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La Entidad sin Nombre: Orígenes y naturaleza del Distrito Federal Mexicano

Federico Anaya Gallardo

Para entender mejor el proceso constituyente en nuestro Distrito Federal, hoy Ciudad de México, ¿mañana Anáhuac?, es necesario cuestionar por qué México, La Capital, representa un problema para la federación mexicana. A veces lo obvio escapa a nuestra atención. La Ciudad Capital es un grave problema geopolítico porque su relación con el resto de los estados federados está desequilibrada por una hegemonía heredada de dos antiguos arreglos geopolíticos, uno mesoamericano y otro global.

Geopolítica mesoamericana.

La actual México no fue la primera “ciudad-cabeza” o “capital” de este territorio. En tiempos precolombinos, los patrones de asentamiento urbano en el altiplano Nahua-Otomí y las Tierras Bajas Mayas se diferenciaron a partir del ecosistema en que surgieron sus sociedades urbanas (Palerm-Wolf, 1972) así como las relaciones que las urbes establecieron mediante comercio, religión o guerra con los diversos nichos ecológicos formados por la compleja orografía mesoamericana (Viqueira, 2002). En el área Maya encontramos un patrón urbano más bien disperso, en un solo nicho ecológico, en el que los centros rectores se disolvían rápidamente en el hinterland rural que sometía directamente cada Chul-Ahaw (divino señor), y en donde las formaciones políticas toman la forma de “Estado Galáctico” mediante alianzas entre varias ciudades (Prem, 1998). En contraste, en el altiplano central muy pronto se desarrolló una gran concentración urbana hegemónica que controlaba nichos en diversas altitudes del altiplano a las costas. La riqueza que dicho control implicaba hizo que esa urbe no recibía el nombre usual de altépetl, sino la denominación de tollan, el lugar de la abundancia. Los mexica que fundaron la actual Ciudad de México en el siglo XIV de la era común entendían que su tollan no era la primera y se referían a Tollan-Teotihuacan como la urbe-arquetipo. Esta “primera Tula” fue el centro rector del altiplano central mesoamericano en el primer milenio de la era común y su prestigio fue tal que atrajo a su sistema a los estados galácticos del área maya (Freidel, 1986).

El sistema lacustre del mayor de los valles del altiplano mesoamericano (Valle de México o de Anáhuac) llamaba a la creación de una Ciudad Rectora. Tollan-Teotihuacan fue la primera manifestación de este fenómeno. De acuerdo a Brigitte Boehm (1984), la Tira de la Peregrinación que recapitula la migración de los mexica antes de la fundación de su ciudad puede ser leída también como una secuencia de obras hidráulicas que culminan en la construcción de un centro de regulación de las aguas del gran lago en los islotes que tomarían el nombre de México-Tenochtitlan y México-Tlatelolco. Las grandes calzadas norte-sur que unían los islotes a tierra firme (de Tlatelolco a Tepeyac y de Tenochtitlan a Coyoacan y Culhuacan) eran los grandes diques que aseguraban que las aguas salobres del oriente no contaminaran la sección occidental del lago, en la cual prosperaban las chinampas de muchas de las ciudades ribereñas.

El islote de Tenochtitlan fue regido inicialmente por el altépetl tepaneca de Azcapotzalco, pero para 1440 la élite tenochca había asegurado su independencia de los tepanecas mediante una triple alianza con la ciudad rectora del oriente lacustre (Texcoco) y súbditos rebeldes de Azcapotzalco (Tlacopan). En 1473, esa misma élite eliminó el gobierno paralelo del islote de México-Tlatelolco y aseguró que México-Tenochtitlan funcionase como el socio principal de la alianza Texcoco-México-Tlacopan.

En 1501, la construcción de un acueducto proveniente de Coyoacan causó una inundación en la isla capital del sistema lacustre. El señor de Texcoco diseñó un nuevo dique o albarrada más al oriente. La superficie propicia para chinampa creció hasta el actual Peñón de los Baños. Este tipo de obras hidráulicas permitieron chinampear más terrenos y asegurar el abasto de la urbe y mayores excedentes para comercializar. Según la riqueza y poder de la triple alianza permitía integrar otras regiones del área mesoamericana, la zona propiamente urbana de la urbe rectora tendía a crecer a costa de la tierra cultivable inmediata. La hegemonía política de la ciudad aseguró siempre que las pérdidas en producción agropecuaria local fuesen compensadas por el tributo y el comercio desde el resto de Mesoamérica. Este proceso ha continuado durante los siguientes cinco siglos y produjo la megalópolis contemporánea. La inmensa Central de Abastos (CEDA) muestra que la rectoría de la gran urbe sobre el resto del territorio nacional sigue implicando el flujo “tributario” de la producción agropecuaria al centro rector originario.

