México DF. Pareciera que todo se ha dicho sobre José Martí, escritor y libertador cubano, por mencionar dos de sus facetas más conocidas. Nacido en 1853 y muerto en 1995, entre su prolífica obra se encuentran poemas, ensayos, reportajes, crónicas, cuentos infantiles y un vasto archivo de correspondencia. También es conocido por ser una de las figuras principales en la lucha por la independencia de Cuba, una guerra en la que recibió tres balas que acabaron con su vida a los 42 años de edad.
Sin embargo, con el libro de ensayos Las martianas escrituras, el autor, profesor e investigador cubano, Osmar Sánchez Aguilera, intenta demostrar que, sobre Martí, quizá no todo está escrito.
¿Por qué el título del libro, Las martianas escrituras? En entrevista con Desinformémonos, el autor refiere que “Primero, porque de eso trata, de Martí como escritor; y segundo, por el anticipo de mi posicionamiento con respecto a ese asunto: las de Martí han funcionado en la reciente historia cubana a modo de unas sagradas escrituras, a las cuales se acude porque ahí se encuentra explicación o legitimación de casi todo, pero también por la momificación que ha supuesto esa manera de leerlo”.
El libro está comprendido por 16 ensayos “dedicados a Martí como escritor, lo que equivale a decir que de casi todo Martí, por cuanto esa faceta atravesó y sostuvo casi todas las otras dimensiones de su actividad. De manera que en él te encuentras lo mismo análisis de su actuación política, de su relación epistolar con el mexicano Manuel Mercado, del acercamiento gradual entre él y Darío, de sus obras teatrales apegadas al verso, que de las maneras en que ha sido leído en Cuba, o entre la intelectualidad mexicana, o de algunos de los usos políticos que han acompañado la pugna por el derecho a la interpretación correcta de su obra entre grupos y comunidades de lectores situados en variados puntos del espectro ideo-político a lo largo de un siglo y medio. Y, claro, también del silencio, como es previsible en un escritor gravitado por el malestar de conciencia que él asocia con su ejercicio de la escritura”.
Sánchez Aguilera lleva más de dos décadas dedicado al estudio de la obra de Martí, de sus ideas literarias y políticas, de la imagen que él quiso dar a conocer en vida, y de la que se le ha dado tras su muerte. El autor de Ismaelillo es todo un referente en la historia cubana reciente. Sus poemas infantiles enseñan a leer a los niños de la isla, el gobierno cita sus ideas para dar fuerza a acciones modernas y aquellos en contra del gobierno dan un uso similar a las frases y obras del autor, lo que lo convierte en un referente básico para entender a Cuba, ayer y hoy.
Para el autor cubano, nacido en 1961, la obra de Martí tiene relevancia en el mundo contemporáneo: “No sólo como escritor más apegado a los dominios literarios, sino también como pensador y agente más de corte político. Personalmente, no creo que se deba tanto a una capacidad de predicción, que también tuvo, como a la demora con que se ha movido esta parte del mundo que centró sus mayores esfuerzos reflexivos”.
En el marco de la presentación de Las martianas escrituras en la UAM-Iztapalapa, la autora cubano-mexicana Aralia López, se refirió a Osmar Sánchez como “el lector ideal de Martí, pues se trata de una nueva lectura o una lectura rectificadora, que analiza el placer y el erotismo en Martí, que lo entiende como pensador de la diferencia”, además, la autora calificó la obra del cubano como “literaria, pero intelectual, siempre provocando placer estético.”
A continuación, presentamos uno de los ensayos que integran Las martianas escrituras; en él se hace referencia a la recepción de Martí en su tiempo, y en el nuestro.
