Foto: África Egido
Pedro Corrons se deleita recitando todo poema lorquiano que cae en sus manos. Se detiene verso a verso. Respira cada sílaba. Para él, cada palabra importa porque cada metáfora encierra una duda, un temor o una pasión.
“¡Todo el pensamiento humano emocional está metido en la obra de Lorca!”, exclama. “Las alamedas se van —recita— pero dejan su reflejo. Las alamedas se van, pero dejan el viento…”. Levanta la cabeza y esboza una sonrisa cómplice y apasionada antes de continuar la lectura.
Este psiquiatra madrileño nos recibe en el patio de su casa de Ayllón, provincia de Segovia, un espacio que conecta su vivienda con las ruinas de la iglesia de San Juan Evangelista. Compró el monumento hace ya varias décadas y lleva años restaurándolo con más pasión y empeño que recursos. Es precisamente allí, entre los restos del ábside románico y la capilla gótica, donde expone decenas de cuadros inspirados en Federico García Lorca.
En esas pinturas, de estilo naíf, Pedro ha retratado la vida y la obra del poeta: su Fuente Vaqueros, la Residencia de Estudiantes, el barranco de Víznar, la Zapatera Prodigiosa, La Barraca, los guardias civiles, las lavanderas de Yerma…
Pero su historia va más allá de esos dibujos que, con una delicadeza conmovedora, rescatan episodios importantes del escritor. En realidad, Pedro reserva lo mejor para quien pregunta, para quienes, al descubrir sus cuadros, sienten la punzada emocional que provoca el autor del Romancero Gitano. Porque él guarda, como un auténtico tesoro, una historia apenas conocida: la de Pedrito y Federico García Lorca.
A sus 86 años, Pedro es una de las pocas personas vivas que pueden presumir de haber conocido al poeta y mantener encendida esa luz que el granadino prendía en quien compartía con él un poema, una conversación o un simple coñac. “Él era un ser mágico, de otro planeta, muy por encima de nosotros, era un genio”, relata sentado en su banco de mimbre mientras coge tiernamente la mano a su mujer, Xusca.
Era el mes de junio de 1936 cuando la mirada profunda de Federico se clavó en los ojos inocentes de Pedrito. El pequeño tenía cinco años y una vida en blanco. El poeta acababa de cumplir los 38, y la muerte —como siempre temió— le rondaba. Aquel fue el último recital público de Lorca antes de su asesinato, pero en aquella lectura aún pudo inspirar a un niño que quería entender de dónde nacen los cuentos.
“Mi familia estaba ligada a la Institución Libre de Enseñanza, y yo estudiaba en el Instituto Escuela. Nos invitaron a una sesión de cuentacuentos por Federico García Lorca en un teatro de Madrid. Yo iba con mis padres y mi abuela. Federico contó el cuento de La gallina de los huevos de oro. Entonces yo venía mucho a Ayllón, porque estaban aquí mis abuelos, y veía gallinas, así que levanté la mano y dije: ‘¡Eso es mentira!’”, cuenta Pedro.
La respuesta del poeta no se hizo esperar y, sonriente, le explicó: “Un cuento es una metáfora, que es como decir de una forma casi fantasiosa algo real para que resulte más bonita. ¿Quieres subir aquí conmigo y quedarte mientras continúo?”.
Pedro recuerda nítidamente las más de dos horas que pasó sentado junto al de Fuente Vaqueros escuchando embelesado su voz: “Estaba como si me hubieran despertado”. En aquella sesión, Lorca leyó también fragmentos de su obra El Público, recién acabada aquella semana. “Tú puedes leer lo que escribe, pero nunca será como lo contaba él. Era un ser mágico”, asegura Pedro.
La voz del poeta sigue siendo hoy un misterio pese a sus decenas de entrevistas y recitales públicos. Hoy solo quienes le conocieron pueden transmitir ese encanto casi místico del que muchos hablan.
EL SILENCIO DE LA GUERRA
Un mes después de aquel recital, llegaron noticias del estallido de la guerra y el asesinato del escritor. Comenzaba entonces el periplo del pequeño Pedrito con su familia: Barcelona, la Sierra de Cadí y finalmente Normandía. “Mi abuela era una gran pedagoga y organizó un viaje con mis padres, mis hermanos y quince niños de sus escuelas para exiliarnos de Madrid”.