Que la zona lacustre de Anáhuac haya sido mayoritariamente engullida por la mancha urbana es un hecho histórico que, más allá del obvio desastre ecológico, representa también el éxito geopolítico de un modelo muy antiguo de expansión urbana. Por ello es que el estadounidense Jonathan Kandell (1988), en su “biografía” de La Capital, remonta sus orígenes a la Tollan-Teotihuacan. Por otra parte, los estudios de Claude Bataillon (1971) sobre la migración a la capital federal durante el siglo XX demuestran que la hegemonía de México-Tenochtitlan pervivió más allá de las transformaciones políticas de cinco siglos, pues el flujo migratorio que ha alimentado en los últimos 75 años su expansión urbana proviene de las regiones y nichos ecológicos originalmente dominados por la tollan mexica.

Geopolítica global.

México-Tenochtitlan era la formación Estatal dominante al momento de la invasión europea. El arreglo geopolítico mesoamericano fue rápidamente entendido por los conquistadores castellanos, que procuraron preservar el sistema tributario y usaron a la nobleza originaria como mecanismo de control de los nuevos súbditos de Su Católica Majestad. Pocos recuerdan que el primer gobernador indio de la que sería conocida como República de Indios o parcialidad de San Juan Tenochtitlan en la capital virreinal fue el mismo señor Cuauhtémoc. Pero la integración de Mesoamérica en el imperio español reforzó aún más la hegemonía política de la vieja urbe.

La capital de Nueva España estaba ubicada a medio camino entre dos puertos esenciales para la España imperial: Acapulco y Veracruz. El primero conectaba con las Filipinas y éstas, con China y la India. El segundo era la puerta a Europa. La ruta de las naos españolas atravesaba dos océanos, pero aún así, era muy ventajosa en los siglos XVI a XVIII. Aquí debemos recordar que en ese mismo tiempo se consolidaron dos imperios islámicos, el Otomano en Medio Oriente y el Mogol en la India. Las rutas comerciales tradicionales entre Europa y China, por tierra atravesando centro-Asia o por mar siguiendo el Mar Rojo o el Golfo Pérsico hasta el Océano Índico, estaban cerradas o dominadas por Estados fuertes y hostiles al expansionismo occidental. En estas condiciones, los emergentes Estados europeos accedían más fácilmente al Extremo Oriente a través de la ruta del Nuevo Mundo. Cuando, a finales del siglo XVI, la producción de oro y plata en las Américas se intensificó, esta ruta aumentó su atractivo. Y México-Tenochtitlan también estaba al centro de la ruta de los metales preciosos. A ella llegaba la plata del norte novohispano y del sur arribaba parte de la producción peruana que se embarcaba en El Callao y se conectaba en Acapulco con la ruta de Manila.

Esta centralidad geográfica de México es la que inspiró a Lorenzo Ugarte de los Ríos a describir en 1604 la ciudad como “común patria y posada, / de España erario, centro del gran mundo, / Sicilia en sus cosechas; y en jocundo / verano, Tempe su región templada” (Soneto en prólogo a Grandeza Mexicana de Bernardo de Balbuena).

La centralidad de La Capital del entonces “reino” de México justifica la inmensa inversión en urbanización, burocracia y normatividad que hizo Madrid en su gran virreinato novohispano. El consulado de comercio de México era el más importante del continente porque dominaba las transacciones transoceánicas, el comercio de la plata y los suministros extranjeros que se enviaban a las ferias de El Bajío y Nueva Galicia.

