Ilustración: Sebastián Damen
Desde Guadalupe Norte, Santa Fe
En la casa de Irmina Kleiner hay un olor dulce a guayabas recién cortadas, dispuestas en la mesa. Adentro, entre muebles de madera y las luces del patio que se filtran por la ventana, cuelgan del techo atrapasueños, pájaros de papel maché negros y naranjas y un viejo panal. La casa es parte de la Granja Naturaleza Viva, una de las primeras experiencias agroecológicas del país, fundada en 1987.
Formó parte de las Ligas Agrarias —el movimiento que campesinos del noreste del país formaron en los años 70 para defender sus derechos—, sobrevivió a la dictadura e impulsó Naturaleza Viva junto a su compañero de vida, Remo Vénica, en Guadalupe Norte (extremo noreste de Santa Fe). Kleiner inicia su mañana entre dulces caseros, huevos de gallinas pastoriles, la cocina y los nietos. Sonríe mientras habla de ellos: dice que en total son 17, pero que sólo siete viven allí, en el campo.
Comparte sus memorias y también sus reflexiones sobre qué puede aportar la naturaleza a la humanidad y qué se puede hacer hoy ante la situación adversa que vive el país: «No resignarse y asumir la responsabilidad que nos toca de construir un país fraterno, para beneficio del conjunto de la sociedad y no del bolsillo de unos pocos».
La historia de Irmina Kleiner comienza en Capioví, Misiones, donde nació el 1 de junio de 1953. El pueblo de tierra colorada queda a mitad de camino entre Posadas y Puerto Iguazú. En las décadas del 50 y 60 era un pequeño poblado de inmigrantes alemanes-brasileños. Ella creció en ese medio rural en el que recién empezaba a formarse la ciudad. Fue de la primera promoción de la escuela secundaria del lugar y en sus recuerdos de infancia aparecen la huerta, los árboles frutales, el cultivo de mandioca, batata, choclos, las gallinas ponedoras y la leche ordeñada por la familia. Cuenta con afecto que su papá vivía conectado con la selva, con la madera y el aserradero y que, como su mamá falleció cuando ella tenía dos años, a ella y a sus seis hermanos los cuidó una tía que hoy recuerda con mucho respeto y amor.
En la época en que cursaba el cuarto año de la escuela secundaria escuchó en una misa una invitación que inició su camino militante: un curso para jóvenes rurales, organizado por el Movimiento Rural de Acción Católica. Motivada por la necesidad de encontrarse con otros, se animó a concurrir. La participación prosiguió después, en el grupo de cerca de 30 jóvenes que quedó conformado tras el encuentro. Kleiner cuenta que se dedicaban a observar su realidad y a tener «un método para hacer un análisis crítico como jóvenes que vivían en el campo para encontrar soluciones a sus problemas».
Las problemáticas que los convocaban eran el trabajo, la falta de vivienda, de acceso a la tierra y a la educación. «Luego vimos que detrás de esos problemas inmediatos había un problema de estructura que tenía que ver con los monopolios, con la dependencia y el imperialismo», relata.
Tiempo después, cuando ya estaba en el quinto y último año de la escuela, la joven recibió en su casa la visita del coordinador regional de los jóvenes del Movimiento Rural de Acción Católica: Remo Vénica, a quien ya había conocido en los cursos. Remo llegó con el sacerdote que era asesor del Movimiento. «Me hacen la propuesta de que me integre a un equipo de trabajo que tenía el movimiento a nivel nacional, para ir a cursos de capacitación que brindaban los curas Palotinos en la provincia de Buenos Aires. Ni siquiera estaba en mis pensamientos una posibilidad de esas, pero lo charlé con mi papá y mi tía y me dijeron que lo piense y que tome la decisión», recuerda.
