Ciudad de México | Desinformémonos. En 1965, a través de un decreto presidencial emitido por Díaz Ordaz, comenzaría el fin de uno de los relatos más oscuros albergados en el imaginario colectivo de la ciudad y que tres años después concluiría con la clausura y demolición del Manicomio de la Castañeda.
Tal y como el aroma a café provoca que la memoria de Lilia Vázquez regrese a un tiempo en específico en donde, con no más de diez años cumplidos, percibía el mismo aroma proveniente de la cocina en donde se preparaba el café con leche dentro de ollas y peroles, mientras acompañaba a su mamá al trabajo en uno de los pabellones femeninos. Más de cincuenta años han pasado y Lilia aún recuerda a Lupita, una anciana de cabello blanco que lloraba porque su familia la encerró en ese lugar porque no les quiso dar su dinero, mientras se aferraba a un pequeño saco de tela que guardaba en su pecho y que, en palabras de la abuela, contenía todas las joyas que no les dejó a sus familiares.
Pareciera que todo ha sido narrado ya: historias que dan cuenta de todo tipo de injusticias que se ejercían dentro de los muros del nosocomio, notas de corrupción, como en cualquier proyecto gestionado por el Estado, malas prácticas médicas, insalubridad y una institución psiquiátrica que, si bien era considerada en un principio como un hospital de vanguardia, las nuevas prácticas y la misma ciudad la consumieron hasta asfixiarla.
Todas las historias parecieran formular y reforzar la leyenda negra del Palacio de la Locura y, aunque todo eso sea cierto, aún faltan historias por contar.
“Mis padres fueron trabajadores de la Castañeda”, narra Lilia en entrevista. Ella, junto con sus ocho hermanos crecieron en la misma casa, misma que aún muestra los gruesos ladrillos de adobe que eran comunes en las construcciones previas a la invención de materiales más ligeros y baratos. Su voz, da cuenta de los más de 60 años de vida, mientras relata que su papá era el encargado de las hortalizas en el hospital y que su mamá entró a trabajar como enfermera después de quedar viuda. Y explica que en ese tiempo, el presidente les dio un pequeño terreno a los trabajadores del manicomio.
Esa casa, en donde crecieron Lilia y sus hermanos, junto con muchas casas más, formaban “La Franja”, una hilera de construcciones continua e ininterrumpida a lo largo de, más o menos, kilómetro y medio sobre la aún más larga avenida Centenario, pues ésta llega hasta los límites con la zona de Santa Fe. Todas las casas juntas conformaban el límite austral de los terrenos del manicomio “Sólo se les dio el terreno y cada quien construyó como pudo”.
Lilia era, junto con su otra hermana, Rosa, las únicas dos mujeres de esa familia. La memoria de Javier, hermano de Lilia, también se pone en marcha cuando conversa con su hermana y su gemelo Francisco. Los tres hacen esfuerzos por recordar el nombre de alguno de los singulares personajes que conocieron dentro del manicomio; de pronto “El General”, aparece en la plática: un paciente al que ellos, hace mucho tiempo ya, veían siempre con una cachucha militar y que rondaba los criaderos de animales dentro de La Castañeda. “Siempre buscaba una gallina muerta y, cuando la encontraba, la arreglaba y la ponía a cocer en un bote alcoholero para después dársela de comer a los cuatro vientos”, recuerdan.
La vida en el hospital psiquiátrico
“No sé si era militar, o si fue, o si quiso ser, pero le decían así, El General. Una vez, dentro de su loquera, se abrió el abrigo y estaba desnudo”, recuerda Lilia con preocupación. Francisco, que vive en la misma casa, recuerda un nombre más, el de Uribe, otro paciente que, además, trabajaba como zapatero remendón. “Nos juntábamos a un lado de él mientras componía nuestros zapatos. Él les ponía las tapas o los cocía y tenía una chocita en donde vivía”, narran. Así, con Uribe y El General, empiezan a brotar los recuerdos de más y más pacientes que trabajaban en el mismo hospital, ya sea ayudando al panadero o al carnicero, trabajando en los hornos tabiqueros dentro del mismo manicomio, o para preparar y llevar la comida a los internados en los diferentes pabellones.