Con los datos anteriores en mente, las lecciones de autores clásicos como Adam Smith y Karl Marx toman un significado más concreto para ubicar a nuestra ciudad en el sistema-mundo. La inmensa cantidad de plata aportada por México redujo el precio de este metal en Europa (entonces pequeña, atrasada, dividida y violenta) y permitió un lucrativo intercambio con los grandes imperios orientales de China e India, adonde el precio de la plata más alto. Como el suministro de plata y su inserción en el comercio global fueron continuos y en aumento por cuatro siglos, las ganancias de largo plazo permitieron formar circuitos eficientes de inversión de capital e innovación tecnológica que produjeron una continua mejora en los medios de producción. En este sentido, la urbe mexicana no fue “erario” sólo de España, sino del “gran mundo” que la globalización había creado.

Control político virreinal.

Aquí conviene recordar cómo es que Su Católica Majestad controló el inmenso poder que llegaron a acumular sus colonos en México. Por una parte, la preservación del sistema tributario mesoamericano derivó en la implantación del sistema de dos repúblicas, que concedía una representación política paralela a los naturales de la tierra (Repúblicas de Indios) y a los occidentales, fuesen europeos o nacidos en América (Repúblicas de Españoles). Las autoridades mayores del virreinato (Audiencias de México y Guadalajara) funcionaban como árbitros entre ambas sociedades. La pesada burocracia incluía espacios de influencia, protección y cabildeo para cada república: protectores y tribunales de indios para los originarios; consulados mercantiles, gremios de mineros o mestas de ganaderos para los españoles. Por otra parte, el control del territorio, su expansión y su defensa contra “indios de guerra” dependían en buena medida de los aliados indígenas, como demuestran, por poner sólo un ejemplo, los documentos de la fundación en el siglo XVIII de Viesca, en la Comarca Lagunera de Coahuila (Sánchez López, 2006) en donde los tlaxcaltecas de Parras demandan se les adjudiquen tierras para mantener las caballadas que montaban los escuadrones de milicianos contra bárbaros.

En la ciudad capital del virreinato, el sistema de dos repúblicas implicó la existencia no de dos, sino de tres ayuntamientos en la era colonial. El español, con sus casas consistoriales en lo que hoy conocemos como “Palacio del Ayuntamiento” en el Zócalo, tenía una jurisdicción territorial limitada –lo que hoy llamaríamos el “primer cuadro” del Centro Histórico. La reconstrucción de la urbe luego de la guerra de conquista –que fue calificada por Motolinía como una plaga equiparable a las de Egipto por la cantidad de peones indios que murieron– se concentró en ese reducido recinto urbano adonde se repartieron solares los conquistadores.

En 1554 Francisco Cervantes de Salazar se refería a esa urbe occidental cuando decía que “Todo México es ciudad, es decir, que no tiene arrabales, y toda es bella y famosa” (Segundo Diálogo). Alrededor de ella se extendía el Valle de Anáhuac con multitud de poblaciones grandes y pequeñas. Cervantes se refiere a ellas cuando, desde la altura de Chapultepec habla de “las casas de los indios, humildes y colocadas sin orden alguno, que hacen veces de suburbios” (Tercer Diálogo). Estos “suburbios”, sin embargo, no eran gobernados por el ayuntamiento occidental, sino por alguno de los dos ayuntamientos indios: San Juan Tenochtitlan y Santiago Tlatelolco. Estas dos repúblicas de indios estaban a cargo de controlar políticamente el hinterland rural, campesino e indígena de la ciudad española, de cobrar el tributo y de organizar el trabajo comunal. A cambio, los blancos controlaban el comercio con las provincias del interior y el ultramarino.

Triste destino de los cabildos indios.

Esta triada municipal sobrevivió desde el siglo XVI hasta la proclamación de la Constitución Española de Cádiz en 1812. El Valle de México sería testigo, durante todo el siglo XIX, de la disputa del nuevo “ayuntamiento constitucional” (primero gaditano, luego imperial y finalmente republicano) en contra de los viejos ayuntamientos de San Juan y Santiago. Por un largo siglo, las repúblicas de indios se negaron a desaparecer, rehusaron entregar sus archivos, disputaron la jurisdicción sobre los pueblos tradicionalmente sujetos a ellos, y trataron de mantener el control de sus cabeceras urbanas (Lira, 1983).

