La herencia nefasta del dictador

Rocío Silva Santisteban

Fujimori y el envilecimiento de la política

El 11 de setiembre de 2024 murió el exdictador Alberto Fujimori de un proceso de cáncer a la lengua. Se fue la misma fecha que el terrorista Abimael Guzmán dejó este mundo tres años antes. La coincidencia de ambos personajes, némesis uno del otro, haría presagiar que esos duros tiempos del Perú quedaron atrás. Lamentablemente no es cierto.

La situación natural de la muerte de Fujimori, que debió de ser un acto privado y familiar como corresponde a todos los seres humanos, se convirtió en un proceso de borramiento del pasado dictatorial. El fujimorismo en pleno, y especialmente la bancada de Fuerza Popular que detenta el poder mafioso del congreso, han convertido este deceso en un panegírico del autoritarismo dictatorial y corrupto con el que Fujimori gobernó el país desde 1992.

Junto con ellos, Dina Boluarte, quien les debe la posición de poder que ahora ocupa en Palacio de Gobierno, se ha plegado a la canonización del corrupto, decretando tres días de duelo nacional y pompas fúnebres como alto mandatario de Estado. Esta acción oficial nos avergüenza a los peruanos y peruanas que, conscientes de nuestro pasado, recordamos los crímenes de La Cantuta, Barrios Altos, El Santa, Pativilca, Pedro Yauri, sótanos del Servicio de Inteligencia Nacional y otros que cometió el Grupo Colina, cuya autoría mediata estuvo a cargo de Alberto Fujimori, según sentencia del Poder Judicial de 2010, motivo por el cual fue condenado a 25 años de cárcel. En 2017 el presidente Kuczynski le otorgó un indulto a cambio de evitar su vacancia, un año después regresó a la cárcel pero este año 2024, Dina Boluarte, ejecutó la orden de su libertad. El tirano murió en su cama.

El velorio se desarrolló en el Museo de la Nación, adonde asistieron miles de personas, lo que deja en claro que la filiación autocrática del país sigue vigente —como lo señala la data histórica del Latinobarómetro —, por lo menos, en la capital del país. Instituciones de la sociedad empresarial y religiosa, como la CONFIEP y la Conferencia Episcopal, demostraron con sendas esquelas de pésame su apego al exdictador. El azar que siempre le da vueltas al destino, hizo que la cañería de una cloaca se rompiera frente a las exequias, así los efluvios del miasma llegaron a competir con los olores de los arreglos florales. Una turbadora despedida.

La posta del legado del fujimorismo en América Latina la han tomado dictadores como Nicolás Maduro o autócratas como Najib Bukele: la democracia dictatorial. Aunque parezca una contradicción, Fujimori logró convencer a los ciudadanos de ser el líder que requerían con sus incesantes mentiras y su reparto de migajas, de la misma manera, estos jefes de Estado se mantienen en el poder con elecciones —aparentemente— democráticas pero que distan de respetar los valores de libertad y respeto de los derechos humanos.

Hoy ha muerto Alberto Fujimori pero se mantiene el fujimorismo trocado en una forma de gobernar destruyendo la democracia desde adentro: cooptando a los poderes del Estado, aliándose con los enemigos, chantajeando a la prensa libre, enlodando honras, inventando estigmas y mintiendo contra todas las pruebas y el raciocinio democrático. Trump y Putin utilizan las mismas armas. No es nada original. Solo esperemos que, como los efluvios de los detritos en las exequias del autócrata, la justicia también llegue a aquellos que se manchan las manos de la sangre inocente de sus víctimas.

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