Foto: Hebe de Bonafini, en una manifestación de las Madres de la Plaza de Mayo.
Hebe nació a la política y a la vida pública en un tiempo atroz, cuya angustia y desazón hoy es casi imposible reseñar. Diariamente se consumaba la desaparición de gente, sin saber si partía rumbo al exilio, a algún ignoto pueblo del interior, o si era “chupada” por algún Grupo de Tarea, eufemismo con el que se conocía a las fuerzas paramilitares y parapoliciales responsables por el secuestro, tortura, muerte y desaparición de alrededor de 30.000 personas en Argentina.
Era el tiempo de los Falcon verde, un coche de diseño clásico y convencional, que a partir del golpe militar de marzo de 1976 las fuerzas y cuerpos de seguridad de Estado utilizaron profusamente en la denominada “lucha contra la subversión” y cuya imagen quedó retratada en la memoria colectiva identificada con el sello del terror. En esas siniestras carcasas, en operativos rápidos y precisos, se secuestraba y levantaba con destino desconocido a personas, casi siempre tomadas por sorpresa, que casi nunca volvería a aparecer. Mayoritariamente de color verde, aunque también los había grises y celeste metalizado, eran los preferidos por los emisarios de la muerte por algunas cualidades: su amplio interior, garantías mecánicas y un maletero muy amplio, sórdido atributo que vendría a responder a una demanda seguramente ajena a los diseñadores del vehículo.
Sí, Hebe es de ese tiempo en que no poca gente salía a la calle rumbo al trabajo o simplemente a comprar el pan llevando encima todo lo necesario para partir súbitamente, con destino desconocido y sin dejar rastros. Con frecuencia los que tenían alguna actividad política llevaban todo el dinero que hubiera en casa, el DNI y el pasaporte y en la memoria algún teléfono o dirección, como un talismán al que se pudiera apelar en caso de emergencia. De abogados no, porque estaban en igual o peor situación. Si la condición social habilitaba relación con algún familiar o conocido militar de alta patente o con alguien de la cúpula eclesiástica, sí podía ser de utilidad llevar su número de teléfono. Había que estar atento a ver si al salir de casa se detectaba un Falcon verde estacionado cerca, o sujetos que aguardaban en la calzada como perdiendo el tiempo o, por el contrario, venían de atrás acelerando el paso. Por eso también era importante el calzado; tenía que permitir correr a toda velocidad, último recurso para intentar evitar lo peor. Era vivir la cotidianeidad laboral, familiar, social, con la certeza de que en un instante podría truncarse o, si no, prolongarse pero en la casa de algún familiar o allegado como primer destino. O quizá en una geografía donde se tuvieran vínculos con seres que se sabía solidarios.
Hebe también es de antes de “la teoría de los dos demonios”, ingeniosa ocurrencia intelectual que pretendió igualar responsabilidades entre los que cuestionaron la desigualdad económica, la marginación social y el recorte de derechos y libertades en el país desde la década de los 50 y los encargados de instalar esas miserias. Sin contar que entre los primeros, ni siquiera todos eran militantes revolucionarios, había intelectuales, artistas, simpatizantes de ideas de izquierda, sacerdotes o simples amigos y conocidos de “gente comprometida”. Se podría inferir entonces que era una militante de toda la vida, curtida en batallas políticas, ideológicas y con trayectoria en el campo barrial o sindical. Nada más lejos de la realidad.
De ama de casa a militante por los derechos humanos
Hebe Pastor nació el 4 de diciembre de 1928 en una modesta casa de un barrio obrero de Ensenada, a 60 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires. Hija mayor de una familia cuyo padre trabajaba en una fábrica de sombreros, completó la escuela primaria y quiso seguir estudiando para ser maestra. Pero eran tiempos donde las marcas de clase solían asumirse con resignada y contundente crudeza ajena a la movilidad social que nuestra contemporaneidad promete, aunque ni siempre cumpla. Sus padres se opusieron a aquellos designios y decidieron que aprendería corte y confección. Posteriormente también supo tejer en telar.
A su novio, Humberto “Toto” Bonafini —obrero como su padre— lo conoció en el barrio. Contrajeron matrimonio en 1949 en la iglesia San Francisco de La Plata. Pronto quedó embarazada de su primer hijo, Jorge Omar, nacido en 1950. Tres años después llegó el segundo, Raúl. Doce más tarde llegó Alejandra, nacida en 1965 en una casita más cercana a la ciudad de La Plata, gracias a la mejora en la condición social de “Toto”, desde que pasó a integrar la plantilla de la empresa estatal Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF).