No está de más recordar el destino de las cabeceras de esos ayuntamientos indios. Santiago Tlatelolco fue arrasado por el conjunto habitacional construido por el Presidente López Mateos en los años 1960. San Juan Tenochtitlan, que estaba entre las actuales estaciones del Metro Balderas y Salto de Agua fue desmantelado poco a poco y ya nadie recuerda que allí hubo una “cabecera” o un “ayuntamiento”. De las dos casas de gobierno, el tecpan de San Juan fue sustituido por un mercado (Eje Central y Arcos de Belén, esquina noroeste). Del tecpan de Santiago sobrevive la fachada –que se le puso, en otro edificio, al Instituto Matías Romero de la Cancillería– y un cuartito en el que Siqueiros pintó el mural Cuauhtémoc contra el mito.

La suerte de los tecpan simboliza bien la arrogancia con la que la ciudad occidental viene eliminando el recuerdo de las identidades no-occidentales y no-modernas de la actual megalópolis. Al consolidarse la República Liberal la Ciudad de México, regida ya por un solo ayuntamiento, se expandió hacia el occidente, construyendo fraccionamientos a los que la élite llamó “colonias” (la Colonia Americana es hoy la Colonia Juárez) o bien adquiriendo nuevos “barrios” como Tacubaya o Romita (alrededor de la que se construyó la elegante Colonia Roma). En el territorio de la entidad federativa sobrevivieron otros ayuntamientos, con cabecera en los principales pueblos del hinterland rural de la urbe: Coyoacán, Azcapotzalco, San Ángel. Algunos eran predominantemente indígenas, como Tlalpan, Xochimilco, Milpa Alta. Con todo, la élite que dominaba la gran urbe asumía como propio todo el territorio de la entidad federativa en que se encontraba.

Capital de la República y Distrito Federal.

La urbe del Valle de Anáhuac era capital del “Reino de México” y sede de una de las dos Audiencias en el virreinato novohispano. Su circunscripción territorial abarcaba el conjunto de los nichos ecológicos que dominaba la tollan México-Tenochtitlan, desde las tierras bajas en las costas hasta el altiplano frío. Los mapas coloniales le otorgan un territorio que iba desde Pánuco en el Noreste hasta Acapulco en el Sur. Este inmenso dominio empezó a desmembrarse desde la última época virreinal. Al establecerse las intendencias, la gran ciudad fue capital de la Intendencia de México pero la Intendencia de Veracruz recibió hacia 1780 la región de Pánuco (la Huasteca). Con el territorio restante, la Intendencia de México se declaró “Estado de México” y en 1823-24 envió sus diputados al Congreso Constituyente de los Estados Unidos Mexicanos. En esa asamblea se debatió la posibilidad de crear un Distrito Federal al modo del Distrito de Columbia que albergaba a la capital de los Estados Unidos de América.

Uno de los diputados constituyentes, Fray Servando Teresa de Mier, se opuso a formar un distrito federal con estos argumentos: “… ¿Es necesario que haya una ciudad federal …? … Yo digo que no es necesario, ni lo ha sido ni lo será jamás. … todas las naciones que tienen como nosotros gobiernos representativos (sus) autoridades supremas han residido o residen en sus antiguas metrópolis … incluyendo la federal de los Estados Unidos de Norte América que nos está sirviendo de modelo, cuyo Supremo Gobierno residió 18 años en Filadelfia, capital del Estado de Pensilvania. / Si después la dejaron (fue porque era necesario) fabricar una ciudad que fuese metrópoli de los Estados Unidos, porque antes de la Federación no había ninguna como aquí ya lo era México … ¡o cuantum est in rebus inane! (¡qué inútiles preocupaciones!) Ya están desengañados de que con la imaginación alegre y un decreto no (se) construyen ni pueblan ciudades. Después de más de 30 años, la famosa Washington apenas merece el nombre de aldea: yo la he visto. Diré más, ya están arrepentidos de haber trasladado a ella el Congreso General, y se ha tratado en el Senado de restituirlo a la capital de algún Estado, por la falta de recursos literarios en Washington y otros inconvenientes que no les había dejado prever la exaltación de su fantasía…” (Teresa de Mier, 1824).

Con todo, los que apoyaban la formación del Distrito Federal ganaron la discusión. Sus razones tenían que ver con un argumento que el padre Mier no enfocó. Si la Ciudad de México continuaba siendo la capital del Estado de México, la preponderancia de este sobre el resto de las entidades federativas sería excesiva por el peso geopolítico, comercial, cultural e histórico de la urbe. Había que separar a la ciudad de su gigantesco hinterland.

