Hay una guerra mundial en curso

Sarah Babiker

Foto: Álvaro Minguito

Hay una guerra mundial en curso que siembra de cadáveres e imposibles los frentes, las trincheras, en los que se han convertido los mares y desiertos. Es una guerra que se asoma en los telediarios, cuyas bajas aparecen en los informes de las oenegés, que señalan voceros doloridos de dejarse la garganta. Una brutal agresión que, en lugar de con tanques y con cazas, cercena la vida con vallas y sofisticados sistemas de vigilancia.

Una pandemia mortal que te sorbe las fuerzas poco a poco cuando no tienes los documentos adecuados, ese salvoconducto hacia la vida. Un apocalipsis inminente que se abre sobre la cabeza de las personas y las persigue por las largas rutas que transitan hacia la salvación prometida por el relato colonial que brilla en las televisiones. Hay un expolio de futuros, una negación masiva de esperanzas, cadáveres reales y potenciales estampándose contra las fronteras.

Hay una guerra mundial en curso mientras preparamos las vacaciones, genocidios marítimos decretados en los palacios presidenciales. Ya dura tiempo, rima la muerte de los otros en directivas y pactos comunitarios, literatura gris que es una declaración de guerra a la que se suman cada poco nuevos párrafos. Una guerra mundial esparcida en tratados bilaterales, que se sellan con estrechamiento de manos y un aperitivo.

Tú naces en un lugar por azar, pero no es azar lo que hace que el lugar donde naciste esté a salvo en esta guerra

Y es mundial porque está en todas partes, del lado pobre de cada frontera, en bosques desabridos y barcas a la deriva, en campos de concentración —ahora llamados de refugiados— tierras baldías, islas que pudieron ser paradisíacas. Está en las ciudades salpicadas de barreras insalvables (burocráticas, penales, emocionales), en los centros de detención, y en la reclusión en la miseria. En leyes que son como soldados con el arma dispuesta.

Puebla la guerra los medios de comunicación y los programas electorales, casi todos cargados de metralla retórica. Minas antipersona latiendo bajo los discursos en las tertulias, entre las charlas de bar. Hay una guerra mundial y aunque no escuches las sirenas ni te salpique la sangre, formas parte de ella.

Quizás ya lo sabes y sientes que no puedes hacer nada. Y vives con un genocidio atragantado. La impotencia se convierte en silencio, sedimenta sobre las fosas comunes donde, entre seres humanos, se desintegra la dignidad de quienes permitimos que se normalizara la guerra cotidiana (mientras mueran los otros).

Hay quienes siguen ahí, disputándole al mar, a los gobiernos y a la indiferencia la pulsión de derrota. Hay quienes no dejarán nunca de señalar responsables, de promover la insurgencia, de difundir los partes de una batalla en la que siempre mueren los mismos. Tú les animas y les apoyas y les aplaudes desde una retaguardia que ya es forma de vida. Una retaguardia que se siente culpable, que se sospecha cómplice.

Nacer en un lugar con futuro, no verse nunca obligada a huir, a buscar afuera lo imprescindible para la vida, es una gran suerte y un privilegio de cada vez menos gente. Tú naces en un lugar por azar, pero no es azar lo que hace que el lugar donde naciste esté a salvo en esta guerra. Siglos de colonialismo han repartido desigualmente la suerte. Ignorar esto, vivir tu suerte como un valor intrínseco o un merecido derecho, es echarse el arma al hombro y sumarse al ejército. Una armada a la que no le faltan líderes en los últimos tiempos. 

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