Todos coinciden en que, a pesar del trauma de ver a El General desnudo, los recuerdos que tienen sobre sus vivencias en el manicomio son positivas y también recuerdan la vida de los enfermos internados. “Los domingos venían los familiares de los pacientes”, recuerda Lilia. “No de todos, sólo a los que aún procuraban sus familias. Salían a los jardines que tenía la institución y se sentaban en el piso. Les llevaban comida a los pacientes y a veces iban los hijos o los hermanitos”, explican.
Para Javier y Francisco, los domingos, días destinados para que los familiares visitaran a los pacientes, eran provechosos, pues, junto con sus otros hermanos, se disponían a vender paletas de hielo a 15 centavos a los pacientes y a sus visitas que también podían ingresar a la sala de cine que se encontraba dentro del hospital. Posteriormente, en la parte más profunda de los terrenos, subiendo la colina sobre la que se asentaba el manicomio y que conforma parte de la parte más baja de la Sierra de las Cruces, había canchas de fútbol, béisbol en donde jugaban los niños que habitaban La Franja. “También había macheros, había vacas, borregos, gallinas”, recuerda Javier; las huertas y las granjas eran también cuidadas y trabajadas por algunos pacientes del hospital. Al final del terreno, había una presa que alimentaba de agua a todas las instalaciones.
El cierre de una época
La Castañeda cerró sus puertas en 1968, los hermanos no son extraños a las razones de su clausura y a la mala reputación que tuvo el manicomio al final de sus días. La carencia de insumos y medicamentos venía creciendo en años anteriores, además del hacinamiento que provocó que la población de enfermos dentro del hospital se triplicara. “Había mucha insalubridad, no había baños para bañarse en el mismo pabellón, los pacientes tenían cada semana el baño según el pabellón que le tocara, eran hombres y mujeres por separado”.
“Mandaron a los pacientes a otros hospitales”, narra Javier, y “algunos pararon en Hospitales del Estado de México como el Samuel Ramírez, otros en Puebla, en Pachuca o en el Fray Bernardino. Los niños fueron llevados al Juan N. Navarro”.
Los trascabos, trabajadores de la construcción, entraron a tirar casi todo -La fachada porfiriana fue comprada por un particular y llevada piedra por piedra a Amecameca- aún con pacientes internados. Francisco nos menciona que muchos pacientes empezaron a escaparse porque no sabían a donde iban a llevarlos. “Algunas familias de los alrededores los “adoptaron” para que les trabajaran sin sueldo, sólo a cambio de comida. También nos enteramos que los pacientes que se llevaron a Puebla andaban deambulando por toda la carretera buscando cómo regresar para acá porque era lo único que conocían”.
Sin embargo, el cierre de La Castañeda no fue sólo una política de salud pública. Varios factores desencadenaron el fin de una época de la psiquiatría en México, y entre estos cabe destacar la presión de empresas constructoras para dividir y repartir el gran terreno sobre el que se encontraba el manicomio, así como la migración de otros estados que terminó acrecentando la mancha urbana y los intereses económicos que pudieran resultar de todo esto.
*Este reportaje fue producido por estudiantes del Taller de Periodismo de Investigación del plantel Tezonco de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM).
Hola, buenas tardes, siempre me ha llamado la atención conocer aspectos del manicomio de la Castañeda y quiero felicitarlos por su investigación ya que me parece muy interesante y diferente a otras que en realidad se me hacen repetitivos y someros, sin embargo, mi curiosidad va más allá y quisiera saber si personaje Lilia Vázquez es verídico, ya que me gustaría platicar con ella para ver si es posible aclarar muchas dudas que me han surgido sobre el tema y que a decir verdad no he podido encontrar en ningún artículo, agradezco esta otra visión que ustedes narran y reitero mis felicitaciones