Foto: Llegados desde Uzbekistán hace unos 100 o 150 años, los 20.000 y 30.000 jogi se concentran principalmente en el norte de Afganistán. Tras una vida seminómada, Bibi Nazuk vive ahora con su hijo Oral, líder de una comunidad que ha decidido establecerse definitivamente en las afueras de Mazar-e Sharif. (Inès Gil)
“Entren a mi casa, con este sol, el calor es terrible”, invita Sabrena, que se inclina para entrar en su tienda y se sienta con las piernas cruzadas sobre una fina manta. Con una mano, levanta su burka azul celeste: “Estuve en la ciudad para pedir algo de dinero. Desde el regreso de los talibanes, es mejor que las mujeres salgan a la calle con un velo completo”. En su rostro se destaca un par de grandes ojos negros. Como muchos jogi, su piel morena es más oscura que la del resto de la población. “Soy de Faryab, en el noroeste, pero mi abuelo es de Tashkent, en Uzbekistán”, indica.
Sabrena se da la vuelta y levanta a su bebé, que gatea a su alrededor. “Tiene 10 meses. La primera tiene 3 años. Me gustaría poder enviar a mis hijos al mercado a recoger los residuos de plástico, pero todavía son muy pequeños. La niña, tal vez en un par de años”.
El campamento de los jogi, situado en las afueras de Mazar-e-Sharif, la gran ciudad del norte del país, cuenta con unas 15 familias y ningún niño está escolarizado. “¿De qué sirve ir a la escuela si no tienes nada que comer?”, pregunta Aisha, una vecina que escucha la conversación a la entrada de la tienda. “¡Tienen que ayudar a su familia! Vendiendo el plástico que recogen en el centro de la ciudad, obtienen unos 100 afganis [1,13 euros] al día, suficiente para comprar un poco de pan”.
Aun cuando algunas mujeres jogi llevan el burka, otras, como Aisha, visten ropa ligera. Su fino velo rojo deja ver parte de su cabello y su colorido vestido no llega a sus pies. “Con la vida nómada y la precariedad, estamos más a menudo en el espacio público que el resto de las mujeres afganas, especialmente para trabajar. Hemos adoptado costumbres más libres”, explica encogiéndose de hombros.
Sin documentos de identidad
En el campamento, solo los más pequeños salen a pasear con sus padres, “los demás están trabajando”, dice Aisha. Según un estudio realizado en 2011 por UNICEF en colaboración con el centro de investigación Samuel Hall de Mazar-e-Sharif, el 83,9% de los niños jogi no están integrados en el sistema escolar, en relación con el 47,2% del conjunto de niños afganos. La extrema precariedad, la vida seminómada y la falta de infraestructuras adaptadas les han excluido del sistema educativo.
Lo más grave es que algunos jogi no existen a los ojos del Estado, lo que hace casi imposible su escolarización: “No tengo ningún documento de identidad”, afirma Sabrena, “pero nací en Afganistán y ahora tengo unos 25 años”. En 2011, en el 78,4% de los hogares jogi y chori frosh [otro grupo seminómada más pequeño], ningún miembro de la familia tenía tazkira, un documento de identidad.
Es necesario actualizar estos datos, ya que en los últimos veinte años Afganistán ha iniciado una política de integración, según la ONG Minority Rights Group International (MRG). “La ley de ciudadanía afgana adoptada en 2000 estipula que toda persona que haya vivido en el país durante más de cinco años, tenga más de 18 años y no haya cometido ningún delito tiene derecho a solicitar la ciudadanía (…)”.
“La constitución de 2004 contempla que todos los afganos deben ser tratados por igual y deben tomarse medidas para mejorar los medios de vida de los nómadas”.
En el campamento, el número de jogi que tienen documentos de identidad es cada vez mayor, según Aisha. “Yo conseguí el mío hace cinco años”, afirma, sacando una hoja de papel de su bolsillo. “Es algo bueno, pero nuestra vida no ha cambiado realmente. Los demás afganos siguen rechazándonos. No somos aceptados por la sociedad y seguimos viviendo en la miseria”.
