La decadencia de Occidente arrastra a las izquierdas

Raúl Zibechi

El principal problema que afecta a la humanidad son las guerras y, en segundo lugar, el caos climático. Como sabemos, ambos se retroalimentan desde que el Pentágono es la principal institución contaminadora del planeta.1 Las guerras no suceden «allá lejos», sino en cada región, en cada área del planeta. Hemos entrado en una escalada guerrerista, con riesgo de utilización de armas nucleares (véase «Un belicismo sin límites», Brecha, 27-VI-24).

Vladímir Putin lo advirtió claramente en varias oportunidades, pero la prensa occidental lo considera loco o bárbaro, como acierta el historiador y demógrafo francés Emmanuel Todd, ya que en esta parte del mundo desapareció la capacidad de considerar que sus opciones son racionales, aunque éticamente deplorables.

En Israel se debate si usar armas nucleares en Líbano para reducir a Hezbolá,2 algo que la prensa occidental se empeña rigurosamente en ocultar, aunque destacados políticos estadounidenses recomiendan la opción atómica: el senador republicano Lindsey Graham aboga por el modelo de «Hiroshima y Nagasaki» a ser aplicado por Israel (NBC News, 12-V-24). Tres altos funcionarios del gobierno israelí han amenazado con utilizar armas nucleares contra Gaza e Irán.

De modo que la guerra debe ser considerada la principal amenaza. Con una aclaración obvia: en este momento hay guerras en muchos otros escenarios además de Ucrania y Palestina. Sumemos Siria, Yemen, Libia, Afganistán, Sudán, Congo, el Sahel, Myanmar y podemos seguir en otras geografías. En nuestra América Latina, no deberíamos olvidar México, con más de 100 mil desaparecidos y 350 mil asesinados, ni Colombia, donde el Cauca es escenario de violencias atroces contra campesinos, afros e indígenas.

Sería demasiado extenso para el objetivo de esta argumentación repasar todas las guerras de despojo en nuestro continente. Solo mencionaré dos muy actuales: las cárceles de Ecuador son escenario de una violencia inaudita contra los presos, en general varones pobres, a los que se retacea alimentos y a quienes se elimina en ocasiones; la guerra contra los pueblos andinos peruanos sigue su curso luego de la matanza de más de 50 personas en los primeros meses de protestas contra el gobierno ilegítimo de Dina Boluarte.

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Sin embargo, las izquierdas colocan en el centro de su discurso el combate a la «ultraderecha». En Francia, retiraron a sus candidatos en cada circunscripción donde otros partidos del «arco republicano» (todos menos la Agrupación Nacional) tuvieran más chance de conseguir diputados. Lo mismo hizo la derecha de Emmanuel Macron. Ambos para impedir el triunfo de esa ultraderecha a la que asimilan con el fascismo.

Cometen dos errores tremendos. El primero es dejar de lado la cuestión principal, la guerra, de la cual en el caso ucraniano el Nuevo Frente Popular (NFP) no dice gran cosa y parece dispuesto a seguir apostando a profundizar ese conflicto. Véase que la izquierda española, quizá la más radical de Europa, sigue en el gobierno de Pedro Sánchez pese a la clara actitud guerrerista del mandatario, aunque debe reconocérsele que en el caso de Gaza ha tomado algunas buenas decisiones, como reconocer el Estado palestino –algo que el NFP también propugna– y apoyar la demanda internacional de Sudáfrica por genocidio.

El segundo desvarío es montar un Frente Popular contra el «fascismo». Una herramienta que se utilizó hace ya casi un siglo y delata lo desfasado de su modo de hacer política. El primer paso es unirse con toda la izquierda, incluyendo Verdes y socialistas, que apoyan entusiasmados la guerra, para luego arrimar el hombro a Macron, cuya política no es muy diferente a la de Marine Le Pen.

Los economistas Thomas Piketty y Julia Cagé escriben: «Esta alianza se inspira en el Frente Popular –que en 1936 surgió bajo la amenaza del fascismo para gobernar Francia–. Esta coalición de izquierda de socialistas y comunistas representó un cambio real para las clases trabajadoras, con políticas como la introducción de vacaciones pagas de dos semanas y una ley que limitó la semana de trabajo a 40 horas. […] El NFP está siguiendo un camino similar hoy, con políticas ambiciosas para mejorar el poder de compra de los pobres y de la clase media baja» (The Guardian, 3-VII-24). Los árboles no dejan ver el bosque y el pragmatismo coloca lo posible en el lugar de lo necesario. Creer que el aumento de los salarios y otras prestaciones puede mejorar la vida cuando se tiene una pistola apuntando a la cabeza es como si los habitantes de Gaza exigieran una «guerra sustentable» (sea lo que sea esto) en vez de pedir el fin de las hostilidades.

