La expansión del Covid-19 está amenazando a los pueblos indígenas que viven en el continente latinoamericano: la mayoría comparte condiciones de extrema vulnerabilidad, con altas tasas de pobreza, desnutrición, inaccesibilidad a los servicios de salud o al agua potable, problemas que empeoran con la actual crisis pandémica. Si bien las luchas indígenas de las últimas décadas han logrado obtener el reconocimiento de algunos derechos colectivos en organismos internacionales o a nivel constitucional, la desigualdad estructural continúa afectando a estas poblaciones con la marginación, el saqueo de territorios, la represión y el racismo.
Sin embargo, los pueblos originarios de América Latina han resistido a las amenazas para su sobrevivencia durante siglos; su memoria histórica de las epidemias se remonta a las guerras coloniales de hace quinientos años, cuando las patologías importadas, como el sarampión y la viruela, fueron aliados fundamentales de los conquistadores europeos para diezmar a las poblaciones nativas y ocupar sus territorios. La construcción de los Estados modernos e independientes en América Latina ha significado en muchos casos otro intento de genocidio, y hoy la propagación de la pandemia se suma a la violencia neocolonial, que usurpa y saquea las tierras nativas. Ante la emergencia de Covid-19, las comunidades indígenas respondieron rápidamente, con prácticas claras y determinadas, anticipando a menudo las decisiones de los gobiernos nacionales, reclamando autonomía en sus territorios y compartiendo estrategias entre diferentes comunidades.
En México, mientras el presidente López Obrador minimizaba el riesgo de contagio al mostrar los íconos religiosos que lo protegerían, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional comunicó que el acceso a sus comunidades se suspendía temporalmente y al mismo tiempo invitó a mantener el compromiso político y la solidaridad pese a la distancia. En Honduras, la organización COPINH, de la cual era vocera Berta Cáceres, denunció el ataque policial y militar destinado a desmantelar las barreras de bioseguridad gestionadas por las comunidades indígenas para limitar el flujo de personas hacia y desde sus territorios. Las comunidades Mapuche también han sido reprimidas por la policía chilena mientras intentaban controlar la entrada a las tierras donde residen en Araucanía, una de las zonas más afectadas por el virus en el Cono Sur.
El llamado “aislamiento voluntario” ha sido una estrategia reproducida en todo el continente: por ejemplo, por los pueblos Aymara y Quechua en Bolivia, del pueblo Gunas en Panamá, Ingas y Kamëntsas en Colombia, junto con muchos otros. En algunos casos fue posible entablar un diálogo con los gobiernos locales para aplicar el aislamiento, como en los pueblos Wampís y Asháninka en Perú o los Rapa Nui en la Isla de Pascua. En el departamento de Quiché, en Guatemala, donde el presidente declaró el toque de queda e implementó fuertes medidas represivas, los pueblos Mayas cerraron la entrada a 48 centros habitados y al mismo tiempo tomaron medidas para brindar apoyo y solidaridad a los grupos más necesitados y a los solicitantes de asilo atrapados en la ruta migratoria a través del continente.
De hecho, la autodeterminación de los pueblos indígenas no se ha limitado a la protección de las fronteras comunitarias, sino que se acompaña en muchos casos con la activación de redes agroecológicas, la autoproducción y la recolección de alimentos para entregar a las ciudades. Por ejemplo, la guardia indígena (CRIC) del área del Cauca en Colombia, además de proporcionar información diaria sobre el estado de la epidemia, comenzó a promover los mercados de trueque y realizó la Minga de la Comida, un evento tradicional donde se han distribuido alimentos a los pueblos indígenas de la región de Popayán, que se encuentra en estado crítico. Organizaciones indígenas y populares en el área del Alto de Bolivia, estigmatizadas por el gobierno golpista de Añez por no cumplir con los estándares de seguridad, han entregado camiones de suministros a los centros urbanos afectados por la pandemia, desafiando las acciones represivas de la policía. Lo mismo ocurrió con varios pueblos indígenas de las sierras ecuatorianas que suministraron alimentos a la zona costera, fuertemente afectada por el virus.
Otra estrategia generalizada frente a la propagación del Covid-19 ha sido la prevención: varias organizaciones indígenas han empezado a producir dispositivos de seguridad y gel desinfectante y han difundido estándares de higiene en los idiomas nativos, como hizo la CONAIE en Ecuador y la Organización Regional de Pueblos Indígenas de Oriente (ORPIO) en Perú. En el caso de los zapatistas, se ha trabajado para reforzar el sistema de clínicas populares construido en 25 años de autogestión por las comunidades indígenas de Chiapas.
