La Europa del migrante

Camilo Builes Aristizábal

Foto: David F. Sabadell

El problema de la migración es ante todo un problema de intimidad. Aunque obviamente sea en primera instancia una expulsión económica y social, de un país empobrecido que maltrata a sus hijos y los echa al mar como las tortugas, el quid es otro.

Cuando se nace en una ciudad determinada no solamente se hereda una condición material, una cultura determinada y una lengua determinada, se hereda de manera principal unas normas para socializar con el otro, invisibles para quien no las comparte. Este pequeño espacio de miradas cómplices, de gestos secretos, de movimientos de desaprobación o elogio, que nos mueven en lo íntimo de la sociedad. Quien no comparte este microcosmos es un extranjero, sea de los que cruzan el Atlántico o los que vienen en pateras desde el África.

Cuando se nace en una ciudad determinada no solamente se hereda una condición material, una cultura determinada y una lengua determinada, se heredan unas normas para socializar con el otro, invisibles para quien no las comparte

La intimidad, como necesidad de conexión con el otro, le queda vedada a quien se ve arrancado de su tierra, dado que quien juega mal estas minúsculas y pequeñas normas es alguien incómodo. Y mientras más se aleje de un puente en común, como puede ser el idioma o algunos rasgos culturales de una lejana conquista, quedara perdido, dándose cuenta de que las calles de los altos edificios de Europa le roban el aire y el recuerdo de aquello que amó.

Hoy los gobiernos de Europa hablan de integración cultural, cabría preguntar ¿Cómo? Porque si un senegalés entra en París, lo único que verá será un folleto de su antiguo colonizador, mostrándolo como indeseable, y la pequeña esperanza de ganar dinero pagando el mayor precio: Su juventud, el divino tesoro que ningún cheque de euros puede comprar. ¿Cómo se le pide integración a alguien que es tratado como inferior? ¿Bajo la sumisión y el agradecimiento?

Quizá este secreto a voces sea la respuesta de la segregación en las grandes capitales europeas, que más que promover la integración, rozan, con una mueca cínica, el miserable pasado del apartheid. Y quien cumple con este modelo de integración, parece colocarse una máscara blanca en su piel negra, como bien decía Fanon, en ese afán de querer comer como ellos, amar como ellos, emborracharse como ellos, despreciar y señalar como ellos… Quitarse poco a poco ese dolor de ser extraño, molestamente extraño. Y desear algún día, que aquel muchacho del sur global, sacado a golpes de su empobrecido país, sea solo un mal sueño, que aquel documento que lo llama europeo ha sido siempre el semblante de su alma.

¿Será que tiene que ser Europa la que debe integrarse con África, y no al revés? ¿La respuesta por la integración no será que quizá Europa se debe africanizar, igual que África —con sangre y lodo en el proceso— se europeizó? El proceso por una humanidad próspera y en plena dignidad no puede ser el de revivir la colonia en la periferia de las ciudades, sino el de humanidad compartida con todo aquel que es diferente. Eso sí, entendiendo que “A quien se le ha dado mucho, mucho se le demandará”, frase en desuso por parte de sociedades que elevan el crucifijo. La única manera de acabar con periferias encerradas en sí mismas, es la del trato entre iguales. No es la caridad, sino la justicia.

Este material se comparte con autorización de El Salto

Este material periodístico es de libre acceso y reproducción. No está financiado por Nestlé ni por Monsanto. Desinformémonos no depende de ellas ni de otras como ellas, pero si de ti. Apoya el periodismo independiente. Es tuyo.

Otras noticias de opinión  

Dejar una Respuesta