La recepción de Martí: otra historia de Cuba
Osmar Sánchez Aguilera
Alrededor de 1995, año del primer centenario de la muerte de José Martí, aparecieron en el ámbito hispanohablante –también en otras lenguas– estudios y reflexiones de muy diverso alcance dedicados a la actividad de esta ya simbólica figura: Pensar a José Martí, de Enrico Mario Santí; Narraciones martianas, de Iván Schulman; La poesía de José Martí y su contexto, de Carlos Javier Morales; Martí en México, de Alfonso Herrera Franyutti; Temas martianos (2da. serie), de Fina García Marruz, además de las consabidas compilaciones y actas o memorias de congresos.
Incomparablemente singular entre todos ellos, ya no en ese año o en esa década, sino en toda la historia de recepción de la obra martiana, fue un estudio aparecido en 1995 que se dedica, precisamente, a reconstruir, clasificar y sistematizar los hitos principales de esa historia: José Martí. Apóstol, poeta, revolucionario: una historia de su recepción. Tal es el título de ese libro, publicado primero en alemán (1992), y ahora vertido al dominio de la lengua materna de Martí, mediante el cual pasa a destacarse en esa historia Alemania, país que históricamente no había sobresalido por su interés en la obra martiana, pero del cual era previsible un estudio de carácter hermenéutico, emparentado con la teoría de la recepción. Documentado, serio y abarcador, este estudio se centra, no en el análisis de los textos, intertextos o acciones de otra naturaleza de Martí, sino en la historia de esos análisis y lecturas; o lo que es decir, en la reconstrucción diacrónica/sincrónica de las maneras en que los textos e imagen martianos han sido leídos e interpretados, usados y actualizados, dentro y fuera de Cuba, desde hace unos cien años.
Si bien, como se encarga de precisar ya desde el título el profesor Ottmar Ette –su autor–, esta es sólo una historia de la recepción martiana; no es menos cierto que, también entre esas otras que le preceden, la suya se singulariza por la amplitud espacio-temporal del radio de procedencia de sus materiales, por el sesgo más bien matizado que preside su revisión de las diferentes posturas hermenéuticas y políticas (o hermeneútico-políticas) entrecruzadas en la recepción martiana, por la fundamentación teórico-literaria que respalda su entramado argumentativo y por el declarado propósito de “abrir nuevas vías de acceso a la obra de Martí”. Este solo propósito, ahí cumplido, bastaría para hacerlo acreedor a todo nuestro aprecio. Para el cumplimiento de todo ello mucho adelantan sus reiteradas llamadas de atención sobre algunas de las inconsistencias metodológicas que han signado las lecturas de Martí en el lapso comprendido entre finales del siglo XIX y finales del XX. La amenidad y el sentido del humor que caracterizan el relato de esa historia no constituyen méritos menores para la tradición en que ella se inserta.
Dividida en siete capítulos correspondiente cada uno a una de las siete etapas en que su autor subdivide ese lapso (ca.1880-ca.1900, 1901-ca.1925, ca.1925-1953, 1953-ca.1958, ca.1958-1968, 1968-1980, y 1980-ca.1989), más otros dos de observaciones sobre el marco teórico-metodológico y conclusiones propositivas, esta historia de la recepción martiana no se limita a los textos escritos u orales que la atestiguan, sino que hace objeto suyo asimismo la iconografía de Martí, los filmes, los carteles y otros soportes semio-discursivos que, dedicados a representar la imagen (“vida”, “obra”) de él, han contribuido no menos a su conformación y conservación renovada.
La angustia presumible del estudioso ante la vastedad de ese tapiz interdiscursivo se despeja aquí mediante el delineamiento de modelos interpretativos o modos de lectura que habrían sostenido esa trama en toda su extensión –verdaderamente pocos si se tiene en cuenta la diversidad de intereses entreverados en esa centenaria historia. Tales modelos o modos se concretan de muy diversas maneras a través del tiempo en dependencia de las coordenadas dialógicas (contextuales) de sus diferentes momentos de empleo.
