Las cacerolas no sólo sirven para cocinar

Gonzalo Fiore Viani

En toda Francia, se multiplican las protestas contra la reforma jubilatoria impulsada por el gobierno. Como respuesta, Macron endurece la represión y ordena “confiscar las cacerolas”.

“Los huevos y las cacerolas sirven sólo para cocinar”, dijo Emmanuel Macron tras ser recibido en la ciudad de Ganges en medio de protestas y rechazos a su visita. En la mañana de su llegada, el prefecto de la zona prohibió los “dispositivos sonoros portátiles”, por lo que las fuerzas de seguridad confiscaron cacerolas a quienes se manifestaban y las mantuvieron bastante alejadas de la delegación del presidente.

El portavoz del Partido Comunista de Francia, Ian Brossat, afirmó esperar “con impaciencia el proyecto de ley que prohibirá la venta” de las cacerolas y sartenes, mientras que la diputada ecologista Sandrin Rousseau se preguntó si se podía “salir de una crisis democrática prohibiendo cacerolas”.

Francia ha tenido otros momentos de conflictividad posteriores al mayo de 1968. Como en enero de 1987, cuando los ferroviarios paralizaron el servicio por un mes; con otras movilizaciones sindicales, como las de las siderúrgicas entre 1982 y 1984, además de los y las estudiantes en distintos años; o la conflictividad casi permanente con trabajadores desocupados e inmigrantes ilegales, o las manifestaciones recientes de los chalecos amarillosPero lo que está pasando hace semanas parece no tener parangón con otras épocas. Ante la impotencia, el gobierno galo no parece tener otras ideas más que reprimir frente a una situación de conflictividad y tensión social pocas veces vista.

Las pilas de basura se expanden por todo París debido a la huelga de recolectores, mientras que las calles se convierten en barricadas incendiarias al estilo de la época del Mayo Francés. Macron es, aunque lo niegue, un hijo arquetípico del 68: un hombre de mediana edad, liberal, sobre-escolarizado y con una visión del mundo “globalista”. El presidente estudió Filosofía en Nanterre, cuna de las protestas de mayo, y a su campaña presidencial, incluso, se sumó el ex “Dany El Rojo”, Daniel Cohn-Bendit, icono estudiantil de las revueltas reconvertido en ambientalista liberal y europarlamentario. Igualmente, desde su primera campaña, Macron se ha mostrado decidido a enterrar el espíritu de mayo de 1968 y la deconstrucción de la autoridad que, según su visión, tanto daño le hizo al pueblo francés.


Enfrente, el mandatario tiene a dos adversarios políticos cada vez más fuertes, que se disputan mutuamente con el objetivo de capitalizar el descontento. Por un lado, la ultraderechista Marine Le Pen y, por la vereda directamente contraria, el izquierdista Jean Luc Mélenchon. Ambos afirman ser la voz de los y las trabajadoras, y de quienes hoy son excluidos por las políticas cada vez más duras en materia de austeridad fiscal de Macron; no obstante, difieren en puntos centrales de sus cosmovisiones del mundo.


Le Pen, históricamente, tuvo un discurso de odio duro contra la inmigración y la comunidad musulmana, algo que, aunque Macron jamás admitiría, comparte bastante; el presidente francés lo sostiene de manera más solapada y elegante. Mélenchon, en cambio, aboga por un país multicultural, abierto e inclusivo. Tanto Le Pen como Mélenchon son también, y cada uno a su manera, hijos del mayo de 1968, por oposición y por adhesión.

La reforma jubilatoria y sus consecuencias sociales son seguidas con atención por Bruselas y por el resto de los países de la Unión Europea (UE), ya que Francia, por ahora, es apenas un globo de ensayo para las futuras medidas que tomarán las otras naciones de la región. Pronto podrían impulsarlas la España de Pedro Sánchez o el Reino Unido de Rishi Sunak, entre otros.

