Poco se habla de los decesos por los distintos impactos ambientales que sufre a diario el planeta tierra. Una situación que mientras es minimizada por algunos, y denunciada por otros, continua violando derechos humanos básicos.
Insistir hasta vencer, frase que acuñan aquellos que siguen haciendo docencia en las distintas luchas por un mundo más igualitario y amigado con todo lo que nos rodea. El debate ambiental es sumamente transversal, pero, sin embargo, sigue anclado en dicotomías, permaneciendo lejos de aquellos sectores sociales aletargados, que, en definitiva, son los que más impacto terminan padeciendo.
La contaminación cuenta con un sinfín de tentáculos que, al unísono, estrangulan el derecho a gozar de un ambiente sano que pueda garantizar la vida y el desarrollo humano en todo su esplendor. El progreso llegó con aroma a holocausto, lo que aún no fue barrido en nombre del mismo, muy pronto lo será. Un paradigma consolidado que no tiene la mínima intención de correrse ni siquiera un ápice, una realidad tan escabrosa como indisimulable, que, en este espinoso derrotero, solo ha cosechado edulcorados discursos de quienes ostentan la capacidad de decidir.
Un informe de la ONU (Organización de las Naciones Unidas), reveló la existencia de “zonas de sacrificio” medioambientales, lugares cuyos residentes sufren consecuencias devastadoras para su salud y ven violados sus derechos por vivir en focos de polución y zonas altamente contaminadas. Si bien este organismo puede cosechar sospechas e incluso ser considerada una fuente poco creíble, la pavorosa actualidad del planeta, se manifiesta en cada rincón de un globo terráqueo empujado a transitar un lúgubre camino hacia el cadalso.
La intoxicación de la Tierra se intensifica, sin que ello sea motivo de atención por parte de la opinión pública. “Mientras la emergencia climática, la crisis mundial de la biodiversidad y el COVID-19 acaparan los titulares, la devastación que la contaminación y las sustancias peligrosas causan en la salud, los derechos humanos y la integridad de los ecosistemas sigue sin suscitar apenas atención. Sin embargo, la contaminación y las sustancias tóxicas causan al menos nueve millones de muertes prematuras, el doble del número de muertes causadas por la pandemia en sus primeros 18 meses”, afirmó David R. Boyd, relator de la ONU sobre los derechos humanos y su relación con el medioambiente.
De hecho, una de cada seis muertes en el mundo está relacionada con enfermedades causadas por la contaminación, una cifra que triplica la suma de las muertes por sida, malaria y tuberculosis y multiplica por 15 las muertes ocasionadas por las guerras, los asesinatos y otras formas de violencia. Datos concretos, números contundentes que suelen ser “disfrazados” en algunos casos, mientras que, en otros, basta con amplificar la señal de alarma.
La contaminación atmosférica es el mayor contribuyente ambiental a las muertes prematuras, al causar unos siete millones de ellas cada año, la naturalización de este impacto relacionado con las grandes metrópolis, sigue siendo la espada de Damocles para una sociedad anestesiada. La exposición a sustancias tóxicas aumenta el riesgo de muerte prematura, intoxicación aguda, cáncer, enfermedades cardíacas, accidentes cerebrovasculares, enfermedades respiratorias, efectos adversos en los sistemas inmunológico, endocrino y reproductivo, anomalías congénitas y secuelas en el desarrollo neurológico de por vida.
Una cuarta parte de la carga mundial de morbilidad se atribuye a factores de riesgo ambientales evitables, la inmensa mayoría de los cuales implica la exposición a la contaminación y a las sustancias tóxicas.
El envenenamiento se intensifica
“La toxificación del planeta Tierra se intensifica”, sostiene Boyd, que señala que, aunque hay algunas sustancias que se han prohibido o cuyo uso se está eliminando, la producción, el uso y el desechado de productos químicos peligrosos, en general, sigue aumentando rápidamente. Cada año se emiten o vierten cientos de millones de toneladas de sustancias tóxicas al aire, el agua y el suelo. La producción de sustancias químicas se duplicó entre 2000 y 2017, y se espera que se duplique de nuevo para 2030 y se triplique para 2050, produciéndose la mayor parte del crecimiento en los países no miembros de la Organización de Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE).
Según el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), el resultado de este crecimiento será un aumento de la exposición a los riesgos y un empeoramiento de las repercusiones para la salud y el impacto ambiental. “El mundo está pasando apuros para hacer frente a las amenazas químicas de antes y de ahora”, dice Boyd, que ha contado con el apoyo para su informe del relator especial sobre las implicaciones para los derechos humanos de la gestión y eliminación ambientalmente racionales de las sustancias y los desechos peligrosos, Marcos Orellana.
Por ejemplo, el plomo se sigue utilizando de forma generalizada a pesar de que se conoce desde hace tiempo su toxicidad y sus devastadoras consecuencias para el desarrollo neurológico en la infancia. El plomo causa cerca de un millón de muertes al año, así como daños demoledores e irreversibles en la salud de millones de niños. Entre los motivos de preocupación recientes figuran las sustancias perfluoroalquiladas y polifluoroalquiladas, los alteradores endocrinos, los microplásticos, los plaguicidas neonicotinoides, los hidrocarburos aromáticos policíclicos, los residuos farmacéuticos y las nanopartículas.
Con respecto a la polución, debemos decir que los contaminantes tóxicos son omnipresentes hoy en día, hallándose desde las más altas cumbres del Himalaya hasta las profundidades de la Fosa de las Marianas. Los seres humanos están expuestos a sustancias tóxicas a través de la respiración, los alimentos y la bebida, por contacto con la piel y a través del cordón umbilical en el vientre materno.
