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La semana que cambió a la Ciudad de México

Laura Carlsen

 

Foto: Ricardo Ramirez Arreola

A la memoria de quienes perdieron la vida en los terremotos del 19 de septiembre de 2017 y del 19 de septiembre de 1985 en la Ciudad de México, y de aquellos que salvaron vidas

Ciudad de México | Desinformémonos. A seis días del temblor que sacudió la Ciudad de México, el número oficial es de por lo menos 324 muertos en todas las zonas afectadas, con 183 muertos sólo en la Ciudad de México. Curiosamente, son 122 mujeres y 61 hombres–las mujeres sufren una tasa de mortalidad el doble de los hombres. Otros cientos siguen desaparecidos, lo que indica que el número de muertos continuará subiendo en los próximos días. Si es como en 1985, algunos nunca serán encontrados.

Los números no son precisos porque otra víctima de este desastre no tan natural ha sido la información fidedigna. La gente en las calles exige saber qué pasa con sus familiares y el gobierno no puede o no quiere contestar. En las morgues y frente a los edificios caídos, el clamor por la transparencia crece con la angustia. La incertidumbre genera rumores que rápidamente llenan el vacío en la información oficial. Las redes alimentan tanto el conocimiento de los hechos como el bullicio indiscriminado.

Además de los edificios destruidos, miles sufrieron importantes daños estructurales. Algunas familias han perdido todo. Cientos de personas seguirán sin hogar o vivirán en situaciones de hacinamiento con amigos y parientes durante semanas o meses. Los temblores leves del 23 de septiembre han revivido el trauma. Los daños sicológicos durarán más que las grietas en las paredes.

El día que cambió la ciudad

Las sirenas chillan en todas direcciones a la vez. Hay polvo y humo y un ominoso olor a gas en el ambiente. Trabajadores de la salud vestidos de blanco trabajan para atender a los heridos. Bajar por la escalera desvencijada, balanceándose de un lado a otro, y salir a la calle parece ser el primer milagro. Afuera, nos abrazamos y lloramos y hacemos balance mientras los temblores continúan. No estamos seguros si es la tierra todavía temblando o el temblor dentro de nosotros.

De vez en cuando, una señal viene a través del teléfono celular y recibimos una pequeña noticia o una oportunidad de hacer una llamada a los miembros de la familia. Después las líneas vuelven a morir y nos quedamos preguntándonos cómo estará el resto de la ciudad. Las madres se desesperan por saber si sus hijos están bien.

En la Colonia Juárez, nuestro edificio resistió el temblor. No podemos ver construcciones caídas, pero sabemos que las hay por las partículas en el aire. Vidrios y piezas de fachadas obstruyen las calles, ahora abandonadas por el tráfico diario que dejó vía libre a los vehículos de emergencia. Los médicos levantan cuidadosamente a una mujer que yacía en el asfalto sobre una camilla, y tratan de no mover la columna vertebral. Algunos dicen que saltó de pánico cuando comenzó el terremoto. Otros dicen que cayó en la calle cuando las piezas de concreto empezaron a romperse.

No hubo ninguna advertencia. Para todos los sofisticados sistemas de sensores de terremotos, el sismo llegó bajo el radar y explotó en nuestra conciencia, sacudiéndonos al mismo tiempo que la alarma inútil. El epicentro estaba cerca, a tan sólo 100 kilómetros de esta ciudad capital de 21 millones de habitantes.

Los terremotos no reciben nombres como los huracanes, así que ¿cómo llamará la posteridad a éste? El «terremoto del 19 de septiembre» ya está usado. El terremoto de esta semana ocurrió el mismo día que el devastador terremoto de hace 32 años que dejó entre 5 y 10 mil muertos o desaparecidos. Nadie soslayó la ironía.

Llegué a México en 1986, siendo una estudiante con una comprensión rudimentaria de la lengua española. Encontré una ciudad en ruinas. Al caminar por las calles, cuadras enteras contenían sólo restos de edificios y los fantasmas de la gente que una vez vivió y trabajó allí. Un gobierno épicamente corrupto se había embolsado el dinero de la ayuda internacional y la reconstrucción tuvo lugar a un ritmo glacial, si es que la hubo. Comencé a recoger historias de sobrevivientes —el terror de estar atrapado, los seres queridos que murieron, la indignación por los dueños de negocios que vinieron a rescatar sus cajas fuertes y objetos materiales dejando a los seres humanos atrapados en lo que quedaba de su inversión.

1985 dejó una huella de terror para toda una generación de habitantes de la Ciudad de México. Cuando la tierra tiembla, lo sienten en cada hueso de sus cuerpos. Incluso un temblor leve envía al menos a alguien al hospital con un colapso nervioso por revivir el trauma. Y este temblor no fue leve. Dicen que el epicentro fue en el estado de Puebla, en la frontera con Morelos, por lo que el temblor de 7.1 golpeó casi con toda su fuerza en estos estados y en la mega-urbe de la Ciudad de México.

