Hace cien años, Vladimir Ilich Ulianov sentenció en uno de sus textos más incendiarios que “en vida de los grandes revolucionarios, las clases opresoras les someten a constantes persecuciones, acogen sus doctrinas con la rabia más salvaje, con el odio más furioso, con la campaña más desenfrenada de mentiras y calumnias. Después de su muerte, se intenta convertirlos en santos inofensivos, canonizarlos, por decirlo así; rodear sus nombres de una cierta aureola de gloria para ‘consolar’ y engañar a las clases oprimidas, castrando el contenido de su doctrina revolucionaria, mellando su filo revolucionario, envileciéndola”.
Por las paradojas de la historia, la obra de José Martí sufrió un derrotero similar al descripto por Lenin: en vida, padeció el desprecio visceral de los poderosos, incluida la endeble burguesía cubana de aquel entonces, más asustada por la guerra iniciada por los patriotas exiliados que ansiaban la emancipación de su pueblo oprimido, que por la persistencia del colonialismo bajo nuevos ropajes en la convulsionada isla. Sin embargo, al poco de su caída en combate el 19 de mayo de 1895, nuestro maestro pasó a ser reivindicado en ámbitos y espacios insospechados, aunque desde una perspectiva amputada que tornaba inofensivo a su discurso y su acción política. Martí devino así un poeta inigualable, un lúcido periodista, un destacado diplomático, un orador magistral, un escritor de epístolas como pocos, surgido desde el riñón de nuestro continente y reconocido incluso “en las entrañas del monstruo”.
Pero esas facetas asumidas y celebradas hasta por los sectores más conservadores, en nada se emparentaban con la vocación que signó su devenir como revolucionario. Este envilecimiento de la “obra” martiana fue denunciado tempranamente por otro cubano ejemplar. El joven Julio Antonio Mella supo expresar en las primeras décadas del siglo XX que “Ora es el político crapuloso y tirano quien habla de Martí. Ora es el literato barato, el orador de piedras falsas y cascabeles de circo, el que utiliza a José Martí”. De este modo, nos advertía sobre una afición que con el tiempo tendió a hacerse carne en académicos, intérpretes y políticos del más diverso pelaje ideológico: el desvincular la escritura martiana, de aquella ineludible convicción militante e insurgente que caracterizó al Apostol.
Así pues, a contrapelo de estas lecturas que buscan descuartizar su legado, creemos que la obra de nuestro maestro cubano debe concebirse como una conjunción entre lo pensado y actuado por él. No hay dudas de la centralidad que cobra para Martí tanto la reflexión rigurosa en torno a la realidad que lo circunda, como la ferviente pasión por transformarla. En efecto, como nos advierte Roberto Fernández Retamar, Martí “reúne una suma de saberes y de oficios no a expensas de su actividad política ni viceversa, sino como partes esenciales de un todo. Es un fundador, un sabio, poeta porque es un dirigente revolucionario”. De manera análoga, Cintio Vitier dirá que su obra “es el testimonio de un hombre que no separó el arte de la vida, la palabra de la acción” y Ezequiel Martínez Estrada sentenciará que en él “literatura y acción se identifican”, por lo que “constituyen dos aspectos de su personalidad, de su ethos”.
Su ideario, por tanto, no puede disociarse de sus iniciativas prácticas, sino que está moldeado por los sustentos y metas de éstas. Toda su vida fue la de un militante integral: Pensamiento y acto, análisis exhaustivo y práctica revolucionaria, prosa y poesía, sentimientos solidarios y vocación emancipatoria, amor y sensibilidad extrema frente a los padecimientos de las y los oprimidos, configuran dimensiones de una totalidad dinámica y en permanente metamorfosis. De ahí que en el primer número de la Revista Venezolana, editada en 1881, Martí haya expresado que “Hacer es el mejor modo de decir”, si bien la palabra y el decir también debían ser parte ineludible de este hacer transformador. Por ello no dudará en afirmar en su mensaje A los cubanos de Nueva York de 1890, que “Decir es hacer, cuando se dice a tiempo”.
