«Cuánto sufre un analfabeto, no se lo imagina nadie; porque hay algo que se llama autoestima, que es más importante, incluso, que los alimentos, la autoestima. La calidad de vida es otra cosa, calidad de vida es patriotismo. Calidad de vida es dignidad, calidad de vida es honor; calidad de vida es la autoestima a la que tienen derecho a disfrutar todos los seres humanos”: Fidel Castro, en las escalinatas de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires en 2003.
Cuando un dirigente sacralizado muere de ancianidad los pueblos desamparados consideran, sin embargo, esa muerte una muerte violenta.
Cuando los estudiantes del año 3000 abran sus libros de historia en las páginas del siglo veinte leerán quizá: URSS, Stalin; Yugoslavia, Tito; Gran Bretaña, Churchill; Francia De Gaulle; China, Mao. Preguntarán entonces: “¿Eran los nombres de las capitales?”. Se les contestará “no, eran los nombres de los dioses de ese siglo”. Y los niños de las escuelas del futuro sacudirán la cabeza pensando que difícil sería para los hombres vivir en un tiempo en el que los dioses habitaban entre ellos. Así lo citó Bernard Chapuis en Le Monde, a propósito de la muerte de Mao Tse Tung.
«Cuánto sufre un analfabeto, no se lo imagina nadie; porque hay algo que se llama autoestima, que es más importante, incluso, que los alimentos, la autoestima. La calidad de vida es otra cosa, calidad de vida es patriotismo. Calidad de vida es dignidad, calidad de vida es honor; calidad de vida es la autoestima a la que tienen derecho a disfrutar todos los seres humanos”: Fidel Castro, en las escalinatas de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires en 2003.
Fidel murió anciano, cuando llevaba más de diez años extrañado del poder. Ese fue el destino del refundador de la nación cubana: envejecer junto a su proyecto político.
Los estadistas que perviven cargan con los altibajos de hacerse cargo de la realidad, los cambios, las defecciones, las contradicciones, los retrocesos, el deterioro que es compañero del paso del tiempo. También les caben los logros, las conquistas, el amor de los propios, el odio inalterable de las derechas del mundo, tanto las que celebraron en las calles de Miami como las que se regodearán en los medios dominantes y en los quinchos VIP.
Su nombre es el de su patria, de los que menciona la cita de Chapuis. Parte el último fundador de naciones del siglo XX, que fue sucesivamente y sin fatiga, un joven insurgente con las armas en la mano, un tribuno de su propia causa, el estadista que intentó el asombroso experimento de implantar el socialismo en un solo país, pequeño en tamaño y población.
Consiguió lo imposible: sobrevivir él mismo y su proyecto al asedio del mayor imperio de la historia, sito a tiro de cañón de la isla. La CIA, el Departamento de Estado, tantos presidentes de Estados Unidos planificaron su derrocamiento, la invasión, carradas de atentados terroristas, aquellos que los gringos condenan cuando hablan ex cátedra pero que promueven y concretan más que nadie.
Este cronista renuncia acá a un veredicto genérico sobre la vastedad de su obra, las carencias del proyecto revolucionario, las fallidas acciones económicas, las libertades públicas limitadas o conculcadas, la zafra desmesurada, el período especial, Fresa y Chocolate. En estos días y semanas “todo el mundo” pontificará sobre Fidel, su prédica y sus políticas que fueron mutando conforme pasaron los años.
Un método comparativo justo, supone sin originalidad quien esto escribe, debe cotejar a Cuba con lo que era a fines de la década del ‘50: un burdel poblado de casinos, tal como reseñó Francis Ford Coppola en El Padrino. O con otras comarcas de su región, que eligieron (o fueron sometidas) a un trato más amigable con la mega potencia vecina.
