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La sorprendente conexión entre nuestros hábitos de consumo y las epidemias

Anita Makri | Traducción: Isabel Pozas González

Foto: Floresta da Tijuca, Río de Janeiro. La selva urbana más grande del mundo. (Álvaro Minguito)

Rebecca Wong sabe un par de cosas sobre la búsqueda de animales exóticos. Hurga en foros de internet, busca consejo en amigos de otros amigos, pasa el rato en hoteles y restaurantes de determinadas zonas de la ciudad. Se necesita tiempo y un poco de suerte. “Voy a diferentes lugares”, apunta. “Nunca se sabe quién puede decirte dónde encontrarlos”.

Wong, que investiga las redes de contrabando de especies salvajes en China para la Universidad de Hong Kong, ha hablado con decenas de personas que compran y venden animales salvajes durante los años que lleva investigando. Cuando busca especies destinadas al consumo alimentario, realiza el trabajo de campo en restaurantes y mercados similares al implicado en la propagación del covid-19 en Wuhan.

No le gusta recordar la imagen de animales sacrificados o amontonados en los puestos. “No se trata solo de lo que ves”, dice. “Es también el olor”.

Los lugares que comercian con alimentos exóticos no son la norma en China. “A muchos les repugna el modo en que tratan a los animales”, dice Wong. Aun así, la demanda nacional, unida al floreciente comercio internacional, es lo suficientemente fuerte como para impulsar un sector ilegal, valorado en hasta 26.000 millones de dólares anuales, que ya ha sobrevivido a anteriores pandemias.

“Más del 60% de las enfermedades infecciosas que están apareciendo y estamos viendo en las últimas décadas procede de poblaciones de animales salvajes”, dice Sam Myers

El negocio de la captura de animales para la venta tiene algo en común con la tala de bosques para madera o para crear explotaciones agrícolas, tanto a nivel comercial como para consumo local. Estas prácticas alteran la naturaleza de un modo que puede liberar patógenos del mundo salvaje, acercándolos y exponiendo al ser humano a un contacto más frecuente, a veces con consecuencias de gran envergadura.

El nuevo coronavirus, que causa el covid-19, es un ejemplo drástico. Otros ejemplos son los entes causantes de enfermedades como el SARS, el ébola, el MERS y la gripe aviar. Todos juntos son el síntoma de la amenaza creciente de la irrupción de enfermedades infecciosas, entre las que se incluyen las causadas por patógenos que saltan la barrera de las especies y proceden de animales no humanos.

“Más del 60% de las enfermedades infecciosas que están apareciendo y estamos viendo en las últimas décadas procede de poblaciones de animales salvajes”, dice Sam Myers, director de la Planetary Health Alliance (Alianza por la Salud del Planeta), un consorcio global que estudia cómo afecta a la salud humana la alteración la naturaleza. “Y sabemos que la emergencia de esas enfermedades se ha intensificado”.

El contacto con animales salvajes hace siglos está implicado hasta en los orígenes de la malaria, y las alteraciones de los bosques aún alimentan la enfermedad. Pero esto no va de “alguien” que altera una selva lejana o de preferencias alimentarias de culturas desconocidas. Las actividades que crean las condiciones adecuadas para que los patógenos se difundan están íntimamente conectadas con la forma de vida de las personas y con la forma de hacer negocios tanto en países ricos como en países pobres.

UN CÍRCULO VICIOSO

Maria Anice Mureb Sallum, epidemióloga de la Universidad de São Paolo, cree que, en el caso de la malaria, las medidas de control no se van a poder alcanzar nunca mientras el comercio internacional siga creando esas condiciones. “Es un círculo vicioso”, dice. “Tenemos que replantearnos el uso de las materias primas”.

Una investigación reciente de Sallum y sus colegas ha identificado el vínculo entre el riesgo de malaria y el comercio internacional atando cabos entre dos eslabones conocidos de la cadena: la tala de bosques para cultivos como el café o el cacao, un factor de riesgo conocido para la enfermedad, y la demanda de los consumidores, que lleva a la desforestación y a emisiones de dióxido de carbono. Los investigadores calculan que el 20% del riesgo de contraer malaria en los focos de desforestación se puede rastrear hasta las exportaciones para satisfacer el apetito de los países ricos por productos tan populares como el café y la madera.

Tomarse un café en hora punta puede parecernos algo que está en las antípodas de la vida de cualquier selva africana. Pero el estudio subraya cómo los sistemas globales los conectan.

“El precio que pagan los países pobres por los ingresos procedentes de las exportaciones de esos cultivos supone un riesgo incrementado de malaria”, han plasmado los autores. Si una enfermedad nueva encuentra la manera de propagarse, otros países también podrían pagar ese precio.

En el caso de la malaria, el riesgo está conectado con la desforestación entre otros factores, incluido el cambio climático. Para el nuevo coronavirus, las pruebas que tenemos hasta ahora señalan al comercio de animales salvajes. En el caso del ébola, el salto a los seres humanos está vinculado con la caza de animales salvajes para comer. En todos los casos, existe una conexión entre lo que consumimos y las condiciones adecuadas para que un patógeno escape del mundo salvaje.

LAS CADENAS DE SUMINISTRO BAJO LA LUPA

Sallum y sus colegas concluyen que el control de la malaria debería incluir políticas dirigidas a las cadenas de suministro internacionales que destruyen los bosques. Tomemos a los que se ganan la vida talando árboles en el Amazonas y cobran 250 reales (unos 45 euros) por cada árbol que le venden a empresas brasileñas. “[Y eso por] un árbol grande de varios cientos de años. Y ellas [las empresas] venden la madera en el mercado internacional por una gran suma de dinero”. Si hubiera políticas que supusieran que los leñadores ganaran más, argumenta, necesitarían cortar menos árboles y, de este modo, alterar menos el ecosistema, que es lo que exacerba la malaria.