Nacido en La Habana un 28 de enero de 1853, sus primeros quince años de vida coincidieron con la antesala de la primera guerra insurreccional contra el colonialismo español, que tuvo como hito emblemático al “Grito de Yara” encabezado por Carlos Manuel de Céspedes. Y debido a su ética inclaudicable, Martí padeció desde muy joven el encierro, así como sucesivos destierros y expulsiones (su primer “escrito” significativo en prosa fue precisamente El presidio político en Cuba, un texto redactado ya en el exilio y de gran valor literario y político, en el que denuncia el dominio colonial en su amada isla y los padecimientos que, a la edad de 16 años, le generó su encarcelamiento y posterior expulsión de Cuba), que lo llevaron a padecer un prolongado exilio y la diatriba constante de quienes veían peligrar sus privilegios ante el proyecto político que él supo encarnar. Diversos fueron, a su vez, los países por lo que transitó como producto de las persecuciones sufridas: entre otros, México, Guatemala, Venezuela, España y por supuesto Estados Unidos, donde vivió (con breves interregnos y viajes) entre 1880 y 1895, hasta que decidió embarcarse en la justa guerra por la definitiva independencia de su amada Cuba. Pero por desgracia, a los pocos días de su incursión en la Isla junto a un contingente de patriotas integrantes del Partido Revolucionario Cubano, caerá muerto en combate el 19 de mayo de ese mismo año en la localidad oriental de Dos Ríos.
Es en función de esta tesitura que queremos rescatar la que supo ser su mayor apuesta militante: la creación y el fortalecimiento del Partido Revolucionario Cubano como organización clave para garantizar la liberación nacional en Cuba y las Antillas. Sin desmerecer su producción periodística, poética y ensayista, consideramos que toda su vida estuvo signada por esta invariante pasión transformadora, a tal punto que en pleno alzamiento insurreccional, pocos días antes de ser asesinado en el campo de batalla, en su conocida carta a Gonzalo de Quesada enviada desde Montecristi (Santo Domingo) el 1 de abril de 1895, deja en claro el vínculo estrecho entre lo escrito y lo actuado al momento de sopesar su obra: “De Cuba ¿qué no habré escrito?: y ni una página me parece digna de ella: sólo lo que vamos a hacer me parece digno”, expresará sin medias tintas.
De todas las creaciones a las que aportó Martí durante su ajetreada vida, quizás una de las más gratas y relevantes haya sido el Partido Revolucionario Cubano (PRC). De acuerdo al historiador Luis Vitale, a diferencia del resto de los movimientos anti-colonialistas y procesos revolucionarios latinoamericanos -liderados, en especial de 1810 a 1820, por caudillos o grupos selectos de las burguesías criollas-, el proyecto emancipatorio impulsado por Martí fue el único dirigido por un partido, cuya columna vertebral la constituían intelectuales comprometidos con las luchas populares, núcleos de obreros de avanzada y jefes militares patriotas que, como el mulato Antonio Maceo y el general Máximo Gómez, habían participado ya en Cuba en la primera guerra de liberación de los llamados Diez Años (1868-1878).
Esta convicción de no escindir, y menos aún enemistar, a los trabajadores manuales respecto de los trabajadores intelectuales, es un elemento clave para pensar el papel pedagógico que debía cumplir, según Martí, la novedosa organización revolucionaria que habían comenzado a gestar en el exilio: “Los convencidos de siempre y los que se vayan convenciendo; los que preparan y los que rematan, los trabajadores del libro y los trabajadores del tabaco; ¡juntos, pues, de una vez, para hoy y para el porvenir, todos los trabajadores!”, proclamó.