Por ello lo primero que se decretó fue que se formase un círculo de dos leguas de radio con centro en la plaza mayor de la vieja tollan. Los poblados en que la mayoría de la población habitase dentro de ese círculo pasarían a formar parte del Distrito Federal, aquéllos en que la mayoría de la población quedase fuera permanecerían en el Estado de México. El círculo original fue modificado en las décadas siguientes a 1825 con la adición al sur del Distrito Federal, de Tlalpan (con el Ajusco) y Xochimilco (con Milpa Alta). Al norte, Naucalpan y Tlalnepantla permanecieron en el Estado de México, formándose así la silueta en forma de pera del Distrito Federal contemporáneo.

El proceso de debilitamiento del Gran Estado de México continuó en el siglo XIX. En 1849 se separó “El Sur y Rumbo de Acapulco” para formar el Estado de Guerrero. Luego de las guerras de Reforma e Intervención, en 1869, se separaron de México los Estados de Hidalgo y Morelos. Esto explica la forma en “U” invertida del Estado de México moderno, que en realidad está formado por dos grandes regiones, el Valle de Toluca y el oriente del Valle de México.

Pese a este sucesivo desmembramiento, tanto el Estado de México como el Distrito Federal siguen siendo entidades federativas mucho más complejas, prósperas y ricas que la mayoría de los estados federados –aunque el Estado de México ha crecido más bien en el área metropolitana de la vieja Ciudad de México y no tanto en el área de Toluca. Los gobernantes de ambas entidades gozan de un prestigio e influencia que otros gobernadores no tienen. Sus procesos políticos son seguidos con especial atención. Siempre se ha creído que la elección del gobernador mexiquense es un predictor fuerte de la elección del ejecutivo federal (creencia que pusieron en duda las elecciones de 2000 y 2006) y los jefes de gobierno del Distrito Federal siempre han sido fuertes candidatos a la presidencia.

Lo anterior explica tanto la ausencia de una denominación clara para la entidad en que quedó ubicada gran urbe mexicana como la reticencia del resto de las entidades federativas a reconocerle derechos plenos en el pacto federal. Desde 1824 la vieja México-Tenochtitlan y un puñado de sus poblaciones sujetas quedó dentro de un territorio llamado “Distrito Federal” y gobernado directamente por los poderes federales. En 1917 se aclaró que, si la capital federal se trasladase a otra población, ese territorio se erigiría en Estado del Valle de México –lo que anticipaba una confusión con el ya existente Estado de México. La Izquierda planeó desde los 1980’s que aun permaneciendo los poderes federales en el mismo lugar el Distrito Federal se erigiese en Estado y adoptase el nombre de Anáhuac. Pero el cambio de denominación no resolvería el problema geopolítico de un Estado cuya capital es una megalópolis que aún hoy, luego de décadas de descentralización y desarrollo de otras regiones de la República, generó en 2015 por sí sola 16.5% del producto interno bruto. Esta capacidad productiva es casi el doble de la correspondiente al Estado de México y representa diez veces la aportación de la mitad de los estados federados. (Datos INEGI, 2015)

La geopolítica se impone. En 2016 Anáhuac sería todavía un Estado excesivamente poderoso, no tanto como lo habría sido el Gran Estado de México decimonónico (de la Huasteca a Acapulco con capital en México), pero sí lo suficiente para que el resto de la federación, en la reciente y tan presumida Reforma Política del Distrito Federal, considerase relevante no llamar gobernador a su jefe de gobierno, ni municipios a sus delegaciones/alcaldías, ni congreso a su legislatura. Acaso es por lo mismo que se haya escogido para la entidad federativa un nombre tan enredoso, “Ciudad de México”… Será sólo una ciudad autónoma; no un Estado Libre y Soberano.

Ciudad de México, delegaciones y pueblos.