Las comunidades se encuentran a menudo a muchos kilómetros de distancia de los centros de salud u hospitales urbanos; por eso la medicina tradicional, con el uso de sus propias plantas y métodos de curación, es otro elemento fundamental en las decisiones de autodeterminación de los pueblos originarios. Distintas culturas indígenas en América Latina comparten una epistemología en la que la salud individual y colectiva son indivisibles y no pueden curarse por separado; la enfermedad no se limita a los síntomas corporales y contempla la armonía con el medio ambiente y con los demás. En el pueblo Wayuú, que vive entre Colombia y Venezuela, se dice que sin tierra no hay vida, y que la madre tierra debe estar sana para que sus hijos también estén bien. Las depositarias del conocimiento relacionado con las plantas, la armonía con el cosmos y las prácticas de cuidado, que se transmiten entre generaciones, son en su mayoría mujeres que desempeñan un papel fundamental en el contexto actual de pandemia, tanto dentro de las comunidades así como en las redes internacionales del feminismo comunitario.
Por lo tanto, existen múltiples razones por las cuales los pueblos indígenas vinculan las posibilidades de enfrentar la pandemia actual con el cuidado del territorio en el que residen. Desafortunadamente, los gobiernos latinoamericanos, en general, no han adoptado medidas específicas para abordar la emergencia de salud en diálogo con las autoridades indígenas, a pesar de ser parte de la población más expuesta, en un contexto regional donde varios estados luchan por garantizar la atención médica básica, incluso en los centros urbanos. Además, las familias indígena que viven en las ciudades enfrentan situaciones de grave dificultad debido a la falta de políticas públicas, especialmente en las áreas periféricas, lo que se suma a la discriminación económica y lingüística que sufren constantemente en el contexto urbano.
Por lo tanto, muchas organizaciones de pueblos originarios han empezado a exigir una mayor presencia del estado, como en el caso de CONAIE, que dirigió las protestas contra el gobierno de Ecuador del pasado octubre y que hoy pide fortalecer el sistema de asistencia sanitaria en lugar de utilizar los recursos para pagar deudas con el FMI. La Organización Indígena Cavineña (OICA), en el área amazónica boliviana, ha denunciado la falta de medicamentos en los centros de salud de la región de Beni, donde «ni siquiera hay un paracetamol».
La falta de planificación y protocolos de intervención durante la pandemia también ha favorecido a los sectores extractivos que están aprovechando la emergencia para obtener rápidamente concesiones y licencias ambientales. El Observatorio de Conflictos Mineros en América Latina (OCMAL) informa con preocupación que la minería ha sido considerada por varios países como una actividad esencial, a pesar de que la extracción de minerales tiene un impacto directo en la contaminación del agua y el ecosistema. Por otro lado, no se consideró el riesgo de contagio para los mineros que no cuentan con las condiciones mínimas de bioseguridad y viven en territorios donde en muchos casos escasean hasta los servicios básicos de salud.
Del mismo modo, los conflictos ambientales no se han detenido y en los últimos meses ha habido nuevos asesinatos de líderes indígenas que defienden el territorio en varios países latinoamericanos, mientras que los conflictos ya abiertos se están intensificando. Por ejemplo, en Colombia las medidas de emergencia no hicieron más que exacerbar la violencia y facilitar los objetivos tanto que varios líderes sociales fueron asesinados directamente en sus hogares. La denuncia de varios defensores indígenas asesinados desde el inicio de la pandemia también provienen de varias comunidades en México, Brasil y Perú, mientras que en Wallmapu continúan los ataques a los territorios recuperados por las comunidades en los últimos años.
Igualmente preocupantes son las agendas gubernamentales que, apoyándose en la necesidad de mantener activa la economía durante la crisis, respaldan nuevos proyectos de minería y devastación territorial. Este es el caso de México, donde está progresando rápidamente la construcción del Tren Maya, al que se oponen las organizaciones y comunidades indígenas, o de Brasil, donde se formó un Consejo Nacional de la Amazonia en febrero, después de los incendios del año pasado, pero el órgano está coordinado por los militares y sin participación indígena, mientras que la deforestación en 2019 creció en un 85.3%.
Resumiendo las palabras de la portavoz del Consejo Popular Maya Ki’che’, Lolita Chávez, está claro que el coronavirus es el síntoma de otra enfermedad llamada desigualdad, una patología del capitalismo colonial que se basa en la opresión de la mayoría de los pueblos en beneficio de unos pocos. Lo que muestran los pueblos originarios de América Latina, una vez más, es que el modelo neoliberal globalizado, que actualmente enfrenta la pandemia de coronavirus, no es sostenible y amenaza los límites de la vida humana y natural. Para superar la emergencia, será necesario cuestionar las economías basadas en el extractivismo y repensar todo el modelo de desarrollo impulsado por la sociedad capitalista global que hoy evidencia su profunda crisis.