Foto: Frontera agrícola sudamericana.
La agricultura comercial a niveles industriales fue la causa de algo más del 40% de la deforestación de bosques tropicales entre los años 2000 y 2020 a través de tres agentes principales: la cría de ganado vacuno, el cultivo de aceite de palma y las plantaciones de soja, utilizada principalmente también para la cría intensiva de ganado. Los datos consolidados y obtenidos gracias al cruce de cientos de bases de datos gubernamentales los ha aportado la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) hace apenas unas semanas. El mismo seguimiento, actualiza el reparto de tierras: los bosques son el hábitat del 80% de las especies de anfibios, el 75% de aves y el 68% de mamíferos y esos mismos bosques tropicales diezmados albergan alrededor del 60% de todas las especies de plantas vasculares. Es decir, la inmensa mayoría tanto en número de especies como en cantidad de individuos, ya que solo se quedarían fuera de este paraguas los musgos y las algas.
Con el agravamiento de la crisis climática y teniendo en cuenta no solo la deforestación, sino que la producción de alimentos representa más de una cuarta parte (26%) de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero, varias corrientes dentro del ecologismo contemporáneo abogan por un giro en la dieta humana para orientarla hacia opciones fundamentadas en el vegetarianismo y el veganismo. Los impactos del cambio dietético en las emisiones de gases de efecto invernadero, el uso de la tierra, el uso del agua y la salud se han revelado fundamentales en la ecuación del calentamiento global, a pesar de la reacción del lobby de la carne con decenas de propuestas de limitación de estos mercados emergentes.
Las emisiones procedentes de la producción de alimentos por sí solas nos llevarían a superar los 1,5°C este siglo
Las principales fuentes de emisiones de gases de efecto invernadero se encuentran en los sectores de energía y producción de alimentos. A veces se sugiere la idea de enfocarse exclusivamente en uno de estos aspectos, pero esta perspectiva es engañosa. Abordar el cambio climático implica necesariamente reducir nuestra dependencia de los combustibles fósiles. Asimismo, como se expone en este artículo, es crucial abordar la producción global de alimentos para lograr los objetivos climáticos señalados por el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) e incluso los menos ambiciosos sostenidos por la comunidad internacional a través de los acuerdos de las Cumbres del Clima. De hecho, los modelos matemáticos más recientes constatan cómo, aunque pudiéramos detener las emisiones de combustibles fósiles de inmediato, las emisiones derivadas de la producción de alimentos por sí solas superarían significativamente el límite de carbono de 1,5°C, dejando poco margen para cumplir con la meta de 2°C. También las grandes revistas médicas de impacto mundial, como la británica The Lancet, llevan años avisándolo, como en el más que citado informe Dietas saludables a partir de sistemas alimentarios sostenibles.
En aquel trabajo, participado por investigadoras e investigadores de las principales escuelas médicas del Reino Unido, ya se propuso una disminución del 81% en el consumo de carne para el año 2050, limitando la ingesta a un máximo de 300 gramos de productos cárnicos por persona y semana. De no cumplirse este ajuste, el informe sugiere que alcanzar el objetivo del Acuerdo de París de mantener las temperaturas por debajo de los 1,5ºC sería “extremadamente desafiante o prácticamente imposible”.
De hecho, según el trabajo publicado en 2019, la transición hacia una dieta basada en vegetales se presenta como una condición esencial para lograr un sistema alimentario sostenible. Pero en los últimos artículos científicos a este respecto las mismas tesis se hacen cada vez más palpables. En Impactos ambientales de la producción de alimentos, firmado por investigadoras de la Universidad de Oxford, se llegó a la estimación de que el 50% de la tierra habitable se destina a la agricultura y que, de ese porcentaje, el 77% se utiliza para la producción pecuaria, como la tierra de pastoreo y la destinada a la producción de pienso, y tan solo 23% al resto de cultivos, incluidos la alimentación humana directa.
Los datos también son cristalinos a nivel energético. Aproximadamente el 36% de las calorías provenientes de los cultivos a nivel mundial se destinan a la alimentación del ganado, mientras que ese porcentaje asciende al 55% para la población humana en general. Esta proporción refleja una enorme extensión de tierras de cultivo exclusivamente dedicada a la producción de alimento para el ganado, principalmente a partir de la soja, lo que ha resultado en la pérdida de miles de hectáreas de bosques, especialmente en la región amazónica.
La mayor parte de la soja consumida en el Estado es transgénica
Además de producirse principalmente para consumo animal, más del 90 % de la producción de soja en Brasil, Estados Unidos y Argentina, principales exportadores a España y la Unión Europea, es de origen transgénico. En otras palabras, las semillas de soja han sido modificadas genéticamente, incorporando genes de otros organismos mediante ingeniería genética. Este enfoque, si bien otorga propiedades como la resistencia a herbicidas, también conlleva riesgos imprevistos para la salud, el medio ambiente y la seguridad alimentaria, dado que la manipulación genética puede desencadenar efectos no deseados, como abordó y documentó la organización Ecologistas en Acción durante su campaña Cultivos que matan.
La característica distintiva de la soja transgénica es fundamentalmente su resistencia a herbicidas, especialmente al glifosato, ampliamente utilizado para eliminar plantas competidoras por recursos como agua y nutrientes. A lo largo de la última década, se han desarrollado variedades transgénicas que resisten a herbicidas más potentes, como el glufosinato y el agente naranja, autorizadas en los tres países mencionados y, de manera indirecta, también en la Unión Europea y el Estado español. En una buena ristra de casos, una sola variedad puede tolerar múltiples herbicidas.
La aplicación masiva de un solo herbicida en los monocultivos de soja transgénica ha propiciado la aparición de malezas resistentes a estos productos. La resistencia al glifosato, por ejemplo, fue identificada por primera vez en Estados Unidos en 1998, y hasta finales de 2020 se habían confirmado 53 casos en todo el mundo, con 19 de ellos en Brasil. Como respuesta, se ha optado por desarrollar variedades de soja resistentes a varios herbicidas, fomentando el uso de combinaciones de herbicidas más tóxicos.
El modelo de producción de la soja transgénica depende en gran medida del uso de agrotóxicos, alcanzando alrededor de 500 millones de litros al año solo en Argentina. El abuso de estos productos químicos es tan pronunciado que, según la organización Naturaleza de Derechos, se podría afirmar que en Argentina “llueve glifosato”. Tanto el glifosato como la atrazina, los herbicidas más utilizados en el cultivo de la soja argentina, se detectan en el 80 % de las muestras de agua de lluvia analizadas en el estado latinoamericano.
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