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Los pueblos originarios y su lucha histórica contra las políticas coloniales. El extractivismo y una política de dominación estructural. La transferencia de excedentes económicos y de activos ecológicos al Norte Global y el papel de las élites locales. Análisis estructural sobre el litio y los capitales globales, la falsa transición energética y la degradación de la democracia.
En plena vorágine electoralista, la rebelión liderada y sostenida por las comunidades originarias del pueblo plurinacional de Jujuy ha puesto sobre la mesa la mayor amenaza que atenta contra las aspiraciones mínimamente republicanas y democráticas en el país (y más allá). A cuarenta años de “recuperación de la democracia”, ésta se ve severamente socavada y degradada bajo el yugo del mandato extractivista que, en los últimos años, gobierna de facto la Argentina.
Un país que lleva en su propio nombre la marca indeleble de su trágico origen colonial (Argentum), a más de 200 años de su pretendida independencia, sigue lidiando contra la coalición de fuerzas que hiciera de sus territorios y poblaciones originarias, una mera zona de saqueo.
De la época fundacional de la plata (de la que éramos en realidad apenas el “camino real” y hinterland —zona de influencia de un puerto o de una gran ciudad—) a la actual era de la soja, el gas de fracking y el litio, el mismo patrón de poder sacrifica las condiciones materiales básicas de la Res pública bajo el peso opresivo de los costos socioecológicos del “modo de vida imperial” de exiguas minorías privilegiadas. La condición de privilegios es, de por sí, antagónica a la idea de república; radicalmente inhibitoria de cualquier elemental concepto de democracia.
Lo que desnuda la rebelión popular jujeña y la feroz agresividad represiva del poder (estatal-corporativo) es justamente la contradicción manifiesta e insalvable que existe entre extractivismo y democracia. El extractivismo no es sólo un modo de concebir y de tratar a la “Naturaleza” (visión occidentalocéntrica que reduce la Tierra a mero reservorio de “recursos naturales”).
El extractivismo es, ante todo, un patrón socioterritorial de poder; un modo de organización y producción oligárquica de los territorios y poblaciones —de sus bienes vitales, sus fuentes hidroenergéticas y sus capacidades re-productivas geoculturales— subordinadas al servicio del mantenimiento de condiciones de vida privilegiadas; vale decir, exclusivas y excluyentes.
En el reciente estallido jujeño es claro que el motivo material de fondo es el litio; mineral que se erige como el hasta ahora último eslabón de la pesada cadena colonial que opera la férrea sujeción de la economía “nacional” a la división internacional del trabajo (y de la Naturaleza).
Es que, en estos tiempos de crisis climática e hidro-energética, de sobreexplotación y sobrepasamiento de los límites planetarios, pero también de reacomodamientos de la jerarquía inter-estatal y crisis de la dinámica capitalista convencional, el litio ha pasado a ser el objeto de codicia emblemático y epicentro de las pujas geopolíticas, precisamente, entre las grandes potencias y las megacorporaciones transnacionales que se disputan el control oligárquico del mundo.
Entre esas pretensiones globales de apropiación concentrada y los yacimientos, las élites (económicas y políticas) internas (nacionales y provinciales) se conciben y se plantan en su rol histórico de intermediarias —subordinadas pero necesarias— para la realización del negocio extractivista. Su miopía rentística y cortoplacista no les permite mirar los salares sino como meros yacimientos a ser explotados; la única discusión y el único criterio que se plantean gira en torno a “cuántos dólares pueden aportar las sales de litio”.
No les importa que el destino de la materia, las tecnologías, las ganancias y los intereses sean ajenos; mucho menos, el resguardo de territorialidades de valor geocultural único, ni la viabilidad del país a mediano plazo; sólo se disputan una tajada del botín. La creación y actuación de la Mesa Nacional del Litio, así como el veto de los gobernadores a laLey de Humedales ponen al desnudo intereses y motivaciones del mandato extractivista “público-privado”. Aunque hablen del “desarrollo nacional”, la renta extractivista va a alimentar —como históricamente sucedió— sus privilegios de clase y las redes clientelares de la gobernanza colonial doméstica.