Aceptar la propuesta implicaba dejar de ir a clases y rendir las materias libres. Así lo hizo. “Me armé con la bibliografía y, mientras hacía los cursos, iba estudiando. Me organicé para rendir la mitad de las materias en diciembre y la otra mitad, en marzo. Hoy lo miro desde la distancia y desde toda la historia que tengo en la espalda y me sorprende la voluntad que tenía y que ponía para hacer eso”.
Las Ligas Agrarias
La militancia de Irmina empezaba mientras despuntaban los años 70 y en el noreste del país se conformaban las Ligas Agrarias. Finalizados los cursos en Buenos Aires, decidió mudarse a Chaco para continuar formando el movimiento. Para entonces, ella y Remo ya eran compañeros. Sobre la conformación de las Ligas, que reivindicaban los derechos campesinos frente a la explotación patronal, explica: “Fue pasar de organizaciones de grupos campesinos a la organización de un movimiento de masas”.
—¿Cuál era la propuesta política del Movimiento Rural de Acción Católica y luego de las Ligas Agrarias?
—El lema del Movimiento Rural era «por un campo argentino mejor, más humano y más cristiano». Ese era el enfoque. Leíamos los textos del Evangelio, los analizábamos y los confrontábamos con la realidad. Ante un problema, y en base a nuestra inspiración cristiana, idealizábamos cómo deberían ser esas realidades. Y ya en las Ligas Agrarias, cuando se pasa al movimiento de masas, todo eso toma características más reivindicativas: la lucha por los precios de la cosecha, por la comercialización, por la organización de cooperativas de comercialización.
—¿Qué otros aspectos cambiaron con la conformación de las Ligas?
—Las reuniones, que en el Movimiento Rural eran de jóvenes de las colonias, pasaron a ser reuniones de toda la familia. Iba la pareja, con los hijos, con los jóvenes, con los niños. Todos iban a las reuniones. Era una cuestión de masas, con prácticas muy democráticas, donde se elegían quiénes iban a ser los delegados o quién iba a representar a una colonia en un congreso o en una asamblea. La dinámica cambió totalmente. Y en el año 1971 hubo un cabildo abierto donde se lanzaron las Ligas Agrarias Chaqueñas.
—¿Cómo era la vida en el campo en ese momento?
—En aquel tiempo no existían los teléfonos. Los caminos eran todos de tierra y cuando llovía la gente quedaba aislada. En Chaco se cultivaba girasol, algo de trigo, pero el principal cultivo era el algodón. Y el trabajo era manual. Eso generaba mucha mano de obra y todo un sector social que eran los obreros rurales. Vivían en ranchitos muy precarios e iban recorriendo distintas zonas para cosechar. Terminaban la cosecha en un campo y pasaban a otro. Y a la cosecha iba toda la familia. Tal vez los hijos más chiquititos quedaban al cuidado de los más chiquititos, pero iban todos a la cosecha. Era el momento en que la familia se hacía de los recursos para todo el año: ropa, zapatillas, bolsas de harina, de azúcar, de fideo o de arroz.
—¿Cuál era el estado de ánimo de la gente?
—La gente se sentía engañada, frustrada. Y sentían que una protesta individual por los precios del algodón, por ejemplo, no llevaba a nada. Sentían la necesidad de la unión. Y así surgieron las grandes movilizaciones, con consignas como “la unión hace la fuerza”.
Mientras continuaban militando, Irmina y Remo se casaron y decidieron instalarse en Roque Sáenz Peña (Chaco). Era el año 1973. Ella comenzó a trabajar en la empresa Cosecha Seguros y él como mecánico. A la mañana cumplían horario laboral y por las tardes continuaban organizando al movimiento rural en la zona. Así entraban en contacto con obreros carpidores y cosechadores. Y así también ayudaron a formar el sindicato de hacheros.
—¿Cómo era la realidad de los hacheros?