Consciente de la importancia de combatir la fragmentación de las clases populares, durante el intenso período de constitución del Partido, Martí aboga por la creciente articulación y confluencia de todos los sectores emigrados que, a pesar de coincidir en la urgencia de impulsar un nuevo proceso revolucionario, se mantenían hasta ese entonces altamente dispersos. Además, al decir de Vitale, “la estructura del Partido no era verticalista sino que daba bastante autonomía y posibilidad de una práctica de democracia horizontal”. Esta vocación democrática se evidencia en los Estatutos secretos del Partido elaborados por Martí, donde se delinea tanto la dinámica de funcionamiento interno como los derechos y deberes de sus miembros, teniendo como base la participación directa de éstos en la elección de los cargos de delegado del Partido, presidentes y secretarios de Cuerpos de Consejo y Asociaciones o Clubes, así como de los tesoreros. Como supo destacar Rubén Pérez Nápoles, Martí dedicó más de la mitad del epigramado de los Estatutos al modo que debía funcionar la democracia electiva en el seno del Partido, e incluso no tomó para el cargo al que luego asumiría por votación unánime, el apelativo de “presidente”, sino que “lo dejó para los cargos intermedios, y se adjudicó el de ‘delegado’, es decir, aquel en quien se delegaba una responsabilidad para ejecutarla, pero no para presidirla”.
Otro rasgo distintivo de esta innovadora organización fue el hecho de no tener, en palabras de Pérez Nápoles, “edad, ni sexo, ni nacionalidad. Aceptó, incluso desde su fundación, a mayores y jóvenes, a hombres y mujeres, y a colaboradores y afiliados de cualquier país y de cualquier continente. Por eso no fue nada extraño encontrar entre sus miembros Asociaciones, Clubes o Ligas compuestas solo por hombres, solo por mujeres, solo por jóvenes y solo por cubanos, o mixtas, donde cohabitaban hombres, mujeres y jóvenes, y también varias nacionalidades”. Desde esta perspectiva, el Partido oficiaba de verdadera escuela de formación, donde se ensayaba y prefiguraba en el presente el ideario democrático y republicano al que se aspiraba. En una emotiva Carta al General Máximo Gómez, Martí le expresa dicha convicción anticipatoria del porvenir: “Entiende el Partido que está ya en guerra, así como que estamos ya en república, y procura sin ostentación ni intransigencia innecesaria, ser fiel a la una y a la otra”. En esta epístola, también explicita que “la idea y el brazo” son dos elementos igualmente imprescindibles que hacen posible al PRC.
Es decir, no estamos en presencia de un ejercito de meros soldados que acometen una tarea asignada, sino que -en palabras de Martí- “el cultivo de la mente” aparece como un rasgo central de la organización, al igual que el “trabajo creador”. Asimismo, dejará en claro que “el cambio de mera forma no merecería el sacrificio a que nos aprestamos”. Por ello, en las Bases constitutivas del Partido, redactadas también por él y aprobadas en Cayo Hueso el 5 de enero de 1892, se afirma que como organización “no se propone perpetuar en la República Cubana, con formas nuevas o con alteraciones más aparentes que esenciales, el espíritu autoritario y la composición burocrática de la colonia, sino fundar en el ejercicio franco y cordial de las capacidades legítimas del hombre, un pueblo nuevo y de sincera democracia”.
Esta necesidad de concebir el proyecto revolucionario como democrático y colectivo, tenía sin duda como basamento un profundo balance autocrítico y una creciente hostilidad frente a las derivas “caudillistas” en las que habían recaído las iniciativas independentistas precedentes. Tempranamente puso en evidencia su rechazo tajante “a traer a mi tierra a un régimen de despotismo personal” y supo advertir en una misiva enviada al general Máximo Gómez que “un pueblo no se funda como se manda un campamento”, por lo que le resultaba “abominable el que se vale de una gran idea para servir a sus esperanzas personales de gloria o de poder, aunque por ellas exponga la vida”. En este sentido, resulta interesante -y sumamente actual para la coyuntura latinoamericana- la caracterización que Martí realiza más tarde de San Martín, como referente de las luchas emancipatorias del siglo XIX: “Vio en sí cómo la grandeza de los caudillos no está, aunque lo parezca, en su propia persona, sino en la medida en que sirven a la de sus pueblos”. De ahí que concluya afirmando que “lo que un grupo ambiciona, cae. Perdura, lo que un pueblo quiere. El Partido Revolucionario Cubano, es el pueblo cubano”.
