El 15 de mayo de 1963, una noticia inesperada atravesó el sentir de la sociedad peruana. Una confusa balacera había ocurrido en Puerto Maldonado (Madre de Dios), una ciudad selvática, fronteriza con Bolivia, con el saldo de un muerto. Este era el laureado joven poeta Javier Heraud. Todos se preguntaban: ¿Qué hacía por esos lugares Javier y sus acompañantes?
La más sorprendida fue su angustiada madre. La familia lo creía estudiando cine en La Habana. Los que lo conocían no se explicaban por qué una joven promesa de la literatura peruana tuvo que morir en tales circunstancias. Ignoraban que Javier lo había dejado todo por una causa sublime de la más alta sensibilidad humana y moría por ella.
Era su último poema, el más profundo de todos. El que fue más allá de las palabras. El que se escribe con la honestidad consecuente de los ideales. El que brota del corazón y se funde en la heroicidad, por amor a la patria. Lo había dicho premonitoriamente:
“Porque mi patria es hermosa, como una espada en el aire, y más grande ahora y aun, más hermosa todavía, yo hablo y la defiendo con mi vida. No me importa lo que digan los traidores, hemos cerrado el pasado con gruesas lágrimas de acero (Su poema “Palabra de Guerrillero”).
Javier había resuelto traspasar el umbral del individualismo para entrar al poemario colectivo de construir una nueva sociedad sin explotados ni explotadores. El sacrificio era enorme y con alto riesgo de morir en el intento. Pero su convicción era inquebrantable y su coraje tan grande como su nobleza. Allí estuvo a la hora de la verdad, asumiendo los costos de la opción de liberar al pueblo peruano de la opresión oligárquica y emprender la revolución socialista para la patria. No fue una decisión impronta ni romántica. La tenía meditada desde tiempo atrás.
Ya antes, Javier había asistido al Foro Mundial de la Juventud realizado en Moscú, del 25 de julio al 3 de agosto de 1961, Palacio de los Sindicatos, con 800 delegados de todos los continentes. Se relacionó con dirigentes estudiantiles socialistas de diversos países, visitó fábricas, granjas colectivas, habló con la gente de la calle sobre la vida social y los logros del socialismo.
Esta experiencia acrecentó su convicción sobre la lucha revolucionaria de los pueblos y de los beneficios de toda índole en una nueva sociedad. Le apenaba el contraste con su amada patria. El cosmonauta soviético Yurij Gagarin regresaba de su exitoso viaje como primer humano en llegar al espacio sideral fuera del ámbito de nuestro planeta. Era una proeza socialista. Javier, vibraba de emoción al propio tiempo que se entristecía recordando tanta injusticia y pobreza en su querido Perú.
De regreso a la patria, estaba decidido a ser revolucionario más allá de las palabras. América Latina estaba conmocionada con el triunfo de la Revolución Cubana por la vía de las armas sobre la cruel dictadura de Fulgencio Batista. El gobierno revolucionario bajo la conducción de Fidel, había iniciado un proceso de reformas estructurales, creando una nueva sociedad.
En Cuba, antes de la revolución, las empresas estadounidenses controlaban el 47,4% de la producción azucarera, el 90% de la electricidad y comunicaciones, el 70% de las refinerías de petróleo, el 10% de la producción de níquel, y el 25% de los negocios comerciales, hoteles e industria de alimentos. Más de la mitad del territorio estaba en manos de 4 mil terratenientes.
En el Perú, de aquellos años, la situación era similar, con una oligarquía terrateniente en el gobierno, sistema feudal de explotación campesina, empresas norteamericanas con latifundios, inversiones mineras y, explotación petrolera extranjera. El 0.4% de los propietarios de tierras agropecuarias eran dueños del 76% de estas. Esta situación se repetía en los demás países latinoamericanos.
La revolución cubana hacía justicia social en la ciudad y en el campo con una reforma agraria que confiscaba latifundios. Estas medidas generaron entusiasmo entre los pueblos de nuestro continente, pero también, enemistad con EE. UU. que, viendo el peligro que representaba para sus intereses el ejemplo cubano, temía cundiera en otros países. Puso entonces en marcha, un plan para destruir el proceso de la revolución cubana y asesinar a Fidel.