Mientras tanto, para esa mirada imperial-colonial, los habitantes de esos territorios ancestrales son unidimensionalmente vistos como un mero obstáculo a ser removido. Más allá de tácticas y estrategias, las operaciones de remoción conjugan ecuaciones diferenciales de asistencialismo y represión. Pueden consistir en “audiencias públicas” e instrumentos de consulta totalmente viciados o la lisa y llana violación de los propios mecanismos y resguardos legales de derechos territoriales y humanos. Generalmente, se combinan y potencian con las “políticas de responsabilidad social” de las corporaciones, que son las que —de facto— pasan a detentar el control de esos territorios que, ahora, son sus “zonas de operaciones”.
Desde su sabiduría ancestral, los pueblos habitantes de esos territorios —quienes en realidad construyeron las condiciones de habitabilidad de esas geografías, creando modos de vida y economías políticas sincronizadas y acopladas sinérgicamente a esos ecosistemas— hoy se levantan, una vez más. Esta vez para decir “el agua vale más que el litio”.
Expresión de un lenguaje de valoración radicalmente antagónico al sentido común hegemónico (y que, por eso mismo, resuena absurdo, irracional, para grandes mayorías citadinas, inmersas en los ritmos y modos del entorno artefactual industrial-digital dominante), semejante planteo desnuda a la vez el antagonismo inexorable entre república y régimen extractivista, así como las falacias construidas en torno al litioy su presunto valor estratégico para la denominada “transición energética”.
El mandato extractivista, las falacias en torno al litio y las cadenas del poder colonial
El mandato extractivista condensa la colonialidad constituyente de la coalición de fuerzas sociales y culturales, económicas y políticas, que abraza —con fervor o resignación; con “patriotismo” o pragmatismo— la matriz primario-exportadora como “destino manifiesto” de la “Nación”.
La novelísima formación política que naciera del desmembrado Virreinato del Río de la Plata —con las mismas aspiraciones republicanas tempranamente arrebatadas por los intereses oligárquicos de contrabandistas de cueros y tasajos— proyecta sus sombras hasta el siglo XXI, en un país territorialmente fragmentado entre grandes extensiones sojeras, enclaves petroleros y mineros. La fractura social que separa a ganadores (en dólares) y perdedores (a la intemperie de la precariedad), se agiganta a medida que los bandos de la grieta retórica se empecinan —bajo distintos modos— en perseguir el oxímoron del “desarrollo” primario-exportador.
Frente a ese panorama, el enunciado político del levantamiento del pueblo plurinacional de Jujuy, “el agua vale más que el litio”, denuncia el pacto oligárquico-rentístico que acecha la república. A nivel de provincias y a escala nacional, ese pacto articula a la clase gobernante de los distintos signos partidarios con también distintas expresiones de la (lumpen) burguesía vernácula, arrendatarios de tierras, subcontratistas y/o “proveedores” de las grandes transnacionales, las que de verdad manejan y controlan las cadenas de valor de las commodities; cadenas de suministros de insumos ecológicos críticos y de transferencia de excedentes; cadenas que traccionan el desarrollo de la dependencia.
La consigna de los pueblos de los salares denuncia también los intereses oligárquicos globales que hoy rigen la explotación del litio. Deja al descubierto las falacias pseudo-ambientalistas construidas como dispositivos de legitimación de la destrucción sacrificial de los humedales altoandinos. Es que, en efecto, muy lejos de las preocupaciones por el cambio climático y los objetivos de reducir las emisiones de dióxido de carbono (CO2), lo que impulsa la actual “fiebre del litio” es el interés de grandes capitales —articulados en la rama automotriz, una de las máximas responsables de la contaminación fósil— por la apropiación del lucro diferencial que ofrece el negocio de la nueva mercancía de lujo global: los automóviles eléctricos.