El problema de la izquierda es que, para evitar que la ultraderecha llegue al gobierno, desde hace décadas apoya a la derecha (en los pasados balotajes presidenciales franceses a Macron, que, además de aplicar una política neoliberal y autoritaria, dijo hace poco que no descarta enviar tropas a Ucrania). Inercia, pero también pérdida de horizonte político independiente, ya que hipoteca sus objetivos (¿aún los tiene?) para apoyar el mal menor, al que cada vez resulta más difícil deslindar del mal mayor.

En la entrada ultraderecha en Wikipedia puede leerse: «La política de extrema derecha puede conducir a la opresión, la violencia política, la limpieza étnica o el genocidio». ¿Es una definición más apropiada para Donald Trump o para Joe Biden? Después de Gaza las diferencias dejaron de existir, si es que alguna vez las hubo.

No niego la existencia de una ultraderecha racista y autoritaria, pero no creo que para frenarla haya que unirse a una derecha colonialista, como la francesa, que sigue haciendo estragos en sus excolonias africanas. No deslindarse de ella es el problema a superar para recuperar el rumbo perdido. Los medios que en el mundo más se empeñan en frenar a la ultraderecha son neoliberales, como El País de Madrid, The New York Times y Le Monde, afines a socialistas y socialdemócratas globalistas.

En este punto, quisiera recordar que en la campaña electoral estadounidense de 2016 se acusaba a Trump de pretender construir un muro fronterizo con México, dejando en el limbo que dicho muro se inició bajo la presidencia del demócrata Bill Clinton. Para los inmigrantes no hay mayor diferencia entre la presidencia de Biden y la de Trump, aunque por momentos los números de «devoluciones» (expulsiones de migrantes) del primero superen a los del ultraderechista. En efecto, el mayor número de deportaciones se produjo bajo el gobierno de Clinton, y la menor cantidad, bajo Trump (BBC, 22-X-20).

Sobre el famoso muro fronterizo, hay más propaganda que datos. Antes de que Trump llegara a la Casa Blanca, había barreras o vallas de separación en un tercio de la frontera, unos 1.050 quilómetros. Durante la presidencia de Trump, «solamente se construyeron unos 129 quilómetros de muro nuevo, de los cuales 53 corresponden a vallas secundarias, lo que deja un total de 76 quilómetros de barreras primarias totalmente nuevas» (BBC, 21-I-21).

Hasta aquí una descripción breve y recortada de hechos que, a mi modo de ver, enseñan cómo las izquierdas han perdido el rumbo en los temas centrales, focalizando los debates en torno a cuestiones secundarias y dejando de lado lo central.

¿Cómo se ha llegado a esto? ¿Cómo las fuerzas del cambio han dejado en el camino sus intenciones transformadoras para dedicarse a la «pequeña política», como diría Antonio Gramsci? Ese modo de hacer política que no toca los temas estructurales y se detiene en los adornos que coloca el sistema como gancho para atraer incautos o ambiciosos. Las anuales reuniones de la Conferencia de la ONU sobre Cambio Climático, las COP, forman parte de esa liturgia sistémica a las que tantas ONG y activistas asisten, sabiendo que no sirven más que como distractores.

Siguiendo los argumentos de Todd en su libro La derrota de Occidente (Akal, 2024), creo que la decadencia de esta parte del mundo está arrastrando a las izquierdas de forma irreversible y acelerada. El historiador francés sostiene, como tantos otros intelectuales, que «la democracia ya no existe» en Occidente, que el Estado-nación se ha desintegrado, en gran medida por la destrucción de las clases medias por el neoliberalismo, y que «la crisis de Occidente es el motor de la historia».

Una de las causas centrales de esta deriva, para Todd, es la estratificación educativa, que lleva a que un 25 por ciento de la población tenga estudios superiores, lo que ha creado, en su análisis, una «oligarquía de masas» (concepto contradictorio pero comprensible) cuyos miembros se sienten superiores al resto. Más aún, se ha difundido la especie de que «los valores de las personas con educación superior son los únicos legítimos».

Esta nueva oligarquía es profundamente neoliberal, no cuestiona el sistema y su actitud socava la democracia, sigue Todd. Como el historiador francés no analiza específicamente las izquierdas, quizá porque las considera superfluas y se centra en la geopolítica, no agrega lo obvio: que el fin de la democracia y del Estado-nación deja sin sentido, y huérfana, a una izquierda que sigue creyendo en la utilidad de las elecciones y en la centralidad de las instituciones estatales.