—Me acuerdo que una vez fuimos a un obraje que, para llegar, había que hacer 70 kilómetros de camino de tierra. Eran 20 centímetros de polvo y 70 kilómetros campo adentro. Y ahí había un grupo de familias prácticamente abandonadas. Había una persona que tenía una quebradura, en el hospital de Sáenz Peña le habían puesto el yeso y ahí estaba, con el yeso puesto y la pierna más o menos echada a perder. A esos lugares llegaba la mercadería que ya en los pueblos se estaba echando a perder, los arroces llenos de gorgojos, los fideos también. Esa era la comida que había.
—¿Cuál era la situación de las mujeres?
—En algunos casos ellas estaban con los hombres y con los niños en el obraje. Por supuesto la escuela en esas circunstancias no existía. En otros casos, las mujeres se quedaban en los ranchos que tenían en los campos de los colonos o en la orilla de los pueblos, se iba al obraje el jefe de familia y volvía con suerte los fines de semana, o cada tanto. Las distancias eran muy grandes y sólo algunos tenían bicicleta para moverse, pero eran muy pocos. La mayoría dependía del dueño del obraje. Entonces muchas veces las mujeres estaban solas. Era una realidad cruel y de alguna manera las mujeres se fortalecían, se hacían fuertes para encarar toda esa situación. Pero vos les veías el dolor de quedarse con los niños y a veces no tener más para comer.
Irmina, cuya tarea era seguir reuniendo a las familias de hacheros para la movilización campesina, señala: “Tratábamos de llevar la situación particular a un análisis de situación general”. Esa organización reivindicativa campesina fue diezmada más tarde por el terrorismo de Estado.
—¿Qué cree que quedó de toda esa experiencia política en esa zona hoy?
—La historia queda escrita en la memoria colectiva. Quizás en este momento no veamos de qué manera. Eso que pudo haber quedado, es probable que esté repartido por todo el país porque esas familias que nosotros visitábamos quizás se han ido a otros lugares. Una de las personas que nos recibió en su casa cuando estábamos huyendo en el año 76 era un campesino muy mayor que tenía en su sangre las luchas sindicales de la época de La Forestal y de la época del primer gobierno de Perón. Él recordaba todo eso e inmediatamente lo asoció a nuestra lucha de ese momento. Nosotros regresamos a Chaco después del exilio y el encuentro con esas familias fue maravilloso, nos recibieron mostrando mucho cariño. Incluso hijos de esos campesinos, que en esa época eran niños y que nos saludaban por haber ayudado a sus padres.
Exiliarse en el monte
En abril de 1975, llevada adelante por la Triple A, hubo una razzia en la que detuvieron a militantes sociales de Sáenz Peña. “Cuando pasó esa situación, nosotros estábamos en el campo. Le habíamos prestado nuestro vehículo a otra persona, que detuvieron y llevaba en el auto volantes de las Ligas Agrarias. Un compañero nos avisó que no volvamos a nuestra casa porque nos estaban buscando”. Decidieron irse a la casa de un campesino que les dio asilo. Así comenzó un periplo entre casas solidarias que los acogieron, hasta que sólo quedó el monte para resguardarse de las torturas y de la picana.
Irmina recuerda la primera noche que pasaron con Remo en el bosque chaqueño. Había comenzado la dictadura y su plan de sembrar el terror en los campos. En abril de 1976 hubo otra gran persecución. Detuvieron a todo dirigente visible, con un despliegue de helicópteros y corridas por los caminos rurales. Remo e Irmina, que esa noche habían salido al monte, vieron que no podían volver a la casa donde estaban parando. Esa noche durmieron escondidos entre los árboles. Pero al otro día, seguían sin tener un seguro y decidieron quedarse allí, bajo el resguardo de plantas tupidas y del cielo estrellado.
“Para ese momento ya habíamos aprendido a movernos en forma oculta porque veníamos perseguidos desde hacía un año”, dice Irmina. A la pareja se sumaron después un abogado de las Ligas Agrarias y un dirigente barrial de Sáenz Peña. “No podíamos ir a vivir a la casa de ningún campesino y estábamos los cuatro en el monte, pero estábamos juntos. En ese momento cambió todo: a las casas de los campesinos ya solamente íbamos cuando necesitábamos mercadería y para buscar información”, recuerda.