Sería infructuoso intentar delimitar una fecha fundacional del PRC. Su nacimiento estuvo signado por todo un intenso y minucioso proceso de activación subterránea, que incluyó reuniones clandestinas, creación y articulación de clubes en el exilio, veladas patrióticas, viajes a numerosos territorios del continente, elaboración de diversos documentos políticos y organizativos -entre los que se destacan las Bases y los Estatutos del Partido, elaborados por el propio Martí- e incluso un órgano de propaganda, difusión y formación política, que llevará el título de Patria, y cuyo primer número aparecerá el 14 de marzo de 1892, volcando en sus páginas tanto las mencionadas Bases como el artículo “Nuestras ideas”, el cual da cuenta de la centralidad que tenía la batalla intelectual para él.
Patria, dirá Martí en este texto programático, nace “para contribuir, sin premura y sin descanso, a la organización de los hombres libres de Cuba y Puerto Rico, en acuerdo con las condiciones y necesidades actuales de las Islas, y su constitución republicana venidera; para mantener la amistad entrañable que une, y debe unir, a las agrupaciones independientes entre sí, y a los hombres buenos y útiles de las todas las procedencias, que persistan en el sacrificio de la emancipación, o se inicien sinceramente en él; para explicar y fijar las fuerzas vivas y reales del país, y sus germenes de composición y descomposición, a fin de que el conocimiento de nuestras deficiencias y errores, y de nuestros peligros, asegure la obra a que no bastaría la fe romántica y desordenada de nuestro patriotismo; y para fomentar y proclamar la virtud donde quiera que se la encuentre. Para juntar y amar, y para vivir en la pasión de la verdad, nace este periódico”.
Verdadero manifiesto de la “guerra justa y necesaria”, este texto puede concebirse como complemento y culminación del ensayo Nuestra América escrito en 1891. Luego de rechazar el fanatismo y los deseos individuales como motores del proyecto emancipatorio que comenzaban a ensayar, Martí explicará -a través de una frase que pasará a la historia- su posición respecto del conflicto bélico desatado por su Partido: “Es criminal quien promueve en un país la guerra que se le puede evitar; y quien deja de promover la guerra inevitable (…) La guerra, en un país que se mantuvo diez años en ella, y ve vivos y fieles a sus héroes, es la consecuencia inevitable de la negación continua, disimulada o descarada, de las condiciones necesarias para la felicidad a un pueblo que se resiste a corromperse y desordenarse en la miseria”.
En esta línea de continuidad con las guerras que antecedían a la encarada en ese entonces, una labor profundamente pedagógica y política era la que debía realizarse de cara a los experimentados partícipes en las batallas previas por la independencia definitiva de la isla. Tal como recuerda Pérez Nápoles, se requería, ante todo, “eliminar de la mentalidad de los veteranos la gravitación de los fracasos de las dos guerras anteriores y el espíritu derrotistas que condujo al convenio del Pacto del Zanjón” -acuerdo que determinó la capitulación del Ejército Libertador cubano frente a las tropas españolas, poniendo fin a la llamada Guerra de los Diez Años-, así como “tratar por todos los medios que en las filas del Partido no se enraizara el espíritu de la discordia y la rivalidad que existió entre los veteranos de 1868”.
