Mucho antes de que se publicara el peritaje realizado por el Equipo Argentino de Antropología Forense descartando la incineración de 43 cuerpos humanos en el basurero de Cocula durante la noche del 26-27 de septiembre de 2014, y mucho antes también de que el experto internacional en fuego, José Torero, diera los resultados de un experimento probando la imposibilidad de la quema de cuerpos humanos en el lugar y la manera descrita por la entonces Procuraduría General de la República (PGR), mucho antes, pues, de que se comprobara con todo el rigor de la ciencia que la llamada “verdad histórica” construida en el sexenio de Enrique Peña Nieto nunca sucedió, desde antes, desde el inicio, todo parecía inverosímil.
¿Incinerar a 43 seres humanos durante la noche y unas ocho horas del día siguiente en un basurero al aire libre en la lluvia usando ramitas, leña, llantas y unos cuantos litros de gasolina sin que nadie a kilómetros a la redonda viera jamás algo de humo y después echar las cenizas y los pedazos de huesos incinerados en bolsas de plástico y llevarlos al río, pero dejando dos en la orilla? Eso fue lo que informó la PGR, lo que llamó la “verdad histórica” del caso y, de inmediato, a muchos no nos pareció creíble.
Ahora, con un nuevo gobierno, el Subsecretario de Derechos Humanos, Alejandro Encinas, al ver que los mensajes entre supuestos perpetradores de la desaparición forzada de los 43 estudiantes de Ayotzinapa –cuyas capturas de pantalla presentó en un breve informe el 18 de agosto pasado con el discurso de haber ya resuelto el caso– y al ser cuestionado dice que no importa que esas imágenes sean imposibles de verificar, que no importa si no se puedan validar como pruebas judiciales, lo esencial es el contenido, lo que se dice en esos mensajes.
“Nosotros nos centramos fundamentalmente en el contenido de la información ahí presentada”, Encinas dijo en una entrevista. Pero el contenido de la información, también, es un problema: una vez más, creo, nos encontramos ante un especie de basurero, pero ahora en forma digital.
En los mensajes de WhatsApp incluidos en el informe de la Comisión para la Verdad y Acceso a la Justicia (COVAJ), los supuestos narcotraficantes escriben novelas: nombran los personajes claves en la historia, describen sus acciones a detalle y con frases completas, mencionan los lugares donde supuestamente habrían llevado a los estudiantes y a dónde irían a llevar sus restos después de asesinarlos. ¿Los integrantes de una red transnacional criminal realmente se comunican así?
Ese tipo de información no se parece a la contenida en los mensajes de Blackberry de Guerreros Unidos interceptados por agentes antidrogas de los Estados Unidos como parte de una investigación en curso, desde antes de los ataques en Iguala el 26-27 de septiembre de 2014 la investigación de la Unidad Especial de Investigación y Litigación para el Caso Ayotzinapa (UEILCA).
Fiscales estadounidenses habían compartido algunos de esos mensajes con el funcionario que armó la “verdad histórica” en campo, Tomás Zerón de Lucio, y con la PGR durante el gobierno de Enrique Peña Nieto. Casi de inmediato la información fue filtrada a los medios. La UEILCA, creada en junio del 2019, logró convencer a los fiscales de Chicago que venía de un gobierno diferente y que realmente quería investigar. Los agentes estadounidenses decidieron confiar en ella y le compartieron una gran cantidad de mensajes interceptados. En esos mensajes quienes escriben son escuetos, no usan nombres, escriben en clave, y no mencionan lugares.
En los mensajes de WhatsApp contenidos en el informe de la COVAJ, los supuestos narcos escriben muy mal. De hecho, todos comparten los mismos errores de ortografía, por ejemplo, un “poes” muy extraño, o el hecho de que acentúan bien y casi nunca aparece la letra h: “se están aciendo bolas”. (La h sí aparece cuando escriben de Huitzuco, uno de los lugares donde habrían llevado a un grupo de estudiantes.) En los mensajes interceptadas en los Estados Unidos, también escriben mal pero sus errores son otros: “boy aestar con los militares comiendo ya casi me boy…”.
En la narrativa del basurero digital presentado en el informe del COVAJ una vez más, como en el pasado, se acusa a un estudiante de Ayotzinapa de tener vínculos con el narcotráfico y con eso se recicla que el ataque contra los normalistas se debió a una confusión, que “la contra” se había metido entre los estudiantes para robar la droga escondida en un camión.
Una posible relación del estudiante desaparecido Bernardo Flores Alcaráz, apodado “Cochiloco” en la Normal, con el narcotráfico quedó descartado desde hace años por parte del el Grupo Interdisciplinario de Expertos Internacionales (GIEI) que investiga el caso. Nunca encontraron ninguna prueba que lo vinculara con grupos de la delincuencia organizada. Es más: ¿cómo sabrían los supuestos integrantes de Guerreros Unidos en Iguala el apodo de un normalista de Ayotzinapa?
Volver a publicar esa vinculación y avalarla como información verificada, como hace el informe de Encinas, es volver a criminalizar a la persona desaparecida y lastimar a su familia sin ninguna prueba. (Cabe recordar que las capturas de pantalla donde aparece ese texto acaban de ser desestimadas como pruebas por un peritaje internacional.)