Presentado en los discursos mediáticos y hasta pretendidamente científicos como un mineral estratégico para la “transición energética” hacia una era “post-fosilista”, el litio no es, sin embargo, un insumo relevante en las infraestructuras de captación de energía de fuentes renovables (eólica y solar); sólo es clave en medios de acumulación de energía eléctrica (baterías). Y dentro de éstas, si bien es cierto que su uso está desplegado en la vasta diversidad de productos tecnológicos de la vida contemporánea (celulares, computadoras), su demanda no es proporcionalmente voluminosa.
Lo que, en realidad, explica el crecimiento exponencial de la demanda y la cotización mundial del litio son enormes volúmenes requeridos por las baterías de autos eléctricos: el 65 por ciento de la demanda actual de litio (y proporciones aún crecientes de la demanda proyectada) va a parar exclusivamente a la fabricación de autos eléctricos. Aunque éstos no emiten, por cierto, CO2 durante su funcionamiento, sí lo hacen a lo largo de toda la cadena de extracción de sus insumos, de fabricación, montaje y distribución. Con un agravante: un automóvil eléctrico consume en promedio siete veces más minerales que un auto equivalente a combustión fósil. No sólo su valor monetario es considerablemente superior —hasta elitista—, sino más aún sus costos o huellas ecológicas.
La geografía económica y política de la cadena de valor del litio refleja con nitidez la estructura colonial de la economía global; la matriz de apropiación y consumo desigual del mundo. A lo largo de toda la cadena se pone de manifiesto su carácter oligopólico: cuatro empresas (las norteamericanas Albemarle y Livent, la china Tianqi y la chilena SQM) concentran históricamente el 80 por ciento de la extracción; la producción general de baterías de litio está concentrada en diez empresas y sólo tres de ellas (la china CATL, la coreana LG y la japonesa Panasonic) concentran el 68 por ciento de la provisión de baterías de automóviles.
La fabricación de autos eléctricos está concentrada en diez automotrices, cinco de ellas (la norteamericana TESLA, las chinas BYD y BAIC, la alemana BMW y la japonesa Nissan), controlan el 45 por ciento del total.
Como es de suponer, la demanda (actual y proyectada) de autos eléctricos está geográficamente concentrada en los países del Norte Global y socialmente en los segmentos de mayores ingresos.
Las dos grandes explotaciones que están extrayendo litio en el país son proveedores estratégicos de dos grandes automotrices: el proyecto Olaroz, en Jujuy, controlado por Toyota; y la norteamericana Livent (Catamarca) con un contrato de abastecimiento a largo plazo con BMW. Así, paisajes agropastoriles y territorialidades ancestrales —ahora renombrados por los nuevos poderes conquistuales como el “Triángulo del litio”— son las nuevas zonas de sacrificio para el abastecimiento de un mercado global concentrado, elitista y excluyente.
Aunque se diga que litio es “imprescindible” para las “energías limpias” hoy, en realidad, se usa para la fabricación de una mercancía oligárquica por excelencia: un bien de lujo, diseñado y fabricado por pocos y para pocos; insustentable por antonomasia. En el extremo inicial de la cadena del litio, geoculturas milenarias y comunidades —realmente— de bajas emisiones son gravemente amenazadas y puestas en riesgo de extinción; en el extremo final, el consumo suntuario de una economía global oligárquica.
Las culturas creadoras de la habitabilidad de las regiones puneña y altoaldinas tienen claro que la lucha por la autonomía, la autodeterminación y la independencia implica romper la cadena: dejar de ser los últimos eslabones del mandato extractivista que rige el mundo. Como un mensaje que va más allá de nuestro país y que nos interpela como especie, comunidad biótica, su levantamiento nos quiere advertir que —en las nuevas condiciones geológicas que atravesamos—, más nos vale no sólo dejar el petróleo bajo tierra, sino también el litio en sus humedales.
*Colectivo de Investigación de Ecología Política del Sur (IRES-Conicet-Universidad Nacional de Catamarca)
Publicado originalmente en Agencia Tierra Viva