Textos sin mayor relevancia desde el punto de vista del estado actual de los estudios martianos (anecdotarios, catecismos como el de Martínez-Fortún, biografías como la de Rodríguez-Embil, etcétera), pero inexcusables en el curso de esa reconstrucción en tanto indicadores de modelos interpretativos prevalecientes en una u otra etapa suya, o sintomáticos respecto de su funcionamiento histórico vienen a revalidar, sin proponérselo directamente, la idea de que la superabundancia documental de la recepción martiana contrasta con la “monotonía interpretativa” y el “transcurrir anecdótico” de una considerable porción suya. Una idea que puede constatarse a cada paso en la historia de efectos reconstruida.
El profesor Ette, interesado no sólo en describir tales modelos interpretativos, sino también en explicar cómo y por qué se concretan, parcial o totalmente, entremezclados o no, y a veces desde posiciones que se dirían irreconciliables, en las distintas etapas, y a través de todas ellas, hace ver en ese aspecto cierto predominio de la continuidad por sobre la ruptura en su modelación de tal proceso, y aun de las comunidades por sobre las diferencias.
Así, a lo largo de su historia de la recepción martiana van a tener especial relieve algunas constantes extensibles a toda ella; entre las que destacan: I) la división de Martí en uno “político” y otro “literario”, cada uno con sus propias trayectorias de estudio dentro y fuera de Cuba; II) la subordinación del Martí “literario” al Martí “político” dentro de Cuba; III) la relación inversamente proporcional entre el “culto a Martí” (su “intangibilidad”, su “no-contradictoriedad” interna) y la observación precisa de concepciones y proyecciones de sus escritos; IV) la funcionalización de Martí (sobre todo, el “político”) desde las posiciones ideopolíticas más diversas, con la subsiguiente presencia suya como tópico legitimador en los discursos correspondientes; V) la jerarquización de ciertos textos y géneros literarios a expensas de los otros según el Martí privilegiado y la hipótesis interpretativa por demostrar en cada caso; VI) la tendencia a una visión teleológica en la lectura del legado martiano; VII) la pervivencia del modelo interpretativo hagiográfico, incluso en lecturas de orientación socialista ya desde la demarcativa proposición del comunista cubano Julio Antonio Mella en 1923.
Aunque desde el momento en que el autor de esta voluminosa historia recepcional martiana opta por ordenar su información en períodos, está teniendo ya muy en cuenta las diferencias y variaciones presentes en su transcurso, no es difícil advertir un prurito en resaltar la aparición, en cada una de esas etapas, de las referidas constantes, bajo una u otra modalidad. Desde luego, no es menos cierto que desde la perspectiva de alguien formado por el discurso político de la Revolución cubana in situ, como es mi caso, o solo informado por él (aun cuando sea de lejos), como es el caso del profesor Ette, esta inclinación hacia el vector continuidad en esa historia tiene mayores posibilidades de hacerse notar, tanto en la modelación del proceso como en su lectura. La afirmación, por ejemplo, de que “el año 1959 no constituyó, de manera alguna, una revolución en la literatura sobre Martí” no deja de mostrar, por su reverso, algunos de los discursos configuradores de la imagen de Martí con los que esta historia dialoga, para los cuales absolutamente todo en Cuba habría surgido, renacido o cambiado de raíz en 1959 por obra de la Revolución que asume el poder político del país entonces. Incluido Martí mismo.
Así las cosas, en la versión de Ette, ‘revolución’ no sería de esperar en ninguna de las etapas de esta historia de la recepción martiana. Si en ese año clave de los estudios martianos que fue 1953 (año del primer centenario del natalicio de José Martí) no se habla de revolución, ¿cómo esperar entonces que en el año inicial de una revolución sociopolítica y económica como la que triunfa en Cuba en 1959, transcurrido entre tantas urgencias en otros ámbitos y de otros tipos, pueda haber “una revolución en la literatura sobre Martí?”