Los estudios de biomonitorización revelan la presencia de residuos de plaguicidas (un flagelo de enormes proporciones en nuestro país), ftalatos, pirorretardantes, sustancias perfluoroalquiladas y polifluoroalquiladas, metales pesados y microplásticos en nuestro organismo. Incluso se encuentran sustancias tóxicas en los recién nacidos.
Además, todas esas sustancias tóxicas están relacionadas con los otros dos aspectos de la triple crisis ambiental mundial: la emergencia climática y el declive de la biodiversidad. La industria química agudiza la emergencia climática al consumir más del 10% de los combustibles fósiles producidos en el mundo y emitir unos 3300 millones de toneladas de gases de efecto invernadero cada año.
El calentamiento global contribuye a la liberación y movilización de contaminantes peligrosos procedentes del deshielo de los glaciares y del permafrost. La contaminación y las sustancias tóxicas constituyen también uno de los cinco principales motores del catastrófico declive de la biodiversidad, con efectos especialmente negativos para los polinizadores, los insectos, los ecosistemas de agua dulce y marinos (incluidos los arrecifes de coral) y las poblaciones de aves.
Aunque todos los seres humanos están expuestos a la contaminación y a las sustancias químicas tóxicas, hay indicios convincentes de que la carga de la contaminación recae de forma desproporcionada sobre las personas, los grupos y las comunidades que ya soportan el peso de la pobreza, la discriminación y la marginación sistémica.
Los países de ingreso bajo y mediano son los más afectados por las enfermedades relacionadas con la contaminación, ya que representan casi el 92 % de las muertes por esta causa. Además, más de 750.000 trabajadores mueren anualmente debido a la exposición a sustancias tóxicas en el entorno laboral, entre ellas la materia particulada, el amianto, el arsénico y los gases de escape de motores diésel.
La gestión de desechos sin las debidas condiciones de seguridad, en particular el vertido, la combustión al aire libre y el procesamiento informal de desechos electrónicos, baterías de plomo y plásticos, expone a cientos de millones de personas del Sur Global a cócteles químicos, como son los pirorretardantes bromados, los ftalatos, las dioxinas, los metales pesados, los hidrocarburos aromáticos policíclicos y el bisfenol A, denuncia el relator.
Las mujeres, los niños, las minorías, las personas migrantes, los pueblos indígenas, las personas de edad y las personas con discapacidad son potencialmente vulnerables, por diversas razones económicas, sociales, culturales y biológicas. Los trabajadores, especialmente en los países de ingreso bajo y mediano, están en situación de riesgo debido a la elevada exposición en sus puestos de trabajo, las malas condiciones laborales, el escaso conocimiento de los riesgos químicos y la falta de acceso a la atención de la salud. Y millones de niños trabajan en sectores potencialmente peligrosos como la agricultura, la minería y el curtido, mientras que existen viviendas sociales con presencia de amianto, plomo, formaldehído y otras sustancias tóxicas.
Las zonas sacrificables, verdaderos laboratorios a cielo abierto
Los sitios contaminados suelen encontrarse en comunidades desfavorecidas. Se calcula que en Europa hay 2,8 millones de sitios contaminados, mientras que en los Estados Unidos se han delimitado más de 1000 sitios nacionales de saneamiento prioritario, entre cientos de miles de emplazamientos contaminados. En la Argentina, los pueblos y ciudades en donde la actividad minera a gran escala se establece, son denominados territorios sacrificables, si bien distintos focos contaminantes emergen de las mismas entrañas de las barriadas olvidadas.
En la actualidad, por zona de sacrificio puede entenderse un lugar cuyos residentes sufren consecuencias devastadoras para su salud física y mental y violaciones de sus derechos. La ciudad entrerriana de Gualeguay, solo para citar una experiencia, sufre el avasallamiento de sus derechos básicos gracias al impiadoso accionar de dos empresas del lugar. Un grupo de vecinos viene luchando incansablemente contra la contaminación que avanza desde el aire por obra de un frigorífico de aves, y una empresa dedicada al tratamiento de residuos peligrosos. Basta con pisar Gualeguay para ser recibido por olores nauseabundos y una cortina de huma que suele convertir a ese terruño en aquel Londres de 1952 (La gran niebla).
Por otra parte, es imposible no citar como zonas sacrificables a los pueblos fumigados, que rehenes del agronegocio y su siembra directa, resisten a duras penas los embates de la producción química. Actualmente 12 millones de argentinos son fumigados sistemáticamente entre los meses de octubre y marzo con un promedio de tres veces por mes. Es decir, son literalmente bañados por una lluvia de agrotóxicos que llega a sus viviendas, escuelas, salas de hospitales, plazas y lugares de esparcimiento. Cáncer, malformaciones y problemas de hipotiroidismo son las enfermedades que presentan los ciudadanos de todas las provincias expuestas a los agroquímicos y de la misma manera, se mostró en animales y roedores.
América Latina tiene una extensa historia de expoliación de recursos naturales, profundizada por la acumulación por desposesión, concepto acuñado por el geógrafo David Harvey, y que impera en las políticas adoptadas por las grandes potencias económicas. “El hecho de que sigan existiendo zonas de sacrificio es una mancha en la conciencia colectiva de la humanidad. Creadas a menudo con la connivencia de Gobiernos y empresas, las zonas de sacrificio están en contradicción directa con el desarrollo sostenible y menoscaban los intereses de las generaciones presentes y futuras. Las personas que habitan las zonas de sacrificio viven explotadas, traumatizadas y estigmatizadas. Se las trata como si fueran desechables, se ignora su voz, se excluye su presencia en los procesos de toma de decisiones y se pisotean su dignidad y sus derechos humanos. Las zonas de sacrificio existen en los Estados ricos y pobres, en el Norte y en el Sur”, dice Boyd.
Publicado originalmente en Conclusión