Quienes están a favor de las reformas aducen que, como la esperanza de vida ha aumentado significativamente en las últimas décadas, las personas viven más años y, por lo tanto, tienen que trabajar durante más tiempo para poder financiar su jubilación. Aseguran que, a medida que la población envejece y las tasas de natalidad disminuyen, hay menos trabajadores y trabajadoras activas para financiar los sistemas de pensiones y, por lo tanto, menos dinero disponible para pagar las pensiones a quienes se jubilan. También argumentan que el mercado laboral ha cambiado en las últimas décadas y muchos trabajadores y trabajadoras ahora tienen empleos que no requieren un esfuerzo físico tan intenso; por eso, los liberales justifican que se puede trabajar durante más tiempo antes de jubilarse.

De más está decir que estos argumentos pueden ser fácilmente rebatidos, ya que omiten el gran desgaste mental que este tipo de trabajos implica, además de que el aumento de la esperanza de vida no es igual para todos y todas. Aumentar la edad jubilatoria puede perpetuar la discriminación por edad, porque es cada vez más difícil para las personas mayores encontrar trabajo. A su vez, a medida que envejecemos, nos cuesta cada vez más trabajar sin poner en peligro nuestra salud, física y mental; eso tiene un impacto desproporcionado en quienes tienen trabajos físicamente exigentes o que han trabajado en empleos con bajos salarios durante toda su vida.

Al aumentar la edad jubilatoria, se espera que los y las trabajadoras mayores permanezcan en el mercado laboral por más tiempo. Esto podría reducir las oportunidades de empleo en un mundo donde el trabajo escasea cada vez más y las tareas humanas son cada vez menos necesarias.

Hoy, a diferencia de las revueltas de 1968, “exigir lo imposible” ya no es pedir grandes cambios sociales ni perseguir reformas ambiciosas, sino, simplemente, oponerse a perder lo ya obtenido. La ciudadanía francesa parece dispuesta a resistir hasta donde pueda el avance de las flexibilizaciones laborales y las reformas del sistema de pensiones, en un mundo donde la incertidumbre por el avance de la inteligencia artificial y la pérdida creciente de puestos de trabajo ponen en jaque lo que conocemos hasta ahora. Por eso, los ecos del 68 resuenan en los fuegos de las barricadas parisinas mientras Macron está decidido a enterrarlos para siempre.

A su vez, los sectores sindicales se encuentran en un momento cada vez más combativo, incluso más radicales que en el Reino Unido. Los y las francesas han demostrado que no van a parar hasta lograr sus objetivos. Mientras el presidente galo es recibido entre cacerolazos y abucheos hacia donde va -a tal punto que el gobierno tiene que aplicar la ley antiterrorista para confiscar cacerolas-, quienes se manifiestan incendian centros de poder como el megafondo de inversión BlackRock o la sede de la Bolsa de Valores de París, como sucedió en los últimos días. Como dijo el sindicalista de Sud-Rail, Fabien Villediu: “Nos dicen que no hay dinero para financiar las pensiones, pero no hay necesidad para sacar el dinero de los bolsillos de los trabajadores”.

En medio de esta nueva primavera del descontento que atraviesa toda Francia, Macron afirmó que se dará “100 días para apaciguar” el país e impulsar “un nuevo pacto social” con la reindustrialización, la planificación ecológica, la educación y la sanidad como principales ejes. Lo que el presidente pierde de vista es que el pueblo francés quiere vivir bien en la actualidad, sin perder lo que ya ha logrado tras décadas de lucha. Mientras se espera la próxima gran manifestación para el 1 de mayo, el mandatario no da signo alguno de dar marcha atrás con su programa de reformas liberales, a pesar de que su imagen se encuentra por el suelo y son cada vez más quienes exigen su renuncia inmediata. Los y las trabajadoras francesas tampoco están dispuestos a retroceder en la resistencia, cada vez mayor y con más apoyo popular.

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