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La historia de la Bea: cultura como resistencia en El Salvador, uno de los países más violentos

José Fajardo

Foto: Beatriz Alcaine en su casa de San Salvador en 2016, donde un año más tarde un pandillero intentó matarla. (José Fajardo)

Hay un nombre que suena constantemente en la cultura salvadoreña de las últimas tres décadas: el de la Bea. El 6 de diciembre de 1991, poco antes de firmarse los acuerdos de paz para poner fin a la guerra civil que estalló en 1979, Beatriz Alcaine inauguró La Luna Casa y Arte, un espacio de libertad y creación que se convirtió en el refugio para los intelectuales que, como ella, regresaban del exilio.

Desde entonces esta agitadora social se ha esforzado por demostrar que El Salvador es muchas otras cosas, aparte de uno de los países más violentos del mundo.

Su historia representa a aquella generación que soñó con transformar la sociedad. Pero también arroja un retrato de la historia reciente de su país. “Si me preguntás quién soy, diré que muchas cosas. Una niña de familia bien, que terminó la escuela y se fue a estudiar al extranjero”, dice.

Pero en este país hasta la historia bonita tiene un lado duro. “Pero duro no siempre es malo: yo valoro inmensamente estar viva”.

La Bea (así la llama quien la conoce) nació en San Salvador el 6 de febrero de 1965. Cuando tenía 17 años, y apenas inaugurado 1983, el ejército la secuestró junto a su hermana, dos años más pequeña, mientras se encontraban de visita en la capital salvadoreña. Tras 72 horas desaparecidas, durante las cuales fueron torturadas, se vieron obligadas a aceptar una confesión según la cual ambas desarrollaban “actividades subversivas” de apoyo a las guerrillas de izquierda.

“Era mentira. En ese momento sólo querés que te maten de una vez, que pare todo ya, para que te olviden firmás cualquier cosa”, cuenta. Las hermanas habían viajado a El Salvador para pasar las Navidades con su abuela. Las dos vivían entonces en la capital de México con su madre, que había decidido exiliarse tras recibir amenazas por su compromiso político. Su padre también vivía fuera del país, en Washington.

“Se formó una campaña de presión gigantesca a nivel internacional. La noticia salió publicada en The New York Times, todos nuestros amigos intelectuales se movilizaron, hubo cadenas de oración en las iglesias, fue una cosa increíble”, recuerda. A su hermana la soltaron por ser más pequeña, pero ella pasó varios días más encerrada en prisión. Cuando salió, regresó a México con la idea de no volver a su país durante un tiempo.

Vivió en México, Francia y Nicaragua, se mezcló con artistas e intelectuales, descubrió su pasión por la comunicación y el cambio social a través de la cultura. En París la aceptaron como refugiada política. “Es horrible que tu pasaporte sea válido para entrar en todos los países menos en el tuyo, es fea esa sensación. ¿Quién tiene derecho a excluirte de esa manera si la que has sido ofendida sos vos?”.

Cuando los sandinistas perdieron el poder en 1990, decidió regresar a su patria. “Todos me decían que estaba loca, que me iban a matar. Llegué a la ciudad donde había nacido con un pánico horrible, por suerte no ocurrió nada, pero me encontré con un choque cultural tremendo: lo que veía era un lugar aburrido y militarizado, machista y peligroso”.

La Luna, epicentro de ‘la movida’ salvadoreña

Fundó La Luna con un amigo de su madre, el pintor Óscar Soles, en el lugar donde estaba la casa de su infancia. “Nos costó mucho entrar en el ambiente. Era muy difícil, veníamos de México y los dos habíamos estado muchísimo tiempo fuera con condiciones muy favorables a nivel cultural y artístico y de repente nos encontramos con una especie de desierto”, recuerda Soles en el diario La Página.

Lo que supuso ese espacio de libertad ha sido comparado con movimientos como la Movida madrileña (en España), sólo que ellos nunca tuvieron un nombre más allá de “los lunáticos”. “En los primeros años se mezclaban militares de derecha, guerrilleros que acababan de bajar del monte, jóvenes bohemios e intelectuales”, dice Bea. Era un espacio para todos, accesible y autogestionado. “Nos acusaron de provocadores, y lo éramos, pero no en un sentido político”.

Todos coinciden en la valentía de la Bea. “La Luna estaba enfrente de la casa de un antiguo militar, era una provocación. Si hacés algo así es que estás loca o tenés una idea muy fuerte que no podés abandonar”, dice Fran Maravilla, gestor cultural nacido en 1982 e icono de la música local, líder de Manyula Dance Club. La primera vez que entró en La Luna tenía 14 años.

“A principios de los 90 no se podía llevar el pelo largo ni fumar un cigarro en una esquina, si ibas con más de dos personas te acusaban de asociación ilegal e ibas preso. Ese era el clima, de represión total”.

