El fotoreportero Kevin Carter tenía una misión: fotografiar todo lo que sucedía en África del Sur en la crisis de hambruna más grave de su historia.
Carter nació en Sudáfrica en 1960, y a los 23 años empezó a trabajar como fotógrafo deportivo en un periódico local. En 1961, al estallar las revueltas raciales de 1984, ingresó a otro periódico y comenzó a documentar los desmanes y asesinatos del apartheid.
En 1993 viajó a Sudán donde estuvo un día entero fotografiando el pueblo Ayod. Cuando terminó caminó hacia la zona de selva cuando de pronto escuchó gemidos. Un niño escuálido estaba tirado en el piso. Pero, según explicó, no podía hacer nada. Le habían advertido y prohibido que tocara a las víctimas de la enfermedad. Un buitre se paró cerca de él con una mirada hambrienta. Carter no podía hacer nada: decidió quedarse allí hasta que el buitre se fuera. “Encendí un cigarro, hablé con Dios y lloré”.
El New York Times publicó la foto el 26 de marzo de 1993 y lanzó a la fama a Kevin Carter, tanto que ganó el premio Pulitzer. Pero la fotografía generó un debate que cambió la vida del fotógrafo: fue cuestionado acerca de cuál era el límite de su trabajo.
Esta fue su fotografía más exitosa pero lo llevó a una depresión de la que nunca pudo salir. Un año después se suicidó. En una carta explicó el porqué: “Esa foto es la más exitosa de mi carrera. Pero no la puedo colgar en mi pared. La odio. Estoy atormentado por los recuerdos vividos, por las matanzas, los cadáveres, la ira y el dolor”.
Tras ganar el Pulitzer en 1994, abandonó lo que más le gustaba hace, dejando su empleo de fotoreportero y comenzando a trabajar como fotógrafo de naturaleza, sin embargo la presión de la crítica continuaba creciendo y entonces sufrió otro gran golpe. Su mejor amigo y compañero Ken Oosterbroek murió mientras cubría un tiroteo en Tokoza, Johannesburgo.
Deprimido por la noticia, desilusionado por su trabajo y agotado de la crítica y el horror de lo que había visto, Carter se suicidó a los 33 años. Lo cierto es que Carter era una persona con problemas personales, una familia complicada, una personalidad algo desordenada y depresiva, y un estilo de vida caótica llena de experiencias trágicas.
Nadie vio morir a aquel niño pequeño tirado sobre la sabana africana, ni a la criatura devorarlo, pero la opinión se cebó contra él. Las circunstancias de su muerte llevaron a muchos a investigar la historia y consiguieron descubrir la verdad.
El niño se llamaba Kong Nyong y no murió. Como bien dijimos al principio, Carter había llegado a la zona de ayuda humanitaria y si miramos la famosa fotografía podemos observar que el niño tiene en su mano derecha una pulsera de plástico de la estación de comida de la Organización para las Naciones Unidas (ONU). En ella figuraba el código T3, la T que lo identifica como enfermo de malnutrición severa y el 3 que indica que fue el tercero en recibir la ayuda humanitaria en el campamento.
18 años después, un equipo de periodistas viajó al lugar y logró constatar que el pequeño sobrevivió a la hambruna pero que murió en 2007 a consecuencia de unas fiebres.
A pesar de ello ya era tarde para el niño y para Carter, quien fue acusado de ser un desalmado. Su foto fue determinante para incidir en la situación de África en la década de los 90.
¿Por qué volvemos a esta foto?
En un mundo cada vez más marcado por enfrentamientos, los fotógrafos juegan un papel fundamental.
En abril de 2017 un fotógrafo se volvió viral al llorar por un niño muerto en Siria. Cientos de autobuses se iban de Alepo para salvar la vida de miles de ciudadanos. Sin embargo, un coche bomba explotó cerca de ellos e hizo que 126 personas murieran. Entre los fallecidos había 80 niños. Abd Alkader Habak fue enviado a cubrir la salida de todos los ciudadanos, pero se encontró con otra realidad: una imagen llena de muerte, fuego y niños. Decidió olvidar su rol como fotógrafo y ayudar a los más pequeños. Pero, uno de esos niños no sobrevivió, murió en sus brazos. Y Habak se desplomó y lloró: todos sus intentos habían sido en vano.
Este fue un caso de una persona que decidió hacer a un lado su trabajo. Pero, ¿cuál es el límite? En el caso de Carter si él ayudaba al niño de otra manera, podía morir. En el caso de Habak, el incendio y los escombros también podían afectarlo.
Por citar otro ejemplo: el caso de Omran Daqneesh, el niño sirio que fue fotografiado cubierto de polvo y sangre. Una bomba destruyó su barrio y su hogar y fue rescatado. Mientras esperaba a ser atendido, un fotógrafo capturó la imagen que se convirtió en el símbolo del terror de la guerra siria.
Los fotógrafos no deben olvidar su rol como ciudadanos ni tampoco la ética que conlleva su profesión. No obstante, a veces es imposible actuar. En esos casos, la fotografía quizá no permita salvar esa vida, pero sí otras vidas. Con una imagen, millones de personas pueden comprender lo que sucede en otra parte del mundo y actuar para cambiar la situación.
Con información de VIX , Cubadebate y La Voz del Muro