Sin embargo, desde un horizonte de expectativas en el que no ha sido minoritaria la opinión de que el año 1959 significó en Cuba una especie de parteaguas en todos los ámbitos de la vida nacional, incluida la recepción de Martí –cuyas máximas aspiraciones, además, se habrían visto por fin realizadas en su patria–, se entiende mejor el sesgo replicante que llegan a adquirir afirmaciones como aquella. El año del triunfo de la Revolución, ciertamente, no habría significado un hito en esa historia de recepción; pero, ¿por qué entonces delimitar una etapa apenas un año antes, en 1958? Loable es el esfuerzo de Ottmar Ette por apegarse a las especificidades de la muestra textual con que trabaja, pero la delimitación de una etapa en ese año sigue antojándose menos sólida que otras.
Réplica también a esos discursos de marcado poder en la conformación e institucionalización de una imagen de Martí en Cuba la constituyen las comparaciones, explícitas o implícitas, entre ejemplos de funcionalización de Martí desde posiciones políticas no compatibles entre sí en la historia de la nación cubana sino por su inconfundible voluntad de recurrir a esta figura simbólica en aras de legitimar unos u otros intereses políticos. Tales son los casos, v.gr., de la amplísima edición en 1926 del artículo martiano “Vindicación de Cuba” por disposición presidencial, reeditado luego en 1982, en cantidades de amplitud proporcional, como una respuesta a la salida al aire de la radioemisora contrarrevolucionaria “Martí”; o la “estrategia iconográfica” empleada con respecto al héroe cubano por dos figuras de valores tan opuestos en el imaginario social cubano y en su historia política como Fulgencio Batista y Fidel Castro. ¿Meras coincidencias? ¿O signos de una pervivencia inconsciente de modelos interpretativos y estrategias de su empleo? Respecto a este segundo caso ha de considerarse que en ambos usos de la iconografía martiana las copias de la foto bajo la que se hallan, por separado, Fulgencio Batista y Fidel Castro formaron parte de la decoración interior de oficinas y edificios correspondientes a instituciones del Estado cubano.
En la periodización de Ette, pues, el año del triunfo de la Revolución cubana no delimita propiamente una etapa de su historia de la recepción martiana. El año 1959 le sirve apenas para introducir un compartimento diferenciador más a los de “estudios martianos en Cuba” y “estudios martianos en el extranjero” utilizados por él hasta esa fecha en el relato de la historia: a partir de 1959 aparecen los “estudios martianos en el exilio”, categoría a medio camino entre las de “estudios martianos en Cuba” y “estudios martianos en el extranjero”.
Para presentar los estudios martianos correspondientes a cada uno de esos espacios geopolíticos configurados y orientados en torno a la Revolución (“en Cuba”, “en el exilio”) Ottmar Ette prefiere los sintagmas “Dentro de la Revolución” y “Fuera de la Revolución”, no sin practicar una modificación sobre un célebre enunciado apodíctico de Fidel Castro en sus “Palabras a los intelectuales” (1961): “dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada”. La identificación insinuada en esa fórmula, tal como la reorienta el profesor Ette, entre espacio geopolítico y límites ideológicos de (y para) la interpretación martiana, ilustra un punto de deslizamiento en su estudio, por cuanto, según puede derivarse de este, ni en Cuba ni en el exilio cubano va a darse, de manera simétrica además, tal identificación.
Si sus propios ejemplos no bastaran, la existencia de algún que otro significativo texto inédito (por censurado, v.gr.) sobre Martí, así como de versiones orales más bien desenfadadas de conocidos poemas martianos (en especial, provenientes de Versos sencillos y de La Edad de Oro) acorde con diferentes situaciones de crisis o chuscas más o menos locales, en el espacio de la isla, mostraría otra vez la inconveniencia de aquella identificación y de su insinuada simetría: “dentro de la Revolución” estaría lo que publican y promueven las instituciones oficiales cubanas, a tono con la “imagen de Martí propia de la Revolución”; mientras que dentro del espacio físico de la isla, en cualquier caso, habría (ha habido) mucho más, imprímase o no. Por otra parte, si esa imagen de Martí institucionalizada por la Revolución puede rastrearse en algunos textos de cubanos residentes fuera de Cuba (por no mencionar ya el caso de algunos estudiosos extranjeros), resultaría igualmente matizable la posibilidad insinuada de tal identificación también por lo que respecta al “fuera”.