La Guerra Fría es ahora una evocación distante, para muchas personas tan remota como el Imperio Romano. En su momento, formateó el mundo bajo paradigmas imposibles de evaluar con los imaginarios del siglo XXI. En aquel entonces Fidel quiso exportar la Revolución, una fantasía ampulosa. El Che Guevara murió en esa empresa: quedó en la memoria para siempre, joven, bello y perfecto. Como Evita… A Fidel le cupo el rol de Perón: seguir a cargo de la política cotidiana, mostrarse maduro o enfermo, sobrellevar desafíos y desdichas.
Desde hace décadas los cubanos que salen en misión de las islas exportan educación y salud. Puertas adentro su país desconoce el analfabetismo, el hambre, las enfermedades que agravan la pobreza. Eso no vale nada en el inventario del modelo hegemónico, que se conduele verbalmente de la miseria mientras la provoca.
El presidente boliviano Evo Morales, que lo admiró como un pibe de sectores sumergidos que fue (y sigue siendo), lo evocó en el canal Telesur y arrimó una cifra, que vale la pena subrayar. Setecientos mil bolivianos fueron operados de la vista por médicos cubanos. La propia Canciller argentina Susana Malcorra comentó un par de meses atrás que la única acción internacional sanitaria exitosa en África es la emprendida por Cuba. Ni los grandes estados del planeta, ni los laboratorios multinacionales, ni las ONG (aun las virtuosas, que las hay) son eficaces o siquiera presentes.
Tres generaciones lo conocieron como parte del paisaje. Martín Rodríguez, periodista y ensayista nacido mucho después de la entrada en La Habana, publicó en su cuenta de twitter @tintalimón fotos de Fidel con protagonistas de primer nivel, muchos de ellos ya fallecidos. Y escribió “Fidel fue un Zelig al revés. Fotos de él con todos y en todos los tiempos sin ser camaleón”.
Según los sabios de la tribu, era imposible soportar la agresión estadounidense. Solo lo sostenía el oro de Moscú: era imposible que sobreviviera a la caída del Muro de Berlín y a la entropía del “socialismo real”. Pudo, sin embargo.
Se consagró como orador larguero cuando se defendió en los tribunales de Fulgencio Batista. “Condenadme, no importa. La historia me absolverá”. Habló y peroró sin pausa. Acaso fue el mejor predicador de una etapa pródiga en elocuencia política. Dialogó con las masas, adoctrinó, educó con el verbo. Se explayaba durante horas porque tenía mucho que decir. Se remontaba a la historia para llegar a la coyuntura. Una visión coherente del mundo, una ideología que desea cambiar el mundo debe primero compartirse, explicarse, comprenderse.
El discurso de la Facultad de Derecho mencionado en el epígrafe congregó a miles de argentinos, muchos de los cuales apenas lo conocían, porque era un prodigio de comunicación que se iba extinguiendo.
En los últimos años de vida activa fue constructivo con las nuevas democracias que surgieron en este sur. Los líderes más radicales, el venezolano Hugo Chávez y Evo, lo admiraban y también escuchaban. Su mayor consejo era acordar un rumbo común con los gobiernos reformistas de Brasil y Argentina.
La relación con el kirchnerismo tuvo momentos de idilio, vicisitudes y conflictos, como el vinculado con la médica disidente Hilda Molina. Pero primó la alianza objetiva. La perspicacia política del león devenido herbívoro captaba que cada etapa tiene su lógica, sus imposiciones.
Su piné trascendió las fronteras de su patria. Su partida fue un hecho violento, el segundo final del siglo XX. Justo cuando el acercamiento entre Washington y La Habana, un destello de lucidez, está en jaque.
El socialismo real es pasado, lejano. Una versión actualizada y nítida del fascismo y la xenofobia son el producto actual del mix entre capitalismo y democracia en muchos países del centro del mundo.
La muerte no sorprende, estaba en las predicciones y las intuiciones. De cualquier modo, acongoja y refuerza la admiración por el líder gallardo que jamás hocicó, jamás fue lamebotas, jamás dejó de expresar a su patria, al son propio de los cubanos.