Asimismo, otra tarea ineludible era las actividades clandestinas de carácter propagandístico, que incluían, entre muchas iniciativas, la difusión del ideario libertador plasmado en el periódico Patria y la recaudación de fondos por parte de las asociaciones de base y los comisionados de la organización, tanto dentro como fuera de Cuba. La función de estos últimos, en tanto emisarios, era la de oficiar de verdaderos intelectuales orgánicos y educadores populares en los territorios donde debían actuar.
A esta altura podemos aventurar que el Partido Revolucionario Cubano constituyó una organización con notables afinidades con respecto a la propuesta organizativa que pocas décadas más tarde esbozará Antonio Gramsci en sus Cuadernos de la Cárcel. Recordemos que, para el marxista italiano, el desafío de unificar a un pueblo disperso para dinamizar el proyecto emancipatorio anhelado, debía tener como referencia a un “Príncipe” de nuevo tipo, que permitiera dotar de cohesión nacional y de fortaleza ideológica a los sectores populares, aunque ya no podía encarnarse en una persona o en un individuo-Príncipe tal como lo concibió Maquiavelo siglos atrás, sino que se requería de una organización colectiva dentro de la cual la intelectualidad orgánica está llamada a cumplir una función pedagógico-política de suma relevancia, articulando sus conocimientos teóricos con su capacidad organizativa y de dirección político-cultural.
Este tipo de intelectuales, dirá Gramsci, debe poder combinar dialécticamente los saberes que porta, con el sentir plebeyo, de manera tal que se vaya gestando una nueva concepción del mundo y relaciones democráticas, en el seno mismo de la organización, en paralelo a su irradiación hacia otros territorios y ámbitos sociales. En última instancia, de lo que se trata es de hacer confluir la sana espontaneidad de las masas, con la dirección consciente que aporta esta intelectualidad crítico-transformadora, que desde ya no opera como un agente “externo” a los sectores en lucha, sino en tanto núcleo inmanente y de avanzada que desde su militancia cotidiana contribuye a crear una nueva cultura y a dotar de mayor organicidad a las diversas clases y grupos subalternos que pugnan por trascender el orden social dominante. Arriesgamos como hipótesis que si Martí puede ser considerado un intelectual orgánico de las clases populares antillanas, el Partido Revolucionario Cubano prefigura y encarna la metáfora del Príncipe Moderno, en pos de la segunda independencia a la que aquellas aspiraban.
En efecto, como organización revolucionaria el Partido cumplía el papel de verdadero intelectual colectivo, a tal punto que, según Pérez Nápoles, sus emisarios se abocaban a “visitar a los comprometidos en sus lugares de residencia y, una contactados, establecer la cadena de boca en boca explicándoles la grandeza, la extensión y energía del Partido. Recalcaban en cada lugar, región o provincia que igualmente estaba siendo visitada y organizada la isla entera. Conocían personalmente a todos los elementos revolucionarios de la localidad donde estaban destinados a desempeñar su función como comisionados, y también todos los elementos que, por un motivo u otro, eran opositores a la independencia. Organizaban los elementos revolucionarios de la región asignada, de modo que en cada localidad quedase establecido un núcleo, al habla con otros núcleos de diversas localidades, y, de ser posible, en contacto con el exterior” (…) Esclarecían que no se quería promover una guerra parcial ‘de arriba’, sin representación de los elementos populares (…) Dialogaban con los veteranos de las dos guerras anteriores y con los organizadores del nuevo levantamiento que se avecinaba, y ellos se encargaban desde el reclutamiento hasta la preparación de las armas y el estudio del enemigo y sus posiciones, dejando así preparado el espíritu de la nueva guerra. Se ponían al habla siempre que se pudiera, con hombres de holgada posición económica para que pactaran con los jefes locales las formas más adecuadas de sufragar gastos de preguerra y acordaran los impuestos de guerra. Apreciaban el elemento humilde de la población para valorar el entusiasmo real que había para entrar en la nueva contienda”. Convencer para vencer, podría ser la frase que mejor define a la conjunción de practicas y vínculos encarados por los comisionados y delegados del Partido, en tanto núcleo de avanzada de la independencia que buscaban conquistar.
