Gaza y lo inhabitable

Ignacio Mendiola, Estibaliz de Miguel, Jokin Azpiazu, Zesar Martínez, Asier Amezaga

Foto: Manifestación en Londres el 17 de febrero de 2024. (Byron Maher)

La imagen de lo inhabitable se repite para nombrar el genocidio que está ocurriendo en Gaza. Habitar ciudades en ruinas, masacradas por una maquinaria de violencia militar que dispara desde la distancia, por tropas que se adentran en el terreno buscando cuerpos para matarlos, secuestrarlos, atemorizarlos. Habitar la intemperie, sabiendo que la posibilidad de la muerte ha entrado a formar parte de lo cotidiano, que no hay lugares en los que protegerse, que la precarización radical de la existencia es la única existencia que queda. Habitar todo eso, sin saber cuándo va a acabar. Sin poder reconocerse en los hábitats destruidos en los que se está, sin poder reproducir aquellos hábitos en los que había algo de una vida en la que, siquiera mínimamente (en esa Gaza que ya convivía cotidianamente con la violencia), cabía reconocerse. Producir lo inhabitable es construir un espacio desde el que se quiere dañar y, en última instancia, matar.

Por ello, cuando lo inhabitable se impone la vida se quiebra. Y no solo porque la posibilidad de la muerte está siempre presente. Hay algo previo que lo atraviesa todo, que posibilita la irrupción de lo inhabitable, que lanza el horror banalizado a quien siente lo que es estar atrapado ahí. Sentir la indiferencia ante el dolor. Sentir que ese dolor no cortocircuita la producción de sufrimiento, que ya no hay límites, que el dolor puede incrementarse, que las muertes siguen, que la humillación es la piel de lo inhabitable. Para producir ese espacio en el que nadie quiere estar hay que producir antes esa indiferencia que deshumaniza a quien sufre. Para torturar hay que construir antes al sujeto torturable. Y en Gaza hay una tortura cotidiana, indiferenciada, llevada a cada cuerpo sin importar la edad, la situación, el género y es la extensión misma de una realidad marcada por la tortura, que se proyecta al conjunto de la población, atrapada en un campo de exterminio, lo que produce el genocidio: un coto cerrado de caza en el que se abaten presas animalizadas. Se habla poco de tortura en Gaza.

Hay una herencia colonial que nos atraviesa y que ha propagado una densa trama de violencias físicas y simbólicas banalizando la producción de sufrimiento

Hay algo inquietante en muchos relatos de las personas que han sufrido la tortura y es la alusión a la risa del torturador, como si ese momento crucial en que lo humano se quiebra estuviera acompañado de una indiferencia revestida de placer, de un disfrute con el dolor ajeno. Podemos imaginar sin mucho problema una risa siniestra que recorre Israel y que alimenta el engranaje genocida. Y hay otro rostro, surcado por una indiferencia deshumanizante, que no ríe. Calla. Consiente. No se espanta ante la violencia genocida. O acaso una leve condena, o la petición un corredor humanitario sin cuestionar lo que deshumaniza, o una exigencia de alto el fuego que asoma cuando comienza a sentirse incómodo ante tanta violencia. Entre la risa deplorable y la impasividad fría el genocidio sigue su curso. Y ya convivimos con él. Lo integramos en lo cotidiano, vemos lo inhabitable, el ejercicio obsceno de la tortura, las imágenes insoportables que se suceden, las muertes que aumentan, ataques a hospitales, a la población que espera la llegada de comida. El engranaje genocida sigue su curso sabiendo que puede seguir, que no hay nada que lo impida. La piel se nos ha endurecido. Nada cambiará cuando sepamos el número definitivo de muertos. No estamos en lo inhabitable. Estamos en la frialdad de la geografía institucional que deja hacer lo inhabitable. Y a su manera lo coproduce.

En el texto de la Convención contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes, acordado en la Asamblea de las Naciones Unidas en 1984 y ratificado en 1987, se recoge la definición más ampliamente utilizada de tortura. Una definición limitada que habría complejizar. Pero ahí se apunta al menos a un matiz que tiende a pasar desapercibido y es la alusión a que la producción del sufrimiento que activa la tortura recae en “un funcionario público u otra persona en el ejercicio de funciones públicas, a instigación suya, o con su consentimiento o aquiescencia”. Es importante esta alusión a la aquiescencia porque puede funcionar como una suerte de consentimiento o beneplácito más o menos explícito que permite proseguir el ejercicio de la tortura. La aquiescencia es la frialdad en la que está inmerso el entramado institucional europeo que no quiere quebrar la maquinaria genocida, es la frialdad del entramado tecno-empresarial público-privado que alimenta el espectro de una amenaza híbrida para afianzar una economía de guerra que anhela una sociedad para la guerra.