La dictadura se había ocupado de difundir carteles con las caras de ambos y de ofrecer recompensas a quienes brindaran información sobre su paradero. “Pero la gente nos ayudaba porque tenía conciencia de todo el trabajo previo que habíamos hecho. Sabían que no nos buscaban por ‘subversivos’, sino por defender los derechos”, afirma.
En la memoria aparecen muchas historias de manos trabajadoras y solidarias. Menciona una en particular: “Uno de esos campesinos era el hijo de una señora que nosotros habíamos auxiliado cuando un gringo desgraciado la había desalojado de su rancho. Él había sacado todas las cosas de la abuela a la calle y las había prendido fuego porque la quería sacar del campo. Nosotros llevamos al juez hasta el lugar para que vea lo que estaba pasando y así la ayudamos”.
En el monte el día pasaba buscando cómo sobrevivir, cómo tener agua para tomar y qué comer. Y también cómo mantener la mente ocupada. A través de una pequeña radio sintonizaban distintas estaciones, como la uruguaya Radio Colonia. Así se enteraban de supuestos enfrentamientos entre militares o civiles o de cuerpos que aparecían flotando en las costas del Río de la Plata. Pero ellos sabían que esos no eran enfrentamientos ni que los cuerpos aparecían porque sí: “Veíamos que todo eso era por el sistema represivo que estaba viviendo el país”.
—¿Qué les fue enseñando la naturaleza para sobrevivir?
—A afrontar la situación así como se nos iba presentando, a no anticiparse a los hechos y estar sufriendo sin que las cosas sucedan. A transitar la noche en la oscuridad, a cazar algún tatú. El tema del agua fue un problema gigante. Cuando llovía salíamos a la orilla del bosque y buscábamos el agua que quedaba en las plantas de cardo. Comíamos frutitas de los árboles, chauchas de algarroba. Aprendimos que no hay tanto bicho salvaje que te pueda hacer daño. Y que ellos necesitan respeto. Aprendimos a identificar los ruidos del monte o las huellas en la selva. Llegamos a una situación límite en todo sentido, pero seguíamos adelante. Teníamos la convicción de que a nosotros no nos tenían que agarrar vivos. Que nos maten, que nos hagan colador antes de caer vivos. Se sabía que las torturas eran de espanto, que eran todo lo que una bestia está dispuesta a hacerle a otra persona antes de morir.
Irmina parió a dos de sus seis hijos en ese exilio de árboles, sonidos de pájaros y miedo permanente a ser encontrados. Para ello construyeron un escondite bajo tierra, como modo de ocultar los llantos del bebé. La primera hija, Marita, fue criada por una pareja de campesinos que luego fueron secuestrados y torturados. Recién después de la democracia pudieron reencontrarse con ella.
Una noche, embarazada del segundo hijo, Irmina y Remo casi fueron encontrados por la Policía. Ella fue baleada, pero sobrevivió ocultándose en un campo de sorgo. Por la persecución, había perdido a Remo. Esa noche, en soledad, respiró hondo. “Trataba de no pensar en nada y mucho menos en pensamientos que me pudieran llegar a deprimir o dar miedo”. Finalmente, se encontraron.
Tres años estuvieron en el monte. Sobre aquella experiencia se escribió un libro («Monte Madre», de Jorge Miceli) y se filmó una película («Los del suelo», de Juan Baldana). En 1979 pudieron llegar al norte de Santa Fe a pie y, desde ahí, viajar a Buenos Aires para ir al exilio en Europa.
