La vida o el mineral, la introducción del libro de Francisco López Bárcenas
En México, la minería es una industria floreciente, tan sólo superada por la petrolera, la automotriz y las remesas de los migrantes. Su incidencia en la economía comenzó a tener importancia en la década de los noventa, después de la reforma al artículo 27 constitucional y la firma del Tratado de Libre Comercio ( tlc ) entre nuestro país, Estados Unidos de América y Canadá, dos hechos fundamentales en el futuro de la industria minera; el primero permitió el cambio en la orientación de la legislación y la inversión extranjera en este sector económico para facilitarla, mientras el segundo marcó sus nuevas pautas, que no se reducen a la legislación, pues incluyen el acceso a la tierra bajo la cual se encuentran los minerales, los usos del suelo, el agua necesaria para el procesamiento del mineral, la prevención o remediación de la contaminación ambiental y la inversión extranjera en este rubro. De esta manera se construyeron las vías por las cuales la globalización se instaló en nuestro país. El resultado de estas modificaciones, junto a las políticas acordes con ellas es que, en 2010, 28.58% del territorio mexicano (el equivalente a 51.76% de la propiedad social y una superficie mayor a la dedicada a la producción de alimentos) se encontraba concesionado a empresas mineras, la mayoría de ellas de capital transnacional, y en gran número canadienses, pero también australianas, norteamericanas, peruanas, rusas, sudafricanas, brasileñas, chinas y chilenas.
Esas empresas en su mayoría se dedican a la extracción de oro, plata, cobre y zinc, aunque la tendencia es que en los años siguientes migrarán a explotar otros minerales de importancia estratégica para la industria tecnológica, como el berilio, el indio y las tierras raras, importantes para la elaboración de diversos productos, entre ellos computadoras, celulares y cabezas de misiles. De esa manera se configuró la participación subordinada de nuestro país en la economía mundial.
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