Juliaca: crónica de una masacre en los Andes

Agustina D. García Talou

Foto: Agustina D. García Talou

“Miles de corazones se apagaron, miles de lágrimas brotaron, miles de lamentos llegan con el viento arrasador de Juliaca. Oh cerrito de Huaynarroque guardián celoso de los amores, en tus faldas nuevamente lloramos y reclamamos justicia, en tus faldas reposamos y pedimos consuelo”. Karem Luque, defensora de derechos humanos juliaqueña

El fin de la tregua

Juliaca, caótica ciudad del altiplano a pocos kilómetros del inmenso lago Titicaca, despierta silente. Han terminado los cuatro días de tregua prometidos por año nuevo y la ciudad retoma el paro convocado desde el 12 de diciembre contra el gobierno de Dina Boluarte, la vicepresidenta que sucedió a Pedro Castillo tras su moción de censura.

Las familias pasean por sus calles libres del ruido y tránsito, los niños desempolvan y ponen a punto sus bicis, el único medio de transporte del que ahora pueden disponer, algunos incluso echan un partido de fútbol o de vóley en las aceras a modo de improvisada cancha.

En la plaza Tupac Amaru, la esfinge de hierro del héroe nacional aun pareciera dirigir a los grupos de pobladores que cierran calles con vidrios rotos, pedruscos, y bolsas de basura que la municipalidad, completamente ausente, no recoge desde el día de navidad. “Volveré y seré millones” nos recuerda desde lo alto de su pedestal, aunque las movilizaciones aún son tímidas, el cierre de comercios es total. Nadie se atreve a abrir sus tiendas, a pesar de las economías precarias, de las necesidades del día a día… Algunos acatan con la plena convicción de que es el momento adecuado para echarle un pulso al Ejecutivo y al Congreso desde el sur andino, otros simplemente se resignan al pedido de inmovilización total.

En la plaza los grupos de manifestantes se agrupan en torno a algún dirigente con megáfono. Las personas sentadas en los bordillos muestran carteles improvisados que prodigan los cuatro pedidos principales: el cierre del congreso, la renuncia de Dina Boluarte, la convocatoria de elecciones y el inicio de un proceso constituyente.

“¡Abajo los policías que defienden al poder económico!” claman, mientras se alejan entonando canticos de lucha “esta democracia ya no es democracia, Dina, asesina, el pueblo te repudia”

En la tarde, el parque San Miguel, un grupo de dirigentes barriales almuerzan papas con queso mientras explican las causas de su levantamiento: “Nos obligamos a salir a las calles contra el gobierno de Dina Boluarte que perfectamente sabemos ha asesinado a 30 compatriotas. En la región de Puno felizmente aún no hay muertos, pero igual sentimos indignación contra el congreso que tampoco representa al pueblo, pues ha manipulado y vacado ilegalmente a nuestro presidente que hemos elegido democráticamente en un voto popular”.


Las mujeres aun con cierta desconfianza, dicen no sentirse preparadas para dar declaraciones, pero cerca del mercado Vilcapasa una mujer aimara cuenta que está cansada de que los políticos roben y que Dina debe de una vez por todas renunciar, “¿Qué va a ser del futuro de nuestros hijos con ese congreso golpista?”, me pregunta retóricamente. El descrédito de la clase política es total.

Mientras tanto en el centro, el gran centro comercial, activo crítico y referente de la promesa de crecimiento y economía neoliberal, aún se mantiene abierto, custodiado por una decena de policías. Un grupo de manifestantes los llaman traidores: “¡Abajo los policías que defienden al poder económico!” claman, mientras se alejan entonando canticos de lucha “esta democracia ya no es democracia, Dina, asesina, el pueblo te repudia”.

En medios, la noticia estrella parece ser que el gobierno ha prohibido el ingreso al país de Evo Morales, acusado de realizar actividades proselitistas mandando infiltrados para azuzar a la población del sur. La idea de un posible proyecto de independencia va tomando cierta fuerza, pero a los dirigentes locales no les gusta que se les vea como meros títeres manipulados por el líder vecino.

En redes, el joven fotoperiodista de la agencia EFE, Aldair Mejía, cuenta cómo, a pesar de estar debidamente acreditado como prensa, la policía lo amenazó de muerte antes de dispararle un perdigón en la pierna.

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La masacre

Llevamos casi una semana de paro y creemos que la población no podrá mantenerse más días en huelga debido a los grandes impactos económicos que conlleva para las familias, pero nada más lejos de la realidad. El sexto día desde que inició la tregua llegan cientos de personas desde Ilave, Juli, Moho, Huancané y otras provincias de la región de Puno. El acuerdo es dividirse: comunidades aimaras ocuparán la ciudad de Puno mientras que las comunidades quechua harán presión en Juliaca.