Como parte de ese plan, nuestro país y demás miembros de la OEA, alineándose con EE. UU., expulsaron a Cuba de la OEA. Rompieron relaciones diplomáticas con ella, para aislarla y someterla a un despiadado bloqueo económico, con la finalidad de que el pueblo se vuelque contra el gobierno revolucionario. El bloque de países socialistas y principalmente la Unión Soviética, salieron en defensa de Cuba y prestaron todo el apoyo solidario contra el bloqueo. Toda Latinoamérica apoyaba a la revolución cubana y a Fidel.
Para los jóvenes de la época en el Perú, era muy alentador escuchar por Radio Habana Cuba, la recuperación de sus recursos naturales confiscando a las empresas extranjeras, que las trabajadoras del servicio doméstico accedían gratuitamente a estudiar medicina en las universidades, que los medicamentos eran gratuitos o que, a los estudiantes de primaria y secundaria el Estado les otorgaba gratuitamente los uniformes y útiles escolares y muchos otros logros.
Por eso, cuando en 1961 el gobierno revolucionario de Cuba anunció que daría becas universitarias a estudiantes peruanos, hubo gran acogida en Lima y provincias. Entre los postulantes estaba Javier Heraud Pérez, un joven miraflorino que desde los 16 años ya era profesor de inglés y de literatura, y a los 18, un poeta reconocido por su libro “El Río” siendo galardonado en 1960 como “El Poeta Joven del Perú, por su poemario “El Viaje”.
Para Javier Heraud, viajar a Cuba como becario era un sueño que no podía desaprovechar y conocer de cerca esta heroica experiencia histórica. Animó a sus amigos poetas a seguirle. Su sensibilidad social estaba a plenitud. Era la misma sensibilidad que sintió el poeta José Martí que, a los 17 años fue enviado a prisión, lo sometieron a trabajos forzados y lo deportaron por escuchar el clamor del pueblo cubano que, buscaba liberarse del coloniaje español. Pese a ello, regresó del destierro, fundó el Partido Revolucionario Cubano y se alzó en armas, siendo abatido por las fuerzas realistas.
Los tiempos de revolución, remueven conciencias y conmueven a los humanos más sensibles. Poetas hay muchos, pero pocos los que escuchan el clamor popular y asumen los retos de su tiempo histórico. Eso fue lo que hizo sin dudar, Javier Heraud, como antes lo había hecho el poeta Mariano Melgar, al alistarse en las huestes de Pumacahua, cuando la rebelión cusqueña de 1814, enarboló las banderas de la revolución liberal constitucionalista. Melgar fue fusilado en el campo de batalla de Umachiri, Ayaviri, Puno, el 12 de marzo de 1815.
Aunque parezca paradójico, los poetas revolucionarios van a la guerra por amor. No por la guerra en sí misma, que solo es un paso obligado a su reverso, donde florece el amor en todo su esplendor, libre de tristezas. Aquellos poetas revolucionarios mencionados, eran los héroes del amor, a los que Javier admiraba. Mientras los opresores nos mostraban como paradigma a “Superman”, Javier se regocijaba con los versos de Antonio Machado, el poeta antifascista de las filas republicanas en la guerra civil española.
Este, había escrito sobre “El poeta y el pueblo”, “El hombre que murió en la guerra” y alusiones a las hazañas del legendario Cid Rodrigo Díaz de Vivar. Ello, caló en el sentimiento de Javier y de allí, tomó más tarde su nombre de combate: “Rodrigo”.
Recordando aquellos días estudiantiles, luego de rendir los exámenes aprobatorios para acceder a las becas, en la casona de la Universidad San Marcos, los becarios nos reuníamos muy entusiasmados esperando la fecha del viaje. Hacíamos nuestros círculos de estudios y nos íbamos conociendo. Al fin llegó lo que esperábamos y entre marzo y abril de 1962, un centenar de becarios partimos rumbo a Cuba.