Otra de las figuras esenciales en el origen del proyecto fue Horacio Castellanos Moya, uno de los literatos más importantes de El Salvador. Su obra más popular, El asco, está ambientada en La Luna. “Me gusta este lugar, no se parece en nada a esa mugre de cervecerías donde venden esa cochinada de cerveza que aquí se bebe con tanta pasión, Moya, este lugar tiene su propia personalidad, una decoración para gente mínimamente sensible, aunque se llame La Lumbre, aunque en la noche sea horroroso, insoportable por la bulla de esos grupos de rock (…)”, narra Castellanos en una de sus páginas.

Poco tiempo después de su publicación en 2007, el escritor recibió amenazas y salió del país. “El Salvador atestiguaba su segundo gran exilio. El exilio de posguerra. Pasábamos de los sueños a la sobrevivencia de siempre. Perdimos también la posguerra. Nosotros. Hasta Horacio Castellanos Moya se fue cuando el país le dio asco y unos asquerosos connacionales se sintieron heridos en su orgullo patriotero escuadronero y les dio por amenazarlo”, dice en un texto inédito Carlos Dada, fundador del diario digital salvadoreño El Faro.

Hubo muchos como Castellanos que volvieron a huir del país. La Luna simbolizó el relevo generacional: se convirtió en el lugar de encuentro de la nueva música local. Cada noche había conciertos de metal, punk o hip hop, que se sumaban a los ciclos de jazz y canción protesta.

“Para mi generación representó un universo que se abría, donde podías conectar con gente que compartía tus intereses. Esto me pasó a mí y a cientos de jóvenes que buscábamos expresiones culturales hechas acá”, dice Fran Maravilla, un asiduo.

El lugar vivió noches legendarias, como aquella en que apareció Joaquín Sabina y no se fue hasta las siete de la mañana. “Recuerdo que me dijo: ‘Hombre, una invitación a La Luna quién la va a rechazar’”, cuenta la Bea. En 2012 La Luna cerró en parte por los problemas financieros y en parte por el desencanto. “Los tiempos cambiaron”, explica su fundadora.

El relevo generacional: de La Luna a La Casa Tomada

Otro espacio tomó el testigo: La Casa Tomada, en la colonia San Benito, de clase media alta. “Los vigilantes de las embajadas se sienten raros cuando ven la gente que entra. Acá vienen jóvenes de zonas controladas por las maras. Se trata de borrar esos límites invisibles entre clases, al menos en el acceso al espacio y la cultura. Es un oasis para chavos que buscan un sitio para hacer grafiti, música, tatuajes, conectarse a Internet o simplemente relajarse sabiendo que no les va a ocurrir nada”, cuenta Maravilla.

El lugar fue creado con el apoyo del Centro Cultural de España, pero aspira a lograr una mayor autonomía.

“Este país recibe muchos fondos de la cooperación internacional pero el enfoque siempre está en la violencia. Nosotros queremos cambiar eso, estamos comprometidos con los problemas sociales, pero también somos artistas. Estamos hartos de que El Salvador sólo se asocie a las pandillas, somos mucho más que eso”, dice Maravilla.

En los últimos tres años ha presentado más de 70 conciertos y 60 obras de teatro. “Es una caja llena de cosas raras allá adentro, súper divertido y muy rico”, dice Maravilla. “Sin el ejemplo de La Luna, La Casa Tomada no hubiera sido posible. La Bea nos enseñó a trabajar duro por las cosas, a visibilizar realidades incómodas, a generar espacios para la comunidad. Ella levantó desde cero el café del que ahora viven varias mujeres a las que ha empoderado”.

Sin embargo, la Bea ya no está allí. Como le ocurrió antes, igual que a tantos compatriotas, tuvo que irse una vez más por miedo. Desde septiembre de 2017 vive en la costa de Cataluña, cerca de Barcelona. A mediados del año pasado un chico con la cara tapada y un machete se coló en su casa de San Salvador. Iba con tatuajes, pertenecía a una pandilla. “Por suerte, yo no estaba ni tampoco mis hijos, de 12 y 18 años. Decía que me iban a matar porque yo había ayudado a una mara rival. No volvimos a pisar la casa. Una se pregunta: ¿qué habré hecho?”.

En el nuevo exilio ha recuperado el Lunascopio, un proyecto de memoria histórica que inició en 2012 con textos, fotos y entrevistas, a modo de archivo oral sobre una época, que publicará con la editorial salvadoreña Índole. Aún no sabe si podrá volver pronto, o algún día, pero ella sigue con su misión (pese a la distancia) de mostrar las cosas buenas que pasan en ese lugar de Centroamérica que el presidente estadounidense Donald Trump calificó recientemente de “agujero de mierda”. La Bea responde con una de sus frases favoritas: “El Salvador no necesita una Luna, necesita una Vía Láctea”.

Publicado originalmente en Equal Times

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