En simultáneo, y consciente de la enorme batalla que debían librar, Martí contribuye a potenciar en las entrañas mismas del monstruo un espacio de autoeducación popular para las y los trabajadores de diversas nacionalidades, “los que vienen del país oprimido -dirá- y los que fuera de él les abren los brazos”, que ansiaban de conjunto formar parte de esta gesta emancipadora. La Liga de Nueva York -una de las sedes del Partido- oficiaba, según sus propias palabras, de “casa de educación y de cariño, aunque quien dice educar, ya dice querer. En la ‘Liga’ se reúnen, después de la fatiga del trabajo, los que saben que sólo hay dicha verdadera en la amistad y la cultura; los que en sí sJose Martíienten o ven por sí que el ser de un color o de otro no merma en el hombre la aspiración sublime”. En ella se daban cita sobre todo obreros negros de origen cubano, pero también de otros países, para asistir a cursos, círculos de lectura y “clases” donde lo que predominaba era, de acuerdo a Martí, “la sencillez de quien conversa”. Tal como se reseña en varios artículos del periódico Patria, en las tertulias y reuniones se cultivaba el espíritu republicano y el “habitual manejo de las prácticas libres”, a partir del aprendizaje mutuo y la socialización de saberes y conocimientos diversos: “Uno enseña aritmética viva, y descompone los números para que se les vean los goznes, que es mejor modo que el de meras reglas. Otro, con la mano que estuvo en la gran gloria, guía al hombre hecho que viene a pedir letra. Otro, en conversación ambulante, y manteniendo lo uno con los demás, trata de los primeros conocimientos, y pica al principiante la curiosidad mayor. Otro se sienta a la mesa de preguntas, llena de escritos sin firma, y va hablando sobre cada cual de ellos, responde al tema, nota los méritos del escritor, endereza las faltas, predica la sinceridad de la forma, que enaltece el carácter tanto como la vicia, sin sentir, la forma insincera. Otro es gramático de obras, que pone y descompone ante los ojos el artificio del lenguaje, de modo que como quiera que caiga la frase queda en pie, y a la palabras les busca la historia y el parentesco, que es la escuela mejor para quien anhela pensar bien”, comentará Martí con su pluma inigualable.
Para concretar el sueño de una América plenamente emancipada, Martí proponía como faro estratégico un doble movimiento: “confianza y osadía”. Dos elementos subjetivos que, no obstante, anclaban en una certeza que tenía sólidas raíces en la realidad concreta que le tocó vivir, y que remitía a un continente en ebullición que pugnaba -y aún hoy lucha- por su integral liberación. Por ello, a modo de cierre, podemos concluir que frente a la constante fragmentación y la persistencia de fronteras que han obturado la posibilidad de concretar el sueño de una América unida, debemos hacer de aquella osadía un modus vivendi como pueblos hermanos que aspiramos a la articulación y confluencia creciente, aunque sin renegar de nuestras valiosas diversidades y tradiciones históricas.
Como es sabido, ese anhelo invariante tuvo a Simón Bolívar como a uno de sus mayores promotores. No casualmente, su figura fue una referencia constante para Martí, quien llegó a avisorar que el espectro del Libertador volvería a cabalgar con su espada en alto por las tierras de Nuestra América, para culminar el proyecto revolucionario que dejó inconcluso: “Ahí está él, calzadas aún las botas de campaña, porque lo que él no dejó hecho, sin hacer está hasta hoy: porque Bolivar tiene que hacer en América todavía”, expresó. De la osadía y la férrea vocación de unidad de nuestros pueblos depende que se concrete aquel sueño colectivo de una segunda y definitiva independencia.