Justin Adams es el director general de la Tropical Forest Alliance (Alianza de los Bosques Tropicales), organización que establece relaciones con las empresas que comercian con materias primas implicadas en la desforestación para reducir el impacto adverso. Advierte acerca de trazar una conexión directa entre la destrucción de hábitats y las enfermedades y menciona que los detalles sobre la aparición del nuevo coronavirus aún no están claros. A corto plazo, la crisis humanitaria que ha causado la pandemia se sigue desarrollando, dice, y es peligroso poner la diana en empresas o demonizar mercados que son fuente vital de alimentos.

Para empezar, dice Adams, las materias primas reflejadas en la investigación sobre la malaria no son las responsables de la mayor parte de la desforestación que se produce desde el año 2000, sino el ganado, el aceite de palma y la soja.

“Tendemos a mezclarlo todo y decir: ‘por supuesto, todo esto acaba en las cadenas de suministro de Unilever o Nestlé’, y eso es cada vez más simplista”, dice. “Hay un sistema mucho más amplio que tenemos que revisar en vez de decir simplemente: ‘Es la demanda de productos en Occidente lo que lo está causando”.

La demanda de Occidente ya está en el punto de mira por la mitigación de emisiones de dióxido de carbono. Aunque el progreso es lento, las empresas se han comprometido a cambiar su forma de hacer negocio y a responder por las cadenas de suministro que destruyen los bosques tropicales.

La conexión entre ese trabajo de responsabilidad corporativa y la salud humana se ha visto mucho menos. Adams dice que la pandemia va a incrementar totalmente la urgencia de hacer esfuerzos que beneficien tanto al medio ambiente como a la salud humana. Como muestra de ese cambio, la ministra de Medio Ambiente alemana, Svenja Schulze, hace poco ha exigido que haya una mejor comunicación de las investigaciones sobre la conexión que hay entre la degradación medioambiental y la salud humana. Y algunos inversores anticipan que se van a dejar atrás empresas que comercian con productos conectados con las enfermedades zoonóticas y la desforestación.

PREVENIR FUTURAS PANDEMIAS

Myers dice que hay un argumento de peso para cambiar la forma en que nos relacionamos con los animales salvajes para prevenir brotes futuros, y eso supone abordar el comercio de animales salvajes, la caza para consumo de animales salvajes y las incursiones agrarias en bosques. “Desde el punto de vista de la salud pública, replantearse esas prácticas tiene mucho sentido”, dice.

Adams se centra en las dificultades que se presentan cuando se entrecruza la protección de la naturaleza con el suministro alimentario y la salud, y dice que el vínculo entre ellos debería reforzarse a través de los mecanismos existentes, como hizo hincapié el Convenio sobre la Diversidad Biológica de las Naciones Unidas a principios de este año en el Foro Económico Mundial. “Espero que [la pandemia] genere un terreno más fértil para un debate más profundo sobre qué y cómo podemos transformar esos sistemas, porque es el sistema el que está roto”.

Según Myers, van a surgir diferentes soluciones según cómo cada uno enfoque el problema y habrá estrategias que funcionarán mejor en distintos lugares. En los sitios alejados de los focos de emergencia, una respuesta adecuada podría ser impedir que los patógenos se propaguen por sus fronteras. Y dice que, en los lugares en que el riesgo de emergencia es alto, sería una buena idea realizar una vigilancia focalizada. La ONG EcoHealth Alliance (Alianza para la Ecosalud) lleva un programa financiado por USAID para buscar nuevas zoonosis en varios países en vías de desarrollo. También está trabajando con Malasia para ponerle precio a la prevención de enfermedades incorporando el coste de las enfermedades a la planificación del uso del terreno en Borneo, y aboga por dejar intactos algunos bosques.

Otras intervenciones podrían detectar los primeros indicios de problemas. Los informes que dicen que el nuevo coronavirus se detectó en el agua antes o justo después de que aparecieran casos clínicos en los Países Bajos sugieren que monitorizar el suministro de agua podría contribuir a una alerta temprana. Y algunos científicos pelean por una mejor monitorización en los lugares en los que es probable que las enfermedades zoonóticas aparezcan primero.

En lo que se refiere al comercio de animales salvajes, Wong dice que crear unas políticas que reduzcan la demanda de consumo debería ser parte de los futuros esfuerzos en materia de salud pública. “Tenemos que ser más duros con el cumplimiento y tener unas leyes más duras. Y tenemos que tener un cambio de comportamientos… y eso hay que hacerlo mediante campañas educativas”.

La presión comercial depende, en parte, de las especies. En el caso del pangolín, del que se sospecha que es el anfitrión intermedio del nuevo coronavirus, sus escamas son muy apreciadas para la medicina tradicional, una gran industria en China. Para artículos como el marfil, el mercado es mundial. En el caso de las salamandras, el atractivo radica en creencias culturales acerca de su potencial: “Un tipo me dijo que las come porque lo convierten en un mejor nadador”, dice Wong. El elevado precio también los convierte en un símbolo de posición social, en artículos muy apreciados para presumir en redes sociales. Y con una clase media al alza, cada vez más gente tiene poder adquisitivo para permitírselo. “Es como tener el último coche deportivo”.

Todavía nos queda mucho por saber cómo surgió el covid-19. Pero explorando la conexión con nuestras vidas diarias y con los sistemas que promueven el consumo, podríamos sentar las bases de una “nueva normalidad” en la que las interacciones humanas con la naturaleza conlleven un menor riesgo.

ENSIA

Artículo original publicado en Ensia.com Traducido para El Salto por Isabel Pozas González.

Este material se comparte con autorización de El Salto

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