Si se afirma que el nombre de “Ciudad de México” es dificultoso es porque va a contrapelo de la realidad geográfica y geopolítica que hemos expuesto en este ensayo. Por más que la urbe nacida en el viejo islote de México-Tenochtitlan haya engullido físicamente muchas de las poblaciones del valle que le rodeaba, varias otras quedan fuera de su “mancha urbana”. Los habitantes de Contadero, en las montañas de Cuajimalpa, saben que su localidad no es Ciudad de México. Los de los pueblos de Milpa Alta, Tlalpan, y La Magdalena Contreras saben muy bien que la Ciudad de México es algo distinto a sus poblaciones. Pero aún en las poblaciones engullidas la identidad propia se ha mantenido. Los de Azcapotzalco siguen siendo chintololos, los habitantes de pueblos y barrios de Coyoacán, Iztapalapa e Iztacalco siguen manteniendo tradiciones y la autonomía de sus procesos sociales o políticos. Y estos ejemplos han alimentado por décadas la construcción de nuevas identidades entre los millones de migrantes que llegaron al Valle de Anáhuac en el siglo XX.

El nombre “Ciudad de México” es parte de un proceso ya secular de encubrimiento del Otro campesino, rural e indígena. Cuando en 1928 el obregonismo eliminó los ayuntamientos en el Distrito Federal y los convirtió en “delegaciones” de un gobierno “central” se asumió, de una manera impresionantemente simplista, que el orden jurídico de la urbe sustituiría sin problemas las funciones municipales de los cabildos suprimidos. Quienes han litigado asuntos de regularización de tenencia de la tierra en Iztapalapa saben que décadas después de la desaparición de los ayuntamientos, las autoridades delegacionales y sub-delegacionales seguían actuando como si fuesen agentes municipales dando fe en la compra-venta de casas o terrenos entre vecinos de las poblaciones tradicionales.

En 1993 se reformó el Artículo 44 de la Constitución General para estipular que “la Ciudad de México es el Distrito Federal”. El texto original, de 1917 no daba ningún nombre a la entidad aparte de “Distrito Federal”. El viejo arreglo permitía reconocer simbólica y jurídicamente a todas las poblaciones que existían, siguen existiendo y se llegasen a formar en el territorio de la entidad. Por ello es que en el esquema original de 1917 podía haber ayuntamientos electos dentro del Distrito Federal, regidos por una ley orgánica municipal. La imposición de “Ciudad de México” como denominación de toda la entidad federativa –iniciada en 1993 y fortalecida en la reforma de 2016– permite y justifica la supresión de la personería jurídica y simbólica de todas las poblaciones realmente existentes en el territorio de la entidad.

Hasta nuestros días, las autoridades sub-delegacionales de las cuatro delegaciones sureñas (Tlalpan, Milpa Alta, Tláhuac y Xochimilco) siguen administrando los asuntos de carácter rural como si fuesen autoridad municipal. Estas autoridades son electas, desde la transición democrática de 1997, por un sistema híbrido que recoge en parte la tradición ancestral de los jefes políticos de los pueblos originarios y en parte la nueva tradición electoral democrática (Briseño, 2014).

Desde 1997, y hasta la fecha, los habitantes originarios de las cuatro delegaciones sureñas junto con los de Iztapalapa, Coyoacán y La Magdalena Contreras han luchado en contra de la pretensión de las autoridades del gobierno “central” de estatizar los cementerios tradicionales que desde siempre han administrado de acuerdo a los usos de cada población.

San Bartolo Ameyalco, en las tierras altas de la delegación Álvaro Obregón, lucha por mantener el control de sus recursos hídricos dentro de la esfera comunitaria, incluso enfrentando a la represión policial.

Conclusión.

El Distrito Federal fue, hasta el año 1993, una entidad sin nombre. Desde ese año, ostenta el de “Ciudad de México”. Esta denominación no hace justicia ni es congruente con el proceso de formación histórica y geopolítica que se ha descrito en este trabajo. Ciertamente “Ciudad de México” es una denominación adecuada para la urbe rectora cuyo nombre originario fue México-Tenochtitlan, pero hoy día tiene el problema de encubrir y ocultar las identidades de barrios y pueblos originarios con su propia historia como poblaciones separadas de la urbe rectora. Por otra parte, el juego entre las denominaciones “Ciudad” y “Estado” ha permitido a los legisladores federales construir en 2016 una diferencia artificial y artificiosa entre entidades federativas “normales” que son los Estados Libres y Soberanos y la “Ciudad de México” que sería una entidad federativa “anormal” que goza sólo de autonomía y no de soberanía como el resto de las partes integrantes de la Federación. Estas sutiles y complejas diferenciaciones parecerían absurdas si no se toma en cuenta el peso geopolítico de esta entidad sin nombre. La historia pesa y cuenta. La vieja tollan México-Tenochtitlan sigue gozando de una hegemonía que debe ser controlada por todos los medios, incluyendo las denominaciones legales.