Al llegar a La Habana, fuimos recibidos cariñosamente en un ambiente de euforia revolucionaria. Mucha gente armada caminando por las calles, con uniforme verde oliva como Fidel, milicianos con uniforme azul (tipo blue jeans), y hermosas milicianas con pistola al cinto, boinas y botines militares, hablando de los logros, de la guerra de guerrillas, de los combatientes, de Fidel, de Raúl, del Che, Camilo Cienfuegos y muchas heroicidades.
Los afiches, carteles y retratos de los guerrilleros estaban por todas partes y las multitudes llenaban extensas plazas para las conmemoraciones. Comprábamos postales y las enviábamos por correo a nuestra familia, sin saber que eran interceptadas por el enemigo. La torrencial lluvia de justicia social desatada por la Revolución Cubana hacía reverdecer las zonas áridas de la política Latinoamericana. Nosotros éramos los brotes y allí nos encontramos con otros jóvenes de países hermanos.
Lo primero que hicimos era visitar la Universidad de La Habana para informarnos de los estudios, sin poder evitar la impresión de la algarabía popular en ese momento histórico. Fidel nos visitó en nuestro alojamiento y junto con él, nos sentamos en el piso para hablar de los estudios, de la revolución cubana, de la realidad peruana, preocupándose porque tuviéramos todas las comodidades. Hasta ordenó se le dieran zapatos nuevos al ver a un becario con las zapatillas rotas. Su sencillez, su solidaridad con nuestra situación nos daba confianza para conversar animadamente.
Estar junto a Fidel, era ya un orgullo histórico para nosotros. Al retirarse nos dejó la alternativa de prestarnos ayuda si quisiéramos prepararnos voluntariamente como revolucionarios. El entusiasmo nos ganó a casi todos, pero había que pasar una prueba inicial subiendo las estribaciones a la montaña más alta de Cuba, el pico Turquino y recorrer los campamentos guerrilleros de “Sierra Maestra”.
La mayoría de becarios éramos de condición humilde, provincianos y acostumbrados a una vida ruda. Algunos becarios provenían de la serranía donde caminar cerros es común y sufrir los abusos gamonales no era raro. Teníamos sobrados motivos para abrazar la causa revolucionaria, aunque ello nos cueste renunciar a la soñada profesionalización y quizá, hasta la vida.
Mi procedencia era campesina y ya, llevaba años de estudios en la carrera de medicina en la Universidad de Trujillo. De modo que mi disyuntiva era: O solo lucho por mi beneficio personal o lucho porque todos los de mi condición accedan al profesionalismo en una nueva sociedad. Opte por lo segundo. Lo propio hicieron los demás al tomar su decisión respectiva. Pero en el caso de Javier Heraud, resultaba difícil entender su disposición a luchar por los pobres del Perú, abandonado sus enormes posibilidades personales.
Creo que la explicación está en su sensibilidad. Los poetas revolucionarios son los que expresan su sensibilidad de la manera más elocuente en defensa de los indefensos, a tal punto de dar la vida por ellos. Los opresores jamás serán poetas. Hace falta una fuerza conmovedora interior, como la tenía Javier Heraud. Eso marcó su designio. Animó a los otros poetas becarios con quienes compartía sus afanes literarios. Estaban, Mario Razzeto, Edgardo Tello, Pedro Morote, Rodolfo Hinostroza, Marco A. Olivera. Todos muy jóvenes.
En la caminata, el grupo de poetas siempre llegaba a la zaga. No obstante, sin perder el entusiasmo, llegaban al campamento cantando: “Somos la vanguardia………… de la retaguardia”. De regreso a la ciudad, Javier estaba entre los que habían pasado la prueba inicial. Iniciamos el entrenamiento riguroso y con él, fundamos el “Ejército de Liberación Nacional” –ELN, n setiembre de 1962. Nos alentaban las noticias de las luchas campesinas en Cusco y Pasco.
Para abril de 1963, estábamos ya rumbo a Puerto Maldonado atravesando la selva boliviana, para ingresar a territorio peruano e iniciar la lucha armada por la revolución socialista para nuestra patria. Fue una larga travesía por ríos y montes. Los más entusiastas cantaban ♬ ♬ “Por los ríos y montañas, guerrilleros libres van. Los mejores luchadores, del campo y la ciudad. Abajo el imperialismo, viva la revolución”….. ♬♬.