Antes de llegar a Francia, en Bellver de Cerdanya, se corrió la voz de la tierna historia de Pedrito en aquel teatro de Madrid: “En el año 37 vino un camión republicano a Bellver, porque se habían enterado de la muerte de Lorca y de que yo había tenido un episodio con él. Hicieron un librito que se llamaba Pedrito y García Lorca. Nunca lo cogí, porque cuando volvimos a Madrid, tres años después, mi familia lo destruyó todo. Algo relacionado con Lorca ya era rojo, a mi padre le habrían cortado el cuello o vete a saber qué”.
La familia de Pedro volvió a Madrid tras la guerra, dejando que se desvaneciese en el recuerdo aquel episodio lorquiano. Y la vida discurrió sin rastro aparente de aquel encuentro. Él decidió estudiar medicina, aunque —descendiente de familia de artistas y médicos— siempre estuvo cerca de la pintura. “Pintaba muy bien entonces, incluso me sacaban en la prensa y me compraban cuadros. Era un niño prodigio de la pintura, y eso me salvaba de muchas cosas, porque hacía amistades y ganaba algo de dinero”.
A los 23 años, viajó a Estados Unidos y se decantó por la psiquiatría, con estancias en Nueva York, Filadelfia y Columbus. Allí comenzó a explorar la unión del arte y la psicología. “Creé un programa de psicoterapia a través del arte. Descubrí que en la pintura se ven muchas cosas que no salen verbalmente”, explica.
No fue casual que fuese una pintura la que también resucitase la figura de Lorca del inconsciente de Pedro. En un cuadro pintado entonces —hoy titulado Poeta en Nueva York—, el psiquiatra retrató una alegoría de las fuerzas sociales, el ego y la ciudad frente al búsqueda de la luz, representada por el Sol, Sierra Nevada, la música y la danza. En el centro del dibujo, un personaje asustado: Federico García Lorca. “Estuve muchos años sin saber que había retratado la cara de Lorca. La gente me lo dijo después”.
Tras casi dos décadas en Estados Unidos, Pedro se instaló en Madrid en los años 70. Abrió su propia consulta y, años después, junto a Xusca, comenzó sus investigaciones sobre el art brut, alternando exposiciones en Madrid y Ayllón, y desarrollando proyectos ligados a la psicología y el arte.
LORCA Y EL ALMA HUMANA
¿Y su vínculo con Lorca? El psiquiatra lleva años buceando en su obra, inspirándose en ella y dibujando cuadros que hoy expone en Ayllón. Fue la propia Laura García Lorca, sobrina del poeta y presidenta de la Fundación Federico García Lorca, quien inauguró la exposición de su colección lorquiana en 2016.
Pedro se jubiló hace unos meses —“22 años después de lo que me tocaba”, bromea—, pero sigue profundizando en la mente humana con ayuda del poeta. Escribe ahora un libro que vincula la poesía de Lorca con casos clínicos, patologías y fases de una terapia. “Sus poemas tienen un fondo mental profundísimo. ¡Son una preciosidad para un psiquiatra! La profundidad del pensamiento de Federico no la he leído en nadie más, ni en Shakespeare, ni en Cervantes. Todos tienen profundidad, pero Federico llega más al fondo, tiene profundidades inconscientes. Freud descubrió el inconsciente, sí, pero Federico lo expresaba en forma de poesía, y me parece maravilloso”.
Pero el Lorca que Pedro recuerda va más allá de es esa divinidad de la que fluye nítido el inconsciente: “Era un hombre que vivía y se expresaba a nivel superinconsciente y lo sacaba fuera, pero por otro lado, era un ser muy humano, profundamente humano. Esa mezcla la tiene muy poca gente, él es único en ese sentido”.
Dicen los investigadores que en los próximos meses podríamos conocer por fin el lugar exacto donde descansan los restos del poeta “más amado y llorado en el mundo”, como recuerda el hispanista Ian Gibson. Sin embargo, Pedro muestra poco interés por el hallazgo. Insiste en que lo importante es no dejar que mueran nunca “su espíritu, su pensamiento y su poesía”.
Una pareja llama a la puerta de la iglesia. Mientras se disponen a recorrer sus viejos muros, Pedro nos despide sonriente desde la puerta. Quién sabe si los nuevos visitantes descubrirán la magia de esas pinturas y querrán conocer la historia de Pedrito. Mientras bajamos en silencio la calle de San Juan, rumbo a la Plaza Mayor de Ayllón, un poema de Federico resuena intenso en nuestras cabezas: “Las alamedas se van, pero dejan su reflejo. Las alamedas se van, pero dejan el viento…”.
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