Todo el mundo, menos Hebe y las Madres que quedaban vivas, estaba convencido de que era una batalla perdida. “Dejen, las van a matar a todas, no van a aparecer”, les decían
Los hijos varones consiguieron lo que ella no había podido hacer: estudiar. Terminaron la escuela secundaria e ingresaron en la Universidad Nacional de La Plata. Jorge eligió la carrera de Física en la facultad de Ciencias Exactas, Raúl optó por Zoología, en la facultad de Ciencias Naturales. Además de estudiar, ambos militaban en el Partido Comunista Marxista Leninista (PC-ML).
Un antes y un después
El 24 de marzo de 1976, la Junta Militar presidida por el general del ejército Jorge Rafael Videla depone al Gobierno de Isabel Martínez de Perón y a las autoridades institucionales, y asume la jefatura del Estado con el apoyo de sectores civiles, del empresariado y de la iglesia católica.
Algunos meses después Raúl llama a su madre para informarle que habían detenido a su hijo mayor, Jorge, con paradero desconocido. En ese tiempo ella cuidaba de su hermano, enfermo terminal de cáncer.
El 8 de febrero de 1977, Hebe y su marido empezaron la búsqueda de Jorge. Con un hábeas corpus redactado a mano, recorrieron comisarías y regimientos recabando noticias de su hijo. Sin resultados, por supuesto.
Hasta la desaparición de Jorge, Hebe apenas había ido un par de veces a la Capital Federal. Pero a partir de entonces la gran urbe y la Plaza de Mayo se tornaron escenarios cotidianos en su vida. Había que hacerlo, allí se alojaba el poder. Como otras madres, abandonó su apellido de soltera y adoptó el de casada —el de su hijo— para no dejar ninguna duda de que sus movimientos estaban asociados a su desaparición.
El 30 de abril de 1977, las madres se reunieron por primera vez en la Plaza de Mayo. Hebe no fue de la partida, desconocía la iniciativa, se incorporó unos días más tarde. Su primer contacto, con Azucena Villaflor de Vincenti, le hizo saber que aquel drama no era sólo suyo. De inmediato sumó sus fuerzas al grupo y el 6 de diciembre, mientras estaban empeñadas en recolectar dinero y firmas para publicar una solicitada que denunciara las desapariciones, secuestran a Raúl, su hijo menor; se lo llevaron de su domicilio.
Ahí no acabó, dos días después secuestran también a dos Madres en la Iglesia de la Santa Cruz, Mary Ponce de Bianco y Esther Ballestrino de Careaga.
Tanta brutalidad casi consiguió su empeño, estuvieron a punto de desistir de la solicitada, pero la insistencia de Azucena Villaflor pudo más y finalmente consiguieron que el 10 de diciembre —Día Internacional de los Derechos Humanos— el diario La Nación publicara el documento. Pero, ese mismo día, un grupo de tareas de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) secuestró a Azucena, también desaparecida desde entonces.
Todo el mundo, menos Hebe y las Madres que quedaban vivas, estaba convencido de que era una batalla perdida. “Dejen, las van a matar a todas, no van a aparecer”, les decían, según cuenta en una entrevista posterior y agrega: “Fue una batalla con nuestras propias familias porque el miedo es una cárcel, pero nunca pensamos en dejar”.
Pero los genocidas no cejaban en su empeño: al año siguiente, el 25 de mayo de 1978 secuestraron a María Elena Bugnone Cepeda, su nuera, compañera de Jorge. No fue casual la fecha elegida, sino una exhibición de crueldad y omnipotencia. Es la efemérides del “día de la patria”, el 25 de mayo.
A través de relatos —a boca pequeña y compartidos en cenáculos íntimos y confidenciales— empezó a roer la equívoca consciencia de la clase media argentina
Hebe tampoco cedía en su determinación y poco tiempo después, en agosto de 1979, en un encuentro en casa de Emilio Mignone —fundador del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) y quien documentó y denunció los crímenes de la dictadura— se decidió que ella fuera la presidenta de Las Madres de Plaza de Mayo. Ese pequeño grupo, aprovechando la brecha de creciente erosión política ocasionada por las incesantes denuncias internacionales, pasó a constituirse como asociación civil. Esa corrosión también empezaba a calar en el plano interno. A través de relatos —a boca pequeña y compartidos en cenáculos íntimos y confidenciales— empezó a roer la equívoca consciencia de la clase media argentina, buena parte de la cual hasta ese momento había oficiado de soporte complaciente en el que se cimentaba la legitimidad de los dictadores, mirando hacia otro lado, como contrapartida a “la tranquilidad” de los sepulcros que la dictadura instalara en el país.