De hecho, el GIEI, que ha investigado el caso desde marzo del 2015— en su tercer informe presentado en febrero de este año mostró cómo las investigaciones de agentes infiltrados de inteligencia militar en la Normal, así como las intercepciones telefónicas del ejército a los grupos de narcotráfico en Guerrero, jamás vincularon a los estudiantes de Ayotzinapa con el narcotráfico.
Los mensajes de WhatsApp incluidos en el informe de la COVAJ mencionan un personaje que no ha aparecido jamás en ninguna investigación sobre la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa: “El Negro.” ¿Será una “coincidencia” racista que el nuevo malo del cuento se llame así? En todo caso, ese apodo no figura en las investigaciones del GIEI, ni las de Chicago, ni las periodísticas, ni siquiera en la “verdad histórica”.
Luego viene tal vez la muestra ejemplar de inverosimilitud: la foto de la oxidada navaja-bayoneta tamaño machete que los supuestos autores de los mensajes de WhatsApp señalan como el instrumento usado para torturar y degollar al estudiante Julio César Mondragón Fontes. ¿Hacer un corte preciso en el cuello de un ser humano con una navaja gigante que ni Rambo cargaba? Difícil de creer. Pero lo peor fue condenar a la familia de Julio César a ver esa foto sin que exista ninguna prueba de que ese instrumento haya tenido algo que ver en su tortura y asesinato.
Las afirmaciones de la página 58 a la página 84 del informe (de 97 páginas) de la COVAJ, se basan en las imágenes de los mensajes de WhatsApp que el subsecretario ocultó a sus contrapartes.
El peritaje del GIEI determinó la imposibilidad de verificar la autenticidad de esas imágenes. Encinas ha dicho que una cosa es la verdad, que a él le encargaron, que otra distinta es la justicia, que depende de la FGR que debería de hacer que esas “verdades” sean judicializables. Y por eso, dijo que hay que concentrarse en el contenido de los mensajes. Está bien, pero cuando lo hacemos de verdad, vemos que el contenido parece completamente inverosímil.
Entre tantas cosas inverosímiles, cabe recordar que fueron policías de Iguala, Huitzuco y Cocula, policías ministeriales y federales quienes atacaron a los estudiantes y quienes se llevaron a 43 de ellos, y que el ejército estuvo monitoreando a los estudiantes desde antes y también durante los ataques, y que aún posee información clave para esclarecer lo ocurrido en Iguala que se ha negado a entregar. En resúmen, hay que recordar que durante el gobierno de Enrique Peña Nieto toda la fuerza del estado se movilizó para encubrir a los perpetradores y desaparecer a los estudiantes.
También es importante recordar algo que el GIEI enfatizó en su conferencia de prensa el pasado 31 de octubre: las 83 órdenes de aprehensión en el caso Ayotzinapa fueron elaboradas por la fiscalía especial a base de su propia investigación y no se sostienen en, ni tienen ninguna relación con, las capturas de pantalla y el informe de la Comisión Presidencial.
Los abogados de cuatro militares presos y acusados de delincuencia organizada, el general José Rodríguez Pérez; el capitán José Martínez Crespo; el subteniente Fabián Pirita Ochoa y el sargento Eduardo Mota Esquivel, han declarado ante la prensa que las acusaciones en contra de sus clientes no tienen fundamento por ser sustentadas en las pruebas no verificadas de la COVAJ. Eso es falso.
La reciente filtración del pliego de las 83 órdenes de aprehensión a la prensa pareciera sumarse a la estrategia para confundir todo, invalidar todo, entorpecer todo, hacer que todos los casos se caigan, que todas las pruebas se confunden y una vez más volvamos a hablar de “versiones”, como si la experiencia vivida de los sobrevivientes y la “verdad histórica” fabricada con torturas y todo tipo de mentira fueran los dos simplemente “versiones” de los hechos.
Mientras López Obrador habla de su compromiso con la verdad y las familias de los 43 estudiantes desaparecidos, su gobierno lleva dos meses y medio dinamitando la investigación.
El intento por desmoronar el caso inició públicamente con la presentación el 18 de agosto de un informe basado en pruebas ocultadas de la investigación y luego descalificadas. Siguió la detención prematura del ex procurador Jesús Murillo Karam, la cancelación de 21 órdenes de aprehensión (16 contra militares, uno contra el ex procurador de Guerrero Iñaki Blanco), y la retención por un mes de los 15 policías ministeriales de la unidad especial.
Todo eso llevó a las renuncias del ex fiscal del caso y de varios miembros claves de su equipo. Después vino la imposición de un nuevo fiscal tabasqueño sin experiencia relevante en casos de graves violaciones a los derechos humanos ni conocimiento del caso, y cuya única credencial parece ser su amistad con el presidente, seguida por la filtración que podría poner en riesgo el proceso entero.Todo esto beneficia a quienes no quieren que la verdad se sepa.
No me parece casual que a mediados de septiembre, mientras la investigación de la desaparición forzada de los 43 estudiantes de Ayotzinapa se desmoronaba desde adentro del gobierno, el presidente decretó “la inscripción de la fuerza de seguridad civil a los militares”.
Publicado originalmente en A dónde van los desaparecidos