Robert McCaa, profesor e investigador de la Universidad de Minnesota, escribió que “el costo humano de la Revolución Mexicana fue sobrepasado sólo por la devastación que generó la conquista, la colonización y las epidemias que las acompañaron”.
El ángel exterminador apareció cabalgando, armado, listo para obedecer órdenes y cumplir con el ritual del fusilamiento. El enemigo debía ser aniquilado. No importaba cómo.
Un personaje clave de la Revolución fue Francisco Villa: “la amalgama de crueldad y ternura”, “Villa el animal”, “Villa el modelo de Cristiano-Patriota”, según Jorge Aguilar Mora. Villa y su lugarteniente-ejecutor Rodolfo Fierro.
Martín Luis Guzmán describe en su obra “El águila y la serpiente” uno de los episodios más sangrientos protagonizado por Fierro.
Los traidores eran los invitados principales de “la fiesta de las balas”. Los enemigos capturados fueron encerrados como rebaño de reses. Para ellos no existía el perdón. Fierro olía la muerte: “sintió una pulsación rara, un estremecimiento que le bajaba desde el corazón”.
Las ejecuciones se planifican y matar requiere no sólo de cálculos, sino de una voluntad férrea: “nomás yo tiro y soy un mal tirador”. Los enemigos son 300 almas que abandonan su forma humana y se volverán cadáveres desfigurados. Durante la fiesta “los disparos de carabina recogían las voces, que sonaban en la oquedad de la tarde como chasquido en la punta de un latigazo”.
Fierro dispara, “un como mareo del alma lo embargaba”, sus ayudantes le cargan y acercan las armas. Las balas, los gritos, el llanto, el olor a pólvora, las súplicas, las consignas, son una “sinfonía espantosa donde la pasión de matar y el ansia inagotable de vivir luchaban como temas reales”.
Publicado originalmente en UNAM Global