Ahora bien, este esbozo de historia y geopolítica no estaría completo si no se señala que la denominación oficial de “Ciudad de México” también oculta las nuevas identidades que surgieron durante en la prodigiosa urbanización del Valle de Anáhuac durante el siglo XX. La megalópolis rectora de México se construyó desde abajo, elaborando las identidades originarias de las viejas poblaciones lacustres de Anáhuac y subsumiendo las de los migrantes que llegaron a ella desde toda la República. En este sentido, esta entidad federativa es una “ciudad de ciudades” que, al denominarse en singular, niega su riqueza multicultural y pluriétnica. Dentro de la gran marcha urbana, deberíamos distinguir y respetar tanto a los pueblos originarios como a los barrios, colonias y organizaciones de quienes han migrado a la urbe –muchos de ellos preservando y reconstituyendo en la siempre nueva ciudad su identidad indígena. Por ello es que el Constituyente de 2016 debería asegurarse de que la democracia participativa y comunitarista sea la base de la nueva estructura constitucional.

La experiencia de gobiernos de Izquierda en el Distrito Federal desde 1997 demuestra que las buenas intenciones poco pueden contra estructuras sociales y procesos históricos de largo plazo. Por ello es importante analizar la historia geopolítica. Entendiéndola es posible identificar intereses y posicionamientos. La urbe rectora de Mesoamérica se convirtió en el eje central de desarrollo del virreinato y de la república. Literalmente, la Ciudad dio su nombre al país: México. Pero esta hegemonía de largo plazo explica también los mecanismos que las regiones subalternas impusieron a la gran ciudad para controlarla: separarla, mediante el artificio del Distrito Federal, de su hinterland; crear cuatro entidades libres y soberanas de su territorio original; y mantener las diferencias constitucionales entre la Ciudad de México autónoma y los Estados soberanos.

La historia geopolítica también explica los procesos de dominación al interior del viejo Distrito Federal y moderna Ciudad de México: la pretensión del ayuntamiento blanco de suprimir los cabildos indios de Tenochtitlan y Tlatelolco en los 1800’s; y la supresión de los ayuntamientos y la creación del “departamento central” en los 1900’s obedecen a un mismo interés de clase de una élite occidental que pretende regimentar (modernizar) a “indios”, “humildes” y “nacos” que “colocan sin orden alguno” sus casas, puestos de comercio, organizaciones. Como en la narración que Buñuel nos hace en Los Olvidados, el Estado modernizador “redime” a los muchachos que viven en los arrabales caóticos, llevándolos a la civilización y progreso de la escuela.

Por ello no es de extrañar que las administraciones de Izquierda en la entidad (1997-2016) hayan sido las principales enemigas de la administración comunitaria de los cementerios tradicionales. Por ello es que todos los partidos políticos coincidieron en congelar la iniciativa de Ley de Participación Ciudadana de 2000, en la que se planteaba crear gobiernos comunitarios en todo el territorio de la entidad, siguiendo las líneas de la organización tradicional y ejidal de los pueblos originarios e indígenas. Por ello es que la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal tuvo que emitir recomendación por la falta de consulta comunitaria en la construcción de la Supervía Poniente en 2011. Por ello es que los vecinos se oponen cada vez más a proyectos de desarrollo en los que las autoridades les ignoran y les desprecian.

Si no queremos que la edificación de nuestra tollan-megalópolis el siglo XXI se convierta en una nueva plaga de Egipto, como la que vio Motolinía hace quinientos años, debemos aprender de la Historia y asegurarnos que todas las comunidades que forman la Ciudad de México y su hinterland participen desde abajo en la planeación y construcción de nuestra nueva entidad federativa –se llame como se llame. Este debería ser un punto esencial del Constituyente chilango. Sólo el Pueblo salva al Pueblo.

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INEGI. Datos consultados en los siguientes URL:

A mis representados ya les he enviado la carpeta correspondiente a sus cuentas de correo electrónico institucional.

http://www.inegi.org.mx/saladeprensa/boletines/2015/especiales/especiales2015_12_2.pdf

http://www.inegi.org.mx/saladeprensa/boletines/2015/pib_pconst/pib_pconst2015_08.pdf

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