hija, sino la de un Estado indolente. Las tres muertes de Marisela Escobedo es un comienzo para presentar ante la opinión pública las caras y los nombres de los funcionarios responsables.
También, para señalar que no solo son los servidores públicos de ese entonces quienes han sido negligentes, sino también quienes actualmente están al frente del gobierno en Chihuahua, como el gobernador Javier Corral y su gabinete.
De la voluntad política también dependen los esclarecimientos del pasado. ¿Es tan difícil que del actual gobernador nazcan unas palabras a una década del caso? Antes de llegar a la gubernatura se había pronunciado al respecto. Pero las palabras del pasado se caen frente a la incongruencia del presente.
También se necesita que el actual gobierno federal actúe. El 3 de noviembre fue notificado por la CIDH que, en este caso, tienen tres meses para responder sobre las posibles violaciones a derechos humanos. La fecha límite es el próximo 3 de febrero. El presidente Andrés Manuel López Obrador ya instruyó, también, a la Secretaría de Gobernación a responder sobre el caso desde el 5 de noviembre. Pero el tiempo sigue corriendo y no hay avances ni declaraciones claras del gobierno estatal o federal. Solo la titular de la CNDH se ha pronunciado. Nos dijo que su equipo revisa nuevamente la recomendación para saber si se cumplió y, en caso de ser necesario, reabrirla.
Este debería ser un nuevo comienzo, una oportunidad para castigar a los culpables por acción y omisión, reparar los daños psicológicos y materiales, y ofrecer una disculpa pública con la garantía de que esto ya no le suceda a otra mujer. Porque no puede haber ninguna Rubí ni Marisela más.
Publicado originalmente en SEM México