Retorno al campo
Ya en democracia, en 1984, Irmina y Remo volvieron a Argentina y se radicaron en Guadalupe Norte, en el norte santafesino, donde él había nacido y tenía un campo familiar. El pueblo queda cerca de la costa del Paraná. Hasta ese momento, la tierra de la granja había sido trabajada de manera convencional, con agroquímicos. El suelo estaba enfermo. Por eso la pareja decidió cambiar la forma de producir. Así nació Naturaleza Viva.
Alimentos. Eso es lo que producen en la granja: alimentos sanos nacidos de la tierra. Quesos, frutas, dulces, leche, semillas, huevos y verduras. Y comercializan lo que elaboran en nodos de comercialización de todo el país, con la lógica del precio justo. Irmina define: «El problema del hambre no es un problema de pobreza, sino de concentración de la riqueza. Y eso nunca se plantea».
Para visitar Naturaleza Viva hacen falta muchos días, muchos anotadores y lapiceras para registrar la cantidad de árboles y plantas que crecen allí. Pasando el pequeño tambo donde se fabrican quesos está la huerta, donde nacen tomates, mamones, guayabas, acerolas (una pequeña fruta muy dulce), duraznos, naranjas. Después hay un gallinero donde las gallinas andan libremente comiendo y tomando agua. Y más allá, está el bosque, tierra de los monos y del tatú.
Irmina se mueve con soltura entre las raíces y las ramas, va juntando frutitas que come y ofrece, busca los huevos que le dejan las gallinas, se ocupa de alguna que quedó afuera del gallinero. Los ojos azules recorren las copas de los árboles, las manos enseñan hojas que se trepan por los troncos o buscan el nido de alguna abeja «rubiecita», de esas que no pican y que le convidaron su miel en la época en que se escondió en el monte. Cuando se le pregunta qué es lo que más le gusta de la granja, sonríe y no se decide. Pero es clara y contundente cuando se le pregunta por el hoy.
—¿Qué puede aportar la naturaleza a las sociedades?
—Observar la naturaleza, conocerla e interpretarla, puede darnos elementos para observarnos a nosotros mismos. La naturaleza es pura colaboración: siempre hay un por qué y un para qué y un resultado que tiende al equilibrio. Ojalá nuestras relaciones fueran así, tendieran al equilibrio, hacia la justicia, hacia el mejoramiento de la sociedad. En la naturaleza a veces se rompen algunas cosas para que surjan otras nuevas, y eso es lo que tiene que pasar en nuestras sociedades: que surja lo nuevo, porque si no, estamos fritos.
—¿Qué opinión tiene sobre el avance del modelo de transgénicos y agrotóxicos?
—Los agrotóxicos y los transgénicos van a llegar a su fin. Hay quienes los impulsan porque ahí está sustentado su negocio, pero tengo la convicción de que en algún momento eso se va a caer por sus propias contradicciones o falencias. O por acción de la naturaleza.
—¿Qué necesitamos hoy para tener una vida digna?
—Tienen que unirse las voces. Aunque creo que en gran parte está hecho el camino por parte de las organizaciones en contra de las mineras o de las fumigaciones, en defensa del agua y de los bosques. Todo eso marca un tiempo histórico.
La militante que comenzó siendo muy joven a organizar a campesinas y campesinos por sus derechos, que tuvo que esconderse en el monte para no morir, que aprendió de la naturaleza a sobrevivir y que sostiene desde hace 37 años un proyecto para la soberanía alimentaria, se refiere también a qué hacer ante el Gobierno actual.
—¿Qué mensaje le daría a las personas más jóvenes para sobrevivir en este contexto?
—No resignarse y asumir la responsabilidad que nos toca de construir un país fraterno, para beneficio del conjunto de la sociedad y no del bolsillo de unos pocos. Sostener la esperanza. Estar muy atentos. Resistir al modelo que nos quieren imponer pero tampoco tirarse al agua hirviendo. La salida es una cuestión de fuerza de masas, nacional y popular.
*Edición: Darío Aranda.
Publicado originalmente en Agencia Tierra Viva