En el aspecto teórico-metodológico, meritorio es el partido que saca el profesor Ette a la concepción de “campo intelectual” del sociólogo francés Pierre Bourdieu para el estudio del comportamiento de la literatura cubana. Junto con los de recepción, intertextualidad y “niveles de mediación”, el concepto de “campo intelectual” es uno de los que más provecho metodológico rinde a esta historia recepcional. Sin embargo, ahí asoma otro punto susceptible de matización: considerar que “la literatura de la isla y del exilio cubanos configuran desde la primera mitad del siglo XIX un campo homogéneo, caracterizado por un ‘diálogo’ constantemente pospuesto entre ambos sectores” (292n267).
Tal identificación supone una aplicación muy laxa de la propuesta de Bourdieu, al pasar por alto la distinta configuración de los campos restantes con los que interactúa el campo intelectual (o literario) en cada uno de esos contextos socioculturales, y, en consecuencia, la muy distinta dinámica en que se constituye y opera el campo intelectual en cada uno de esos ámbitos en todo ese lapso. El poder gubernamental del que difieren o disienten los intelectuales cubanos obligados o inducidos a establecerse fuera de la isla es de muy distinta naturaleza en el siglo XIX y en el XX.
No es menos cierto, a propósito de la segunda mitad del siglo XX, que la presencia en el exilio (en Estados Unidos, en España, en Venezuela, en México, etcétera) de intelectuales formados crecientemente por el sistema de enseñanza revolucionario de Cuba propicia un acercamiento entre el campo intelectual cubano-insular y ellos (que, por supuesto, no representan el campo intelectual correspondiente al país al que se integrarían). Mas eso no es suficiente para contrarrestar la gravitación de las diferencias entre un campo intelectual y otro, siempre mayores.
Por añadidura, no sé hasta qué punto pueda resultar adecuada la elección del área de los estudios martianos para representar el comportamiento del campo intelectual en Cuba, dependiente en extremo, como norma, del campo político. Pues por lo mismo que en la historia de su recepción en este país, según lo concluye el propio estudio del profesor Ette, José Martí históricamente ha sido más reapropiado por el campo político que estudiado desde el intelectual, no se trataría, en términos históricos, de una figura asociada primeramente con el campo intelectual, sino, en el mejor de los casos, a horcajadas entre este y el campo político. En cambio, si, como parece insinuarlo más de una vez el autor de la historia comentada, se parte de considerar al héroe cubano a modo de un trofeo correspondiente “en propiedad” o “en esencia” al campo intelectual –concebido este, además, de manera muy restrictiva u ortodoxa–, difícil sería no concluir que se ha estado en presencia de una histórica usurpación de su legado por los agentes de otros campos al que él no correspondería. Conclusión discutible por las peculiaridades del proyecto creativo de este escritor y la historia de la comunidad que lo ha asumido como guía.
Desde la perspectiva hoy alcanzada no creo que pueda albergarse la menor duda sobre la condición de intelectual y acendrado humanista de José Martí; sin embargo, la jerarquización en su proyecto de tareas idealmente no asociadas con las funciones (ideales) de los agentes del campo intelectual, así como su sensibilización ante la problematicidad de la muy relativa autonomía de ese campo a finales del siglo XIX en Hispanoamérica, y sobre todo en Cuba, hacen que aquella condición siga un derrotero bastante peculiar, que, si no justifica los usos y “actualizaciones” simplistas de su legado acorde con las diversas coyunturas políticas atravesadas por una nación y a veces hasta por un mismo gobierno dentro de ella, sirve para explicar, cuando menos, su “usabilidad” desde otros campos que el literario.