Desde temprano se escuchan los pitos, las arengas, las voces enardecidas de dirigentes. La marcha que parece no tener fin. Nos vestimos rápido para darles alcance, algo indecisos, los observamos desde la esquina, cuando la gente empieza a clamar el clásico “no nos mires, únete”. No lo dudamos, ya formamos parte de esa gran marea humana que pronto llega hasta el bypass.

El puente, una gran obra de infraestructura para canalizar el denso tráfico que llevamos años viendo a medio terminar, por fin se erige sobre sólidas columnas que parecen grandes patas de algún animal prehistórico. Repleto de familias que miran desde arriba la marcha pasar, nos invita a subir, a sabiendas que nuestros caminos se bifurcarán pronto: llegar hasta el aeropuerto es entrar en una boca de lobo que emana gas lacrimógeno y escupe balas de fuego.

Antes de subir vemos tres brigadistas, ataviados con mandiles azules. Cargan una enorme bandera blanca con una cruz roja pintada precariamente a mano. Al día siguiente tomaremos conciencia, consternados, que uno de ellos sería, Marco Antonio Samillan, el interno de medicina cuyo cuerpo cayó desplomado por herida de bala.

En el puente la gente come helados, los niños montan triciclos, y las familias portan banderas peruanas, cantando consignas como en un día de celebración y feria. Miro hacia abajo y el vértigo mi invade más de 30 metros nos separan del suelo, me da miedo que pueda haber una estampida. Segundos después un helicóptero de las fuerzas armadas pasa sobre nuestras cabezas sobrevolando a poca altura, la gente entra en pánico porque el día anterior las fuerzas armadas y la policía han lanzado de manera masiva bombas lacrimógenas precisamente desde helicópteros. Llamamos a la calma, y pedimos a las mujeres con niños que abandonen rápido el puente. A lo lejos olemos ya el gas pimienta.

Regresamos a casa buscando sombras, en el camino grupos de manifestantes se agrupan en torno a los mercados, pensando estratégicamente los siguientes pasos, animando para que la protesta no decaiga, haciendo entender que es necesario permanecer organizados, aunque las dudas de muchos que ven su economía mermada por tantos días sin venta vayan de a poco agrietando consensos. Atravesamos el mercado “La Revolución” con sus puestos vacíos, solo un dirigente dice unas palabras parecidas a una misa improvisada.

La hermana del médico voluntario fallecido pide entre sollozos a la gente que no se retire a sus casas y que entre todos hagan una gran vigilia para velar los muertos en la noche

A lo lejos se escuchan ya sirenas de ambulancias. Uno, dos, tres… empieza el conteo de heridos, cuatro, cinco, seis, comienzan los reportes de muertos por parte de medios locales que transmiten en directo desde la puerta del Hospital Carlos Monge Medrano. Un médico dice en redes que la policía está usando una munición que destroza los órganos internos. El personal de salud desbordado pide que la violencia pare.

Son las 12 de la noche y los medios internacionales hablan ya de 53 heridos y 17 personas fallecidas. Los números se van convirtiendo en nombres propios: Gabriel Omar López (35 años), Roger Rolando (22), Edgar Jorge Huaranca (22), Reynaldo Ilaquita (19), Yamilet Aroquipa (17), Cristian Mamani (22), Marco Samillán (31), Heder Jesús Luque (38), Nelson Uber Pilco (21), Rubén Mamani, Gustavo Illares (21), Ever Mamami, Héctor Inquilla y cuatro personas más aún sin identificar.

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Los medios peruanos nacionales sin embargo reportan la noticia aun tímidamente. Algunos como la propia televisión nacional se centran en contar el asalto del Congreso en Brasil por seguidores de Bolsonaro. La población local expectante contempla cómo la presidente declara en medio de la reunión del Acuerdo Nacional que “no entiende las protestas que solo quieren generar caos”, sin hacer referencia a la matanza. ¿Es que las vidas perdidas en el sur andino no valen nada para este centralismo limeño?

Lo que sí cuentan los medios es la historia de la víctima número 18, un policía calcinado vivo en un patrullero, su nombre era José Luis Soncco.

El duelo

El Hospital Carlos Monge amanece rodeado de decenas de personas. Familiares y manifestantes esperan los resultados de las necropsias. Los familiares temen que los informes sean manipulados o que no les entreguen los cuerpos de los fallecidos antes de las 20h, hora a partir de la cual el ejecutivo ha declarado estado de sitio. La espera se convierte en una gran asamblea popular donde diferentes personas van tomando el micro. La hermana del médico voluntario fallecido pide entre sollozos a la gente que no se retire a sus casas y que entre todos hagan una gran vigilia para velar los muertos en la noche. Una chica se abre paso entre la multitud con una cajita de cartón donde está escrito el nombre de su familiar, recibiendo donaciones para su sepelio.