Surgimiento del colectivo profundo

Desde el primer segundo, la respuesta fue social. Cuando se sintió el primer temblor, la gente salió a las calles, primero para la seguridad, enseguida para el consuelo. Cuentan abrazados y entre sollozos las sensaciones aterradoras de sentir la tierra moverse bajo sus pies. Buscan a sus seres queridos, compartiendo la poca información que hay, y miran atónitas como se despliegue el drama a su alrededor. Se mueven en grandes manadas a pie, ya que otras formas de transporte han desaparecido del paisaje urbano. Es como las

escenas de las películas post-apocalípticas, excepto que no son pandillas de merodeadores, sino simplemente ciudadanos obligados a volver a lo básico —dos pies, un corazón, ningún teléfono inteligente.

No tardó nada la aparición del colectivo profundo. Radiando desde el círculo interno de la familia y los amigos (¿están bien?, ¿necesitan algo?), empezó a abarcar a extraños completos que no compartían nada más que vivir juntos en una zona de desastre. La juventud tomó la delantera, con miles de hombres y mujeres agarrando un pico y un casco y dirigiéndose a los escenarios de escombros. Jóvenes que percibieron la responsabilidad de lo comunitario y asumieron la tarea con toda su energía y su compromiso. Un tweet popular cita el estereotipo: «Los millennials son unos apáticos que la pasan en las redes sociales y no hacen nada por su país” y a continuación se muestra una foto de una cadena humana de jóvenes pasando suministros a los rescatistas, con la pregunta retórica: «Ahora, ¿qué tienes que decir de nosotros?»

Estudiantes universitarias, obreros, amas de casa y profesionistas, todos juntos, llevan turnos de varias horas de trabajo físico pesado, moviendo rocas, ladrillos y varillas de acero retorcidas. Han venido no sólo como rescatistas, sino como organizadores de base. Aterrizan en un centro de acopio o un lugar donde ha colapsado un edificio e inmediatamente crean sofisticados sistemas para clasificar donaciones, coordinar búsquedas, proteger áreas peligrosas y apoyar a los y las rescatistas. En la UNAM, la mayor y mejor universidad de América Latina, las brigadas llegan y salen continuamente, realizando talleres improvisados para que los grupos nuevos sean entrenados por los experimentados. Transfieren el conocimiento en un proceso de aprendizaje exprés que sorprendería a sus profesores. Tienen que adquirir conocimiento de cosas nunca estudiadas, que ni estaban en el plan de estudios. El conocimiento de cómo salvar su ciudad.

Los voluntarios pasan por las tiendas de herramientas y compran sus propias palas y picos y cascos de colores vistosos. Sociólogas en ciernes y estudiantes de letras se convierten en trabajadores de la de-construcción de un día a otro. El ambiente es serio, triste pero efervescente, cargada de energía cívica. La ayuda llega minuto a minuto, hasta que salen videos anunciando un excedente de emparedados. En los centros de donación establecidos en plazas públicas, parques y albergues, los voluntarios reciben lo que el público da, pero agradecen más las baterías y vendajes. Tres muchachitos, flacos y llevando pantalones desgastados, traen un carrito apilado con cajas de agua embotellada. Un coche pasa y entrega una caja de galletas al policía que dirige el tráfico frente al centro de acopio de la Fuente de Cibeles. Los vecinos llevan ropa y alimentos enlatados. Dos mujeres jóvenes han iniciado un refugio para mascotas de damnificados. Distribuyen folletos que ofrecen croquetas, servicios de perreras y atención veterinaria. Otras van de casa en casa ofreciendo masajes anti-estrés. Todo gratis.

La insurrección urbana

Las reglas de la sociedad capitalista han sido arrojadas por la ventana rota. Quien intenta ganar dinero con la tragedia —y son pocos—es llamado a cuentas. Un mensaje de WhatsApp señala que Walmart y Costco se enriquecen con el dinero de las personas que compran bienes para donar, sin siquiera ofrecer descuentos, mientras que tiendas de abarrotes familiares, que sobreviven con ingresos raquíticos, han vaciado sus estantes para contribuir a los esfuerzos del rescate. «Piensa a quién quieres comprarle en el futuro», advierte el redactor.

Los medios comerciales anuncian la decisión de los bancos de no cobrar comisiones (en México, Citigroup y otros bancos extranjeros cobran más por servicios que en cualquier otra parte del mundo), y Telmex (propietario: Carlos Slim, uno de los hombres más ricos del mundo) ofrece gratuitamente datos de telefonía celular. Pero no es la generosidad empresarial lo que sustenta este movimiento ciudadano. Es la irrupción espontánea del pueblo ayudando al pueblo, mostrando una unidad tribal que el egoísmo de la sociedad de consumo ha empeñado durante décadas en aniquilar. Los vecinos que ayer se quejaban de los perros ladrando hoy se apoyan uno al otro como hermanos recién reunidos. Las parejas abren sus hogares a extraños sólo porque reconocen la necesidad.