Es evidente que el profesor Ette no comparte algunas de las prácticas habituales en más de un siglo de lecturas y actualizaciones martianas, sobre todo por las desatenciones a la base textual, por las inconsistencias metodológicas y por el apoyo de la “intangibilidad” martiana de las que ellas han participado, o han favorecido, en mayor o menor medida. Redundantes, como norma, en el “culto a Martí”, tales prácticas y usos han obstaculizado el conocimiento mejor de la obra de este clásico distinto. Esa reserva ante semejantes prácticas y usos (por demás, ni desaprovechable, ni exclusiva de Ottmar Ette), si bien lo orienta de manera acertada durante gran parte de su recorrido histórico previo a la Revolución cubana y durante ella, dentro de Cuba y en la literatura martiana del exilio, tiende por momentos a alejarlo de sus buenas prevenciones teórico-metodológicas respecto del comportamiento de la literatura (campo literario, estatuto del escritor, y demás agentes/factores de ese circuito) en el caso de Hispanoamérica, y en especial de Cuba.
A pesar de sus prevenciones sobre el peculiar funcionamiento de ese campo en Cuba (sobre todo, comparado con el de algunos países europeos), el profesor Ette no parece conciliarse con esa realidad fatal; y así, regatea la condición de escritores a algunos por haberse desempeñado a la par como funcionarios gubernamentales –caso distinto, valga aclarar, al de “escritores” improvisados para posiciones relevantes en ese campo en la década de 1970, y todavía después–. O sostiene que “los origenistas fueron el primer grupo de escritores en Cuba que tomó a José Martí como punto de referencia para la propia creación literaria” (151), luego de haber afirmado que “puede ser considerado como un rasgo característico de los minoristas [acudir] a Martí para su propia actividad poética” (104). ¿No son de escritores ambos grupos? ¿Y no son los minoristas quienes van a iniciar el rescate del legado textual y específicamente poético martiano, según los ilustran los casos de Mañach, de Marinello o de Roa?
También a los origenistas atribuye la primicia en recuperar “posiciones que ya habían sido adoptadas muy tempranamente en el extranjero, pero no en la isla en todo el transcurso de la historia de la recepción” (151), no obstante ser ese un aporte con el que él mismo distingue (cf.: pp. 103-107) las indagaciones martianas de Juan Marinello, quien “a fines de los años treinta introdujera una nueva manera de ver al Martí ‘literario’ en Cuba” (276) a partir precisamente del aprovechamiento de los hallazgos sobre ese Martí en el extranjero.
Tal vez en deslizamientos como estos sea más notable cómo aflora la perspectiva del lector (Ette) que reconstruye esta historia de los efectos suscitados por una obra, incluso a pesar de estar prevenido contra algunos de los a priori a que lo haría propenso su formación y su horizonte de expectativas. Desde luego, no estaría de más considerar la impronta que pudo tener sobre su trabajo la pertenencia generacional o la adscripción política de quienes pudieron fungir como orientadores o consultantes suyos dentro y fuera de Cuba.
Del todo inesperada en un estudio con tales respaldo teórico y vigilancia hacia las cuestiones metodológicas es la afirmación de “que tanto los discursos de Martí como sus poemas rompieron con todas las convenciones literarias vigentes en aquel entonces para esos géneros” (46, énfasis del autor). Como mínimo, se imponía establecer delimitaciones dentro de cada uno de esos territorios discursivos, seleccionar muestras ilustrativas y fundamentar.