Un dirigente alerta de que los aviones de las fuerzas armadas están trayendo municiones y no los medicamentos prometidos. A unas cuadras varias mujeres se organizan para cocinar en ollas comunes con las que alimentar a todas las personas que se han desplazado desde las comunidades y que, a pesar del frío y el toque de queda, deberán dormir a la intemperie.

A pesar de la denuncia fiscal por genocidio, homicidio calificado y lesiones graves, a pesar del casi medio centenar de fallecidos a nivel nacional, la presidenta consigue la confianza de su gabinete con los 73 votos a favor de los que algunos ya llaman “los partidos de la muerte”.

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La marea negra

Es 11 de enero y Juliaca amanece teñida de negro, miles de personas se congregan en la Plaza de Armas donde el sacerdote ha prometido dar una misa. En primera línea frente al templo de Santa Catalina, las familias rodean los ataúdes donados por las funerarias donde yacen los cuerpos de sus seres queridos. La procesión inunda las calles de la ciudad y esta vez sí podemos tomar algunas fotos sin que nadie grite que apaguen las cámaras ante el temor de ser identificados y acusados tendenciosamente de agitadores y terroristas. Hoy el pueblo de Juliaca llora y ese dolor es público, por primera vez no se proscribe, nadie puede perseguirte por llorar a tus muertos.

Las bandas de músicos acompañan los féretros, y un grupo de sikuris canta al ritmo de las zampoñas, “cuando yo me muera que los sikuris no falten, morir luchando por esta patria qué tan grande injusticia, quechuas y aimaras luchando siempre unidos”.

Los informes de necropsia confirmarán finalmente que los 17 civiles fallecieron por arma de fuego, los cuerpos recibieron impactos de bala que comprometieron sus órganos vitales

La procesión se dirige de nuevo al bypass rumbo al aeropuerto, ese lugar que se ha convertido en símbolo de masacre. En el puente alguna wiphala tan solo pone un punto de color en esa marea de banderas negras bajo el cielo celeste profundo. Los llantos se acompañan de proclamas: “Perú te quiero, por eso te defiendo”, “Dina escucha, este es tu fruto” en referencia a las personas fallecidas. La avenida termina en un descampado de antiguas casas derruidas, y verjas derrumbadas. La gente se amontona alrededor del aeropuerto ante la mirada de la policía nacional que sigue custodiando la pista principal. Alguna gente les increpa y les llama “asesinos”, otros reclaman calma y piden a la gente que se aleje lo más posible para que no se produzcan altercados.

Los informes de necropsia confirmarán finalmente que los 17 civiles fallecieron por arma de fuego, los cuerpos recibieron impactos de bala que comprometieron sus órganos vitales, algunos de los fallecidos ni si quiera eran manifestantes, como el caso de Yamilet, una joven estudiante que se dirigía a comprar provisiones para su familia en el momento en que fue abatida.

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La lucha contra la impunidad

Al tercer día de luto, el 12 de enero, la ciudad de Juliaca recibe la visita de una delegación de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, liderada por el guatemalteco Stuardo Ralón, acompañada por la secretaria general de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, Jennie Dador, en la Iglesia Pueblo de Dios. El pedido popular de que llegaran organizaciones de derechos humanos parece haber recibido respuesta. La comisión recibe a dirigentes, familiares de las víctimas que por fin encuentran interlocutores con quien compartir sus relatos de dolor y muerte. En un comunicado la CNDDHH pide que la fiscalía de crimen organizado no investigue la masacre en Juliaca y que el proceso quede en manos del subsistema de Derechos Humanos, “el único que ofrece garantías de investigación conforme a estándares internacionales”.

En el momento de escribir estas líneas se confirma que un joven de 15 años herido días previos con una bala en la cabeza, ha fallecido en la UCI, elevándose a 19 el número de fallecidos en protesta en esta ciudad del altiplano. Y es que como ya escribió Manuel Escorza: “En los Andes las masacres se suceden con el ritmo de las estaciones. En el mundo hay cuatro; en los Andes cinco: primavera, verano, otoño, invierno y masacre”.

Mañana las vías volverán a estar bloqueadas y los pobladores quechuas y aimaras de Juliaca y demás comunidades que sostienen la vida en torno a ese inmenso lago que es el Titicaca, recordarán al país que el mundo andino aún late con fuerza, y resiste con furia a sus orillas.

Este material se comparte con autorización de El Salto

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