Cada paso de Aisha levanta una pequeña nube de polvo bajo sus pies. El suelo del campamento no es de hormigón. La mayoría de las tiendas de campaña son de un tejido inadecuado para el invierno afgano. “No tenemos agua, vamos a un pozo cercano, y tampoco tenemos electricidad. Estamos acostumbrados a estas condiciones de vida, pero en invierno, con las temperaturas gélidas, es muy difícil vivir sin casa”.
Pobreza y marginalidad
No existe un censo oficial, pero se calcula que viven en Afganistán entre 20.000 y 30.000 jogi. Llegaron desde Uzbekistán hace unos 100 o 150 años y se concentran principalmente en el norte del país. Seminómadas, se desplazan entre las regiones afganas en función de la temporada o cuando son desalojados del lugar en el que viven. Sin embargo, la mayoría de las veces se desplazan en busca de oportunidades económicas.
En los últimos años, un gran número de jogi se ha asentado en los alrededores de Mazar-e Sharif debido al intenso comercio con Uzbekistán y al atractivo de la Mezquita Azul, una joya arquitectónica en el corazón de la ciudad. La mayoría de los jogi mendigan o ejercen una actividad precaria, como la construcción o la limpieza. En promedio, un hogar jogi vive con 5.000 afganis al mes, una cantidad que representa la mitad de la del resto de la población afgana.
Sentado en una tienda de campaña donada por la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), Waris sube las mangas de su kurta, la prenda masculina que llevan la mayoría de los afganos. El calor es sofocante bajo la lona. “En agosto, es difícil dormir en estas condiciones, pero lo más difícil es cuando te vas a la cama con hambre”. Waris solía ir a Irán a trabajar en la construcción, pero el regreso de los talibanes en agosto de 2021 ha aislado a Afganistán del resto de la región. “Ya no salimos al extranjero, y tampoco tenemos trabajo en Mazar. Además, casi todas las ONG se han ido”, comenta.
Las sanciones internacionales impuestas a Afganistán han sumido al país en una severa crisis. Los jogi, más pobres que el resto de la población, son las primeras víctimas.
Asimismo, los jogi viven al margen de la sociedad. La vida nómada ha creado una importante brecha con los afganos asentados. El resto de la población ha desarrollado una imagen negativa de esta comunidad. Waris lamenta la discriminación que sufren los jogi: “Las mujeres que mendigan suelen ser insultadas en la calle. Nos ven como parias”.
Los estereotipos se centran especialmente en las mujeres. Trabajan más que el resto de la población femenina y a veces son el único sostén de su familia. Rumores maliciosos las acusan de prostituirse mientras sus maridos las esperan en casa. Se trata de acusaciones graves en la muy conservadora sociedad afgana, en donde las relaciones sexuales fuera del matrimonio son extremadamente tabús y pueden ser severamente castigadas. Además de estos estereotipos, los jogi también son víctimas de la xenofobia. Aunque cada vez aumenta el número de jogi reconocidos como afganos, siguen siendo percibidos como extranjeros en suelo afgano.
En una oficina del departamento regional de refugiados y repatriaciones, en el centro de Mazar-e-Sharif, Mula Juma Gul Mohrez acaricia su barba pensativo: “Las ONG internacionales deben volver para ayudar a los jogi”. El funcionario talibán encargado de la cuestión de los jogi en la provincia de Balkh señala, con razón, que apenas puede actuar debido a las sanciones impuestas a los talibanes. “El Estado afgano es sumamente dependiente de la ayuda internacional”, lamenta.
Sin embargo, los talibanes también parecen carecer de políticas públicas. Más de un año después de haber llegado al poder, no han desarrollado una línea clara sobre la cuestión de los jogi. “Estamos realizando una encuesta para conocer sus necesidades y responderemos una vez concluida la investigación”, asegura. Mula Juma Gul Mohrez parece incluso reproducir los estereotipos contra los nómadas: “No son afganos. ¿Por qué vinieron a Afganistán? No sé.”