Pero hay un dato mayor: tanto la socialdemocracia como las diversas izquierdas están integradas y dirigidas por esta nueva oligarquía de masas nacida de la masificación de los estudios superiores, que la hace sentirse superior a quienes solo tienen educación secundaria, según Todd. ¿Esa actitud de superioridad ha contribuido a que los obreros se hayan volcado hacia Trump y Le Pen?

La legisladora alemana Sahra Wagenknecht, escindida de la Izquierda y fundadora de una nueva fuerza, duplicó en las recientes elecciones europeas los votos de su anterior partido y defiende un análisis similar al de Todd: «Hoy en día, quien quiere expresar su descontento contra la política imperante no suele votar por la izquierda, sino por la derecha y, en lugar de preguntarse por las razones de esto, a los votantes a menudo se les suele insultar y calificar de estúpidos o de nazis» (Público, 7-VII-24). A renglón seguido agrega que las izquierdas son sentidas por muchas personas como arrogantes y engreídas: «El partido de izquierda en Alemania hace política pensando en activistas con formación académica en las grandes ciudades y no se está dando cuenta de que están despreciando a sus antiguos votantes y simpatizantes».

En los barrios periféricos, donde la población no vota o lo hace por la ultraderecha, el Estado «va perdiendo presencia», como señala en una entrevista Tarik Bouafia, historiador francés hijo de inmigrantes argelinos (El Salto, 3-VI-24). Faltan servicios públicos, la atención médica es deficitaria, las escuelas públicas están saturadas con 40 o 45 alumnos por clase y los profesores y el personal de salud «no quieren tomar los puestos porque los salarios son muy bajos». Pero la mitad de los policías, presencia estatal excluyente en las periferias francesas, vota a la Agrupación Nacional, «uno de los síntomas más importantes de la radicalización autoritaria y racista del Estado en estos años».

Se trata de un autoritarismo estructural que está en el corazón de la decadencia de Occidente, que es paralela a la arrogancia de sus élites, que han caído en lo que Todd denomina «nihilismo», al que caracteriza como una pulsión de destrucción que no puede ver la realidad. «El nihilismo tiende irresistiblemente a destruir la noción misma de verdad, a prohibir cualquier descripción razonable del mundo», concluye el historiador francés.

Buena parte de su trabajo está dirigido a explicar que la evaporación del «sustrato religioso» en las potencias del Norte (particularmente del catolicismo) está en la base de esta pérdida de toda moralidad, que conduce al nihilismo. Hacia el final de su libro, el genocidio en Gaza lo lleva a concluir «la preferencia de Washington por la violencia», y califica su rechazo a la tregua votada por la mayoría de los miembros de Naciones Unidas como nihilista, porque «rechaza la moral común de la humanidad».

Aquí es donde aparece, en toda su crudeza, la inercia de las fuerzas de izquierda: aunque ya no exista la democracia, socavada por la oligarquía de masas, y tampoco el Estado-nación, secuestrado por el 1 por ciento más rico, sigue participando de las liturgias democráticas, aun sabiendo que no puedan resultar exitosas porque los supuestos sobre los que se basa ya no existen. «La inercia es una de las grandes artesanas de la historia», decía el historiador Fernand Braudel.

Cabe preguntarse por qué las izquierdas no pueden cambiar su cultura política. En gran medida, por las mismas razones que están llevando a Occidente a su bancarrota: no solo porque están dirigidas por ese sector de privilegiados que Todd menta como «oligarquía», sino quizá porque adolecen del mismo problema de las élites, incapaces de reconocer la realidad tal como es.

1. Un estudio de 2019 publicado en la revista científica Transactions of the Institute of British Geographers halló que la máquina de guerra de Estados Unidos es el mayor consumidor institucional de hidrocarburos en el mundo. Otro estudio de ese año, publicado por la Universidad de Brown, encontró que los militares de ese país han emitido un mínimo de 1.200 millones de toneladas métricas de dióxido de carbono desde el comienzo de la «guerra contra el terror» en 2001, una cifra mayor a la de muchos países industrializados.

2. Véanse, por ejemplo, «Israel Against Hezbollah: Now or Nuclear?», Times of Israel, 9-VII-24, y el anuncio de Israel a Estados Unidos –difundido solo en Israel– de que usará «armas inéditas» en una guerra contra Hezbolá (Mako.co.il, 24-VI-24).

Publicado originalmente en Brecha

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