Un icono setentero
A partir de allí todo empieza a cambiar en el país. El mundial de fútbol de 1978, conquistado por Argentina, fue una caja de resonancia que amplificó el descrédito del gobierno que terminó de desplomarse con la aventura militar fracasada de La Guerra de Las Malvinas.
En el corto período de tiempo transcurrido desde el golpe militar, Hebe pasó de ser una simple ama de casa a una referencia militante radical de ideario setentero, cuya causa ya no eran sólo sus hijos y nuera desaparecidos, sino el sueño político que los inspirara. Según sus palabras, sus padres y abuelos “me enseñaron el valor del trabajo, mis hijos me enseñaron lo que es la política”.
Hizo suya la utopía revolucionaria, se hizo amiga de Fidel Castro y de Hugo Chávez y poner el cuerpo en la adversidad fue su su modo habitual de vivir, se formó intelectualmente a partir del duro aprendizaje de que primero viene la herida y luego el pensamiento.
Siempre prefirió entender a Las Madres como una organización política militante más que como un organismo de derechos humanos y esa determinación iría a traer consecuencias en el movimiento, que acabó partiéndose en dos. El sector que expresaba dejó de llevar el nombre de los hijos en sus pañuelos blancos, ni en las pancartas. Se declararon “madres de todos los hijos”. Y se desentendieron de las exhumaciones de los cuerpos —reclamo del movimiento general de derechos humanos— bajo la razón de que “el revolucionario nunca muere”. Su presencia en la Plaza de Mayor pasó a estar centrada en la militancia contra el neoliberalismo y sus secuelas de marginación y desempleo.
Siempre prefirió entender a Las Madres como una organización política militante más que como un organismo de derechos humanos y esa determinación iría a traer consecuencias en el movimiento, que acabó partiéndose en dos
Es cierto que la pasión desmesurada, el exceso y hasta el arbitrio fueron su lenguaje, siempre frontal y sin apelaciones. Eso la llevó a no pocos conflictos y desencuentros tanto en el seno de Las Madres como con antiguos aliados. Fue implacable en calificar lo que consideraba condenable, en la década del 80 denunció las leyes del perdón consagradas por el Gobierno de Alfonsín, en los 90 repudió los indultos de Carlos Saul Menem.
Tampoco la traición le fue ajena. A partir de la comprensión empática de los motivos que llevaron a los hermanos Pablo y Sergio Shocklender a cometer parricidio, protegió a Sergio y lo colocó al frente de un plan de viviendas sociales implementado durante el Gobierno kirchnerista, iniciativa que acabó en desfalco millonario. Hebe declaró: “Creo que es la peor palabra que se le puede dar a una persona. Traición a todo: sentimientos, la confianza, a todas las Madres. Somos un montón de viejas que luchamos y peleamos, que la gente nos respeta por todo eso”.
Tampoco Kirchner se libró de su lengua afilada. Cuando arribó al Gobierno supo qué opinión le merecía: “Es la misma mierda con distinto olor”. Más tarde se disculparía por esas palabras y expresó su simpatía con el proyecto de Néstor y Cristina Fernández de Kirchner. “Ya no tenemos un enemigo en la Casa Rosada”, señalizó en ese cambio de rumbo.
Pero ninguno de sus despropósitos cuestiona su enorme relevancia. Y como a todas las grandes figuras, no cabe valorarla con el trazo fino de los pequeños gestos y las “imperfecciones” personales. Quedémonos con el legado de sus declaraciones en una entrevista en la Universidad Nacional de San Martín donde le preguntaron cómo le gustaría ser recordada:
“Como una madre que luchó por la vida de 30.000 desaparecidos, de 30.000 hijos. O muchos más a lo mejor, nunca sabremos la cifra real. Que la gente sepa que no soy la mujer maravilla. Soy una mujer común, que lava, plancha y cocina, no soy nada del otro mundo, no me hagan otra cosa que esto que soy. No quisiera, no me gustaría… Por eso digo que el día que me muera no tienen que llorar, tienen que bailar, tienen que cantar, hacer la fiesta en la Plaza (de Mayo), porque hice lo que quise, dije lo que quise y peleé con todo y por todos…”.
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