La lucha por sus derechos
En los suburbios del noroeste de Mazar-e Sharif, en la frontera con el mundo rural, se levantan una tras otra pequeñas casitas de ladrillo color parduzco claro. Oral, el representante de la comunidad jogi local, camina por el callejón principal del campamento y se detiene frente a una pequeña obra. Un grupo de hombres está sacando tierra del suelo. “Están haciendo ladrillos. Los necesitamos para construir casas, porque los miembros de la comunidad quieren establecerse aquí”, asegura.
Abre de un empujón una pequeña puerta y entra en un patio. “Bienvenidos a mi casa, es la primera vez que poseo un terreno”. En el fondo, ha construido una casa. En el centro del espacio, grandes mantas de colores sujetadas con palos de madera en forma de tienda. “Estamos cansados de ir de una región a otra”, comenta Oral, tomando asiento en un toshak, un pequeño cojín tradicional afgano. “Queremos una vida más estable. Normalmente, cuando nos instalamos en un lugar, los terrenos no nos pertenecen y acabamos siendo desalojados”.
Hace cinco años, tras solicitar la ciudadanía afgana, el líder jogi compró este terreno con un préstamo. Una vez construida su casa, pidió al resto de la comunidad que siguiera su ejemplo:
“En este campamento viven 35 familias y ya no hay ninguna persona indocumentada. Los documentos de identidad abren la puerta a una multitud de derechos, empezando por el derecho a comprar terrenos. Los jogi están empezando a darse cuenta de ello. Queremos integrarnos en la sociedad afgana”.
Según Oral, que mantiene contactos regulares con otros jogi del país, cada vez son más los que eligen representantes locales para hacer más audibles sus demandas ante las autoridades afganas. A los grupos con un líder les ha resultado mucho más fácil conseguir su tazkira. En tiempos pasados, los jogi se mostraban generalmente poco reivindicativos, al margen de los asuntos políticos afganos. Sin embargo, este nuevo fenómeno muestra que han tomado conciencia de su existencia como ciudadanos afganos y, por consiguiente, su capacidad para exigir derechos a las autoridades oficiales. “He pedido acceso a un sistema de suministro de agua, las autoridades aún no han respondido a nuestras peticiones, pero seguiremos luchando. Después, nos ocuparemos del acceso a la electricidad”.
A pocos metros, acaba de ser terminada la casa de Gul Senam, una vecina. “Vamos a quedarnos en Mazar. Vivir constantemente viajando, moverse de una zona a otra tiene un costo económico, pero también mental”. La gran mayoría de los jogi entrevistados se vieron obligados a desplazarse durante la guerra (2001-2021). El trauma de los combates fue, sin duda, una gran conmoción para los jogi, cuya situación ya era frágil. Los hizo replantearse completamente su modo de vida.
Paralelamente a su progresiva sedentarización, los jogi exigen cada vez más el derecho a la educación para sus hijos. “¿Por qué el Gobierno no ha construido una escuela cerca de nuestra comunidad? Nuestro líder, Oral, está luchando para conseguirlo. Tengo tres hijas. Las mayores tienen 16 y 13 años, no pueden estudiar con los talibanes en el poder, pero me gustaría que mi pequeño Batkhal fuera a la escuela”. Para Gul Senam, la educación es una forma de salir de la mendicidad que afecta a los niños desde una edad muy temprana.
Este movimiento de sedentarización afectaría a todos los jogi, en busca de una vida más segura. Sin embargo, ¿durará este fenómeno? “Queremos quedarnos”, asegura Gul Senam, “pero si la situación económica sigue deteriorándose, nos iremos”.
Este artículo ha sido traducido del francés por Patricia de la Cruz
Publicado originalmente en Equal Times