A los poderosos no les gusta lo que ven. ¿Cómo es posible que una sociedad entera– atravesando barreras de clase, raza y género– se levanta para ayudarse a sí misma? No puede ser–una respuesta cívica masiva no controlada o canalizada por la élite. ¡Y en la capital del país! Desaprueban en un consenso sin palabras: esto es un mal presagio para el futuro del gobierno autoritario en México, y justo antes de elecciones presidenciales para el relevo del tirano en turno. ¿Qué pasa si la gente ve, como ya se está viendo, que no necesita depender del gobierno? ¿Qué pasa si la flexión de sus músculos cívicos para enfrentar el terremoto les inspira a hacerlo en otras esferas y con otras de las muchas demandas sociales acumuladas, como la lucha por la libertad y la justicia?

Intentan imponer controles. En los albergues, las fuerzas de seguridad permiten que sólo ingresen los reporteros de los principales medios de comunicación, sobre todo el duopolio de Televisa y TV Azteca, grandes aliados del gobierno priista. Los conglomerados de medios informativos están trabajando horas extra para tejer una narrativa falsa que pone realza a los policías, los soldados y los políticos como los héroes del rescate, minimizando el rol de la sociedad civil. Nadie les cree porque lo que todo mundo ve es lo contrario. En un sitio tras otro, las fuerzas de seguridad están paradas mientras los ciudadanos voluntarios realizan las tareas; o peor aún, aquéllas obstruyen las labores urgentes. Como las hormigas que salen de las grietas con un plan maestro instintivo, es la ciudadanía organizada quien está transformando su ciudad, y al mismo tiempo, su cultura política para los años venideros.

En la Avenida Cuauhtémoc, un grupo de personas queda pasmado en la banqueta viendo el teatro de la vida real. Un edificio de cuatro pisos se tambaleó y cayó hacia atrás. En minutos, se convirtió en una placa gigante de loza, que una vez fue un techo, encima de una enorme pila de escombros. Los rescatistas suben al techo como a un resbaladero

enorme y usan cuerdas y picos para tratar de excavar en las ruinas en busca de sobrevivientes. Cientos de rescatistas improvisados, con cascos baratos, los ven desde el suelo ahora firme, muchos con sus puños en alto rasgando el aire. En el lenguaje sísmico, un puño levantado no es un símbolo de lucha y resistencia sino una señal para mantener un silencio absoluto. Nadie habla. El silencio de una multitud en una de las ciudades más ruidosas del mundo resulta extraño, pero tiene un propósito. Todo el mundo está alerta, con la esperanza de escuchar una pequeña voz o un leve movimiento que muestre que alguien sigue vivo bajo los escombros. Entonces los rescatistas sabrán dónde excavar y extraer otra victoria de las fauces del desastre. Los adolescentes con los puños levantados silencian incluso a los autos que pasan por la calle.

Desafortunadamente, esta vez no hay victoria. Al salir, están diciendo que la demolición comenzará pronto. Una vez que el equipo pesado entra en acción, la esperanza de vida emergente se extingue. Los trozos de concreto se desplazan y se asientan y si hay sobrevivientes serán aplastados. Cada día que pasa reduce las posibilidades de encontrar personas vivas. Algunos medios de comunicación social denuncian que las fuerzas armadas desplegadas por el presidente quieren meter ya las retroexcavadoras y grúas, renunciando al hilo de esperanza de que alguien todavía pueda ser sacado vivo. Pero este es el hilo que motiva a cada brigadista a seguir trabajando durante toda la noche y al día siguiente, incluso bajo el granizo y la lluvia. La prensa local informa que 69 personas han sido rescatadas con vida.

Mientras siguen las labores de rescate y reacomodo, miles de personas acuden en ayuda de extraños sin pensar si las víctimas «lo merecen» o no, sin distinguir o discriminar, sin discursos ni fanfarrias. Es una ciudad entera en solidaridad consigo misma, rebasando a un gobierno desesperado por recuperar la legitimidad y marginando a las fuerzas de seguridad y los políticos.

Tal vez esos puños levantados sí son un símbolo de resistencia, después de todo.

Un desastre natural surge de la naturaleza, pero no es un desastre hasta que afecta a la especie que tiene el poder de nombrar. Los seres humanos los nombramos desastres porque cuando la tierra se mueve o los vientos se agitan, destruyen lo que hemos construido y amenazan nuestras vidas. Para la tierra, éstas son meras adaptaciones internas a procesos milenarios. A la larga, seríamos irrelevantes si no fuera por nuestra tremenda capacidad de destrucción.

Es esa conciencia de nuestra insignificancia y vulnerabilidad lo que nos aterroriza cuando empiezan los temblores. El sentido de sí mismo resulta socavado de modos que no podemos explicar. Pero cuando el individuo se desvanece y el colectivo profundo surge para salvar, proteger y cuidar, no puedes dejar de pensar, después de todo, que quizás en su mejor momento hay algo trascendente en la raza humana.

Irónicamente, para la Ciudad de México, entre los escombros, el dolor y la incertidumbre, este es el momento.

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