Aquel año de 1963, el Día de la Madre fue el 12 de mayo, pero ese día la mamá de Javier Heraud como de los demás jóvenes becarios que fuimos a estudiar a Cuba, no recibieron el abrazo ni la llamada telefónica que toda madre espera ansiosa. Todas se preguntaban ¿Qué habrá pasado?
Ese domingo, Javier Heraud, con uniforme verde olivo, dejaba atrás el río Manuripi en la selva boliviana y caminaba por un sendero “entre pájaros y árboles” cargando una ametralladora ZB30 rumbo a la frontera, cerca de Puerto Maldonado para iniciar la guerra revolucionaria por una patria socialista.
Acampamos en el fundo amazónico San Silvestre de propiedad de un camarada peruano. Dos guías nos conducirían a nuestras zonas de operaciones. El contacto peruano nos trajo una mala noticia. Se nos dijo que los guías ofrecidos para internarnos no vendrían. Era porque el partido comunista, estaba en campaña electoral y no convenía que aparezcan las guerrillas. La emergencia indujo el envío de un comando especial de avanzada para un operativo sin armas. Javier se presentó como voluntario y partió con el grupo.
Al llegar a Pto. Maldonado, cayeron sospechas sobre ellos y en el afán de no ser capturados se produjo la balacera. Javier Heraud con Alaín Elías, ganaron el río Madre de Dios y abordaron una canoa. En medio del río no pudieron guarecerse ante los disparos y alzaron un pañuelo de rendición. No hubo piedad con ellos. Quienes disparaban no sabían quiénes eran ni había delito alguno. Sin esperar explicaciones siguieron disparando.
Un proyectil se incrustó en las entrañas vitales de Javier y su vida se desvaneció en la oscuridad. Tenía 21 años. Sólo quería una patria libre con justicia social. Era su ilusión, pero su “Elegía” se hizo realidad: “Yo no me río de la Muerte. Sucede simplemente, que no tengo miedo de morir entre pájaros y árboles”. “El Viaje” fue el último y terminó en “El Río” que era su otro yo. En ese momento histórico, el impacto de su muerte tocó las fibras más sensibles de la sociedad peruana.
Su sangre derramada, romántica y guerrillera, se expandió por todo el pueblo peruano como pétalos de flores que el pueblo ha recogido de mil maneras, estampando su nombre en muchas instituciones educativas, en promociones estudiantiles, en calles, plazuelas, pueblos marginales, sin que los opresores pudieran evitarlo. Había dado su vida por la causa socialista y el pueblo sabía que lo había hecho por el amor a los oprimidos. Los héroes populares nunca mueren en el corazón del pueblo.
¿Por qué recordarlo ahora y siempre? Porque su sacrificio fortalece nuestros ideales socialistas. Porque, es un símbolo de la juventud justiciera. Porque su ejemplo de revolucionario consecuente, será siempre un estímulo para las nuevas generaciones. Porque su amor por los oprimidos no tuvo límites. Porque no se quedó en las palabras. Porque su ideal sigue pendiente de culminar. Porque a la patria se la defiende hasta con la vida, antes que verla pisoteada por los opresores.
Javier Heraud se incorporó a la Ilíada revolucionaria de su época, sin saber que los dioses del Olimpo dialéctico le tenían reservada una epopeya heroica, en su camino de combatiente revolucionario. Había triunfado en el campo de batalla del amor y la literatura, pero le faltaba completar la epopeya en su parte más dramática. Su designio se cumplió. Pero los Apus de nuestra cordillera lo rescataron para nuestra historia y allí mora su ejemplo, como el más puro paladín de los precursores del socialismo peruano.
Cuando tengamos una patria justiciera, su figura resplandecerá como la aurora matinal entre los precursores del socialismo peruano. Mientras tanto, tenemos que mantener la llama de la antorcha de su inmolación. No dejemos que el olvido ingrato, sepulte su memorable sacrificio.
*Milcíades Ruiz es especialista en desarrollo rural. Dirige el portal República Equittiva: https://republicaequitativa.wordpress.com/
Publicado originalmente en Servindi