Pero sería ciertamente ingenuo asombrarnos por esa frialdad. Habitamos la frialdad como otros habitan lo inhabitable. Extremos que se miran sin avergonzarse. No hay nada de que extrañarse. Hay una herencia colonial que nos atraviesa y que ha propagado una densa trama de violencias físicas y simbólicas banalizando la producción de sufrimiento cuando este se proyecta sobre la subjetividad susceptible de ser colonizada. Aimé Césaire ya lo había dicho al inicio mismo de su necesario Discurso sobre el colonialismo: “Europa es indefendible”. Y, antes, W. E. B. Du Bois ya había lanzado en Las almas del pueblo, también al inicio, esa frase tantas veces repetida. “El problema del siglo XX es el problema de la línea de color”. Podríamos añadir que Europa es heterogénea y que posee diferentes realidades en su interior, que hay diferentes tipos de líneas. Pero existe ciertamente esa línea de color que sigue reproduciendo la violencia colonial irrestricta, que la expande y la propaga y que Europa acoge indisimuladamente, con aquiescencia.

En Gaza hay una tortura cotidiana que se expande hasta la categoría de genocidio porque el sujeto que habita lo inhabitable es el sujeto colonial. Y la colonialidad, entre otras cosas, nos dejó la ignominiosa herencia de la naturalización de la producción de muerte, la posibilidad de animalizar la vida racializada, la impunidad para llevar a cabo apropiación de la tierra. Convivimos desde hace décadas con la muerte cotidiana de miles de personas migrantes en el Mediterráneo negro, con la exteriorización militarizada y tecnologizada de las fronteras, con el reforzamiento de relaciones con un país como Libia que construye sin descanso lo inhabitable para la subjetividad migrante. Llevamos años con esa frialdad incrustada en la piel. Convivimos también con una división racializada del trabajo y los recursos, que deja a las personas racializadas en condiciones precarizadas y extremas de empleo, vivienda y derechos fundamentales, abocadas a la persecución por parte de los aparatos estatales y a la explotación extrema por parte de la maquinaria del mercado. Desde todo ese bagaje contemplamos Gaza. Alimentando una seguridad que reproduce la violencia que dice combatir, impulsando una industria militar en plena crisis eco-social. Gaza es un espejo siniestro que reproduce, a escala de genocidio, la jerarquía de la subjetividad. No estará a la altura del genocidio nazi. No tendremos un Primo Levi gazatí.

Y no se trata de recrear un cierto consenso estético que se horrorice ante la violencia irrestricta que ahí observamos, como si eso fuera un mero paréntesis. La crueldad del régimen israelí lleva ya mucho tiempo desplegándose arropada por silencios aquiescentes. No es suficiente enfatizar lo inasumible de la producción de sufrimiento, descontextualizándolo del modo en que ese sufrimiento se co-produce desde una compleja maquinaria genocida que posee sus ramificaciones simbólicas, económicas, tecnológicas y políticas. Es necesario politizar ese plano emocional. Pasar de la empatía a la vergüenza, a la rabia. Avergonzarnos de Gaza y de todo aquello que lo hace posible.

Trabajamos en una Universidad, la del País Vasco que ha creado una cátedra en ciberseguridad como consecuencia de un convenio de colaboración con el Instituto Nacional de Ciberseguridad de España (Incibe) que habilita las condiciones de posibilidad para establecer vínculos con universidades de referencia como la de Tel Aviv. Formamos parte de un estado que mantiene el comercio de armas militares con Israel, que permite que se publiciten armas en ferias tecnológicas del sector securitario-militar que han sido probadas previamente en Palestina. Habitamos un espacio institucional europeo que compra tecnología israelí para el uso de drones de vigilancia con el fin de reforzar el control fronterizo en el Mediterráneo, una Unión Europea que acaba de firmar un acuerdo de 7.400 millones de euros con Egipto en el que se incide en el control migratorio ante la previsión de movimientos de población palestina huyendo de lo inhabitable. Sentir vergüenza de todo ello, de sus acciones, de sus silencios, de lo que se hace a diferentes niveles. Hilos diversos que, si los seguimos hasta el final, llegan a Gaza.

El genocidio no es un único acontecimiento que compete a un único actor. Es una trama que opera a diferentes niveles, con distintas implicaciones e intensidades. El genocidio precisa de las condiciones de posibilidad que lo hacen posible. Una versión reducida de la sensibilidad empática nos lleva a circunscribir el horror a la crueldad de las imágenes en las que podemos ver lo que ahora está pasando en Gaza. La politización de la sensibilidad requiere entrelazar continuamente el horror y la co-producción de lo inhabitable. Sentir una rabia colectiva que, en su literalidad misma, nos con-mocione, nos ponga en movimiento articulando un boicot que quiebre toda ramificación, por pequeña que sea, para mantener la maquinaria genocida. Sentir vergüenza para salir de nosotras mismas, para crear lazos, para politizar la injusticia y el sufrimiento. Para huir de quien nos promete seguridad alimentando maquinarias bélicas. Hasta que la piel se reconozca en la geografía que habita.

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