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Las guerras de arriba y las resistencias de los pueblos

Raúl Zibechi

Es probable que en su evaluación del primer año de la invasión de Rusia a Ucrania, el geopolítico brasileño José Luis Fiori tenga algo de razón: estamos ante una guerra entre Estados Unidos, y la Unión Europea, contra Rusia, y de algún modo contra China y otras naciones del mundo. Hasta ahí lo evidente. Sin embargo, Fiori tiene la lucidez para considerar que Rusia “ya ganó lo que quería” (https://bit.ly/41iTVCR), y eso merece alguna explicación.

Sostiene que hasta ahora Estados Unidos tenía el “monopolio del derecho a la invasión”, y que ahora Rusia se lo está disputando, algo que el macho alfa decadente no puede admitir. En efecto, el ascenso de EEUU como potencia global se produjo en medio de invasiones militares, siendo la usurpación de más de la mitad del territorio mexicano, a mediados del siglo XIX, uno de los primeros pasos de esa andadura.

La ocupación de Nicaragua entre 1912 y 1933 fue probablemente la más extensa junto a la ocupación de Haití (1915-1934), precedida por su intervención en Cuba a fines del siglo XIX, en Puerto Rico en el mismo período, en Panamá y en otras naciones del Caribe y Centroamérica, además de Honduras y República Dominicana, para defender a la United Fruit Company (punta de lanza de la geopolítica yanqui), enfocada en la producción de bananas, tabaco, caña de azúcar y otros productos agrícolas.

Pero la mano imperial también llegó a Colombia, a través de la masacre de las bananeras en 1928, relatada en la obra de Gabriel García Márquez, “Cien años de soledad”. El Cuerpo de Marines fue el brazo ejecutor de buena de parte de estas invasiones, más de 30 en ese período, a las que habría que sumar el papel destacado de Washington a través de la CIA en golpes de Estado que cambiaron la historia de la región, como el de Brasil en 1964 y el de Chile en 1973.

Pues bien, el monopolio se terminó y ahora debe compartirlo con Rusia. Sin olvidar el papel de las potencias regionales en invasiones y guerras, como Arabia Saudí en Yemen; China en Tibet y Vietnam; Israel en Palestina; Turquía en Siria (pero también Irán); y una retahíla de guerras, invasiones e intervenciones solapadas, como las que realizó Brasil en su zona de influencia en la década de 1970.

Son todas guerras de los de arriba contra los de abajo. Lo que ahora se ha modificado, es que asistimos a una pelea directa y sin intermediarios entre los de arriba, entre machos alfa que disputan quiénes van a ser los que manden, los que asesinen, violen y desaparezcan con total impunidad, como la que tuvo Estados Unidos durante siglo y medio en su patio trasero y en buena parte del planeta.

La pregunta es: ¿cómo nos paramos los pueblos, los movimientos y las organizaciones de abajo ante estas guerras? Sólo cabe responder que del lado de los pueblos, nunca de los Estados. Ni los que hacen la guerra, ni los que envían armas, ni los que son indiferentes, si los hay, porque todos se quieren beneficiar la de la guerra contra los pueblos.

Estas guerras, y muy en concreto la guerra entre Rusia y Ucrania, entre Estados Unidos más la Unión Europea y Rusia o China, son la continuidad de las guerras de despojo que sufrimos desde hace siglos y se han agudizado en las últimas décadas con el neoliberalismo. Son, si se quiere, modos sólo parcialmente distintos de acumulación por despojo o robo. Forman parte de la Cuarta Guerra Mundial que el EZLN viene denunciando desde hace más de dos décadas.

Si miramos en detalle, de lo que se trata es de controlar regiones enteras para extraer más y más recursos desplazando poblaciones, llevando la cantidad de refugiados a límites impensables tiempo atrás.

Es cierto que a lo largo de este año no ha habido grandes movilizaciones contra la guerra. Sin embargo, el activismo viene despegando lentamente y es probable que crezca en los próximos meses.

Se trata de organizar la solidaridad entre quienes sufren las guerras, sin fijarnos si viven en naciones “agresoras” o “agredidas”. Se trata de tejernos entre las y los de abajo, en cada territorio, en cada espacio, entrelazando vínculos más allá de nuestras realidades inmediatas. Es un trabajo que demanda sus tiempos, que no camina a la velocidad de los medios y los modos de arriba. Nos importa el tiempo largo, lo que vendrá después de guerras que no podemos impedir.

Si es cierto que “no habrá paisaje después de la batalla”, como dijo el EZLN un año atrás, confiamos en que nuestras arcas construidas con trabajos colectivos y levantadas con solidaridad y hermanamiento serán capaces de seguir navegando aún cuando los oleajes de las guerras sigan dejando su estela de destrucción y muerte.

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