Por otra parte, si en su oratoria y en su poesía Martí se mostró tan revolucionario, ¿por qué entonces distinguir, como lo hace Ette, entre “poeta y revolucionario”, con lo cual, además de reforzar la división rechazada por él mismo entre el “político” y el “literario”, constriñe a la dimensión política toda posibilidad revolucionaria? Estudioso de la literatura hispanoamericana (¿Humboldt?, Martí, Rodó, Arenas, et al.), el doctor Ette no oculta su preferencia por el análisis de la producción textual, en el caso de Martí, sin divisiones falseadoras, ni simplificadoras armonizaciones –“una comprensión orgánica del conjunto de la obra de Martí, que no subordine unilateralmente un aspecto al otro” es su meta–; y presta más atención a sus contextos de gestación y recepción inicial, a sus destinatarios, a los medios de publicación, a los géneros discursivos y a otros elementos mediadores en la conformación de las estrategias martianas. Observaciones todas muy valiosas para resumen de esa historia y para el adentramiento, asimismo, en las “nuevas vías de acceso” que Ottmar Ette se propone ilustrar en un próximo volumen.
Es a esta luz que el autor de José Martí. Apóstol, poeta, revolucionario explica la razón de ser de su estudio histórico-recepcional: el “lugar de la lectura” como premisa del estudio del “lugar de la escritura”. No se trata de que su historia recepcional no tenga valor y unidad en sí misma, sino de que ella constituye la avanzada de una investigación más amplia sobre los escritos de Martí: “La idea de que la imagen del autor influye de manera esencial sobre las expectativas de cada lector me llevó a iniciar la investigación sobre Martí con una historia de su recepción”.
Idea esta en la que abunda páginas más adelante al argumentar que un motivo de su preferencia por la secuencia (investigativo/expositiva) “historia de la recepción” primero y “estudio del conjunto textual” después consiste […] en que la historia de la recepción de Martí se basó fundamentalmente –al menos hasta los años cuarenta– en José Martí como figura y símbolo, y no en su pensamiento propiamente dicho. El contenido de los escritos martianos permaneció, para la recepción en Cuba, en segundo plano durante muchas décadas.
Sin embargo, cabría observar que por lo mismo que esa influyente imagen autorial es obra construida a conciencia por José Martí desde sus propios textos (textualizaciones), orales y escritos, podría entonces haberse comenzado por un reconocimiento y desmontaje de las estrategias textuales, genéricas y de otra índole en que se asienta el delineamiento de esa imagen. Muestra a pequeña escala de la orientación que podría seguir ese reconocimiento y desmontaje ofrece el apartado analítico dedicado a la “iconografía martiana”. Conclusiones del mismo, como que “Martí utilizaba sus fotografías con el fin de proyectar una determinada imagen de sí mismo”, “consciente de la importancia de tal imagen para el logro de sus objetivos”, tienen validez metodológica también para esa otra forma presta a la modelación de una imagen personal en el espacio público que es la escritura.
Muy estimable también resulta la importancia concedida por el profesor Ette a la interacción de los estudios martianos con “los procesos económicos, políticos y sociales” en cuyo seno se han ido configurando ellos. En ese reconocimiento se asienta su metáfora –ejemplificada en todo el recuento de un siglo de lecturas, y especialmente en el trayecto de la Revolución cubana– de Martí como “sismógrafo” de las reorientaciones y modificaciones acaecidas en campos contiguos al literario.
A partir de esa consideración de carácter metodológico, en su estudio se va delineando, junto con el devenir de un proceso recepcional, la historia de un país, particularmente en su dimensión cultural. De este modo, si para llegar a Martí hay que pasar por Cuba (dentro y afuera; ínsula geográfica y archipiélago simbólico), también para llegar a Cuba hay que pasar por Martí. Sobre todo, durante el siglo XX. Raro es el nombre de figuras prominentes en la historia de esta nación que no aparezca en esta otra historia articulada por una sola figura, la más simbólica, la más semantizada entre todas ellas: José Martí, quien, de tan usado desde el poder y también para el poder, incluso desde el campo intelectual, a lo largo de un siglo, ha devenido él mismo (su imagen: su obra) una fuente de poder. De ahí que esta historia de la recepción de su obra, estimulante per se, devenga simultáneamente una historia de la cultura cubana, o sea, otra historia de Cuba.
Publicado el 01 de Octubre de 2012
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