Franeleros, una vida entre mafias

Testimonio recogido por Estefanía A.P. en la Ciudad de México

México. El pasado 9 de abril, en los titulares de los periódicos apareció: “Desempleo en México, el tercero más bajo de la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos) en febrero”. La noticia explicó que durante ese mes hubo dos millones 447 mil mexicanos sin trabajo, en comparación con enero, cuando se registraron dos millones 522 mil desempleados. La gran noticia,  que en términos reales no decía absolutamente nada,  fue anunciada con bombo y platillo en los noticieros, analizada por economistas y líderes de opinión y presentada a la población como una prueba de estabilidad laboral.

Noticias como la de abril se enfrentan a un problema difícilmente eludible, la realidad. Los organismos internacionales no mencionan en sus estudios que buena parte de los trabajadores incorporados compulsivamente por el capital perciben un salario por debajo del mínimo, además de que gran  parte del empleo generado es informal (se le puede quitar la etiqueta, pues ya es el mayoritario en México y gran parte del mundo).

Un gran ejército de fuerza de trabajo es diariamente excluido del empleo formal y transita a las actividades  informales. En México, por cada 2.4 millones de trabajadores  que se quedan sin empleo, 14 millones se integran al trabajo informal. El Instituto Nacional de Geografía y Estadística (INEGI) informa que 60 por ciento de la población ocupada se emplea de este modo.  Al igual que la mayoría de los trabajadores asalariados, éstos tampoco cuentan con seguridad social, certidumbre laboral y un salario digno. El tipo de empleos que se generan son trabajos precarios.

Uno de los sectores de la población que padece mayores niveles de violencia laboral son los jóvenes. De 14.7 millones de jóvenes trabajadores mexicanos, 26 por ciento recibe uno o menos de un salario mínimo, 24 por ciento no son asalariados sino que trabajan a destajo o por propinas, sólo 13 por ciento tiene seguridad social y dos de cada tres trabaja en la informalidad, aun cuando es contratado por una empresa. Se encuentran excluidos del mercado laboral, representan fuerza de trabajo barata y, además, se enfrentan la criminalización cotidiana del Estado y las empresas.

Muchos de los jóvenes trabajadores se ingenian modos propios de obtener un ingreso o se insertan en actividades no asalariadas ni formales. Un buen número de esas actividades se encuentran arraigadas en la sociedad desde hace varios años.  Tal es el caso de los franeleros o “viene-viene”, que de un tiempo para acá se enfrentan a numerosos “operativos sorpresa” con “cero tolerancia”, lo que implica ser arrestados y encarcelados. Desde hace algún tiempo a la fecha se habla de la necesidad de una inserción laboral formal que los regularice, pero no se hace: es un negocio que genera millones de pesos y del se benefician que mafias de funcionarios y policías.

En medio de esta situación, hay trabajadores que encuentran su sustento en esta actividad. La historia que se presenta a continuación es la historia de Héctor Raymundo González Díaz, un joven de 22 años que se emplea como franelero en la colonia Doctores en la Ciudad de México.

Son las cinco de la tarde y por la calle camina un ejército de funcionarios de gobierno que trabajan en el Registro Civil,  la Procuraduría General de Justicia y  la Junta Local de Conciliación y Arbitraje. Sus carros están estacionados en los alrededores de la colonia, cuidándolos y checándolos está otro ejército, el de franeleros.

Héctor es un joven que a los 13 años emigró a Atlanta, Estados Unidos. En su estancia por allá conoció la vida “con los batos  sureños”, y eso se volvió su barrio y su familia. Estuvo cinco años en la cárcel y “ya teniendo tiempo, uno inventa cosas”, relata. Se dedicó a dibujar y escribir poemas “de la vida en el barrio, y a una ruca que tenía por ahí, todos se los mandé a ella, pero ya valió”, afirma.

En octubre de 2013, fue deportado y regresó a la Ciudad de México. Ya estando aquí, su necesidad fue conseguir un trabajo. Solicitó empleo a la compañía de call center Telvista, donde uno de los requisitos es hablar inglés. A pesar de contar con el idioma, “no me aceptaron porque no tengo escuela, me dijeron que tenía que tener la secundaria completa o la high school, y yo no terminé ni primero de secundaria”.

 A  través de conocidos pudo conseguir un trabajo: “un camarada me dio chamba aquí de franelero. Me conectó con este bato y el bato me dio jale. Le dije que me diera chanza de trabajar, quería ganar feria y desafanarme de la vida pandillera. Él me dijo ‘simón’, y aquí me tienes”, relata.

Su jornada laboral es de lunes a viernes, y tiene un patrón para el que trabaja de ocho de la mañana a cinco de la tarde, y de cinco de la tarde en adelante “hasta que se vaya el último carro”. Su salario son aproximadamente 300 o 400 pesos diarios. A veces se va antes, pues se aburre de esperar, y ya no cobra los 25 pesos acordados por auto, aunque algunas personas le dan sólo diez pesos o no le pagan.

Sus días de descanso los pasa en un cuarto que un conocido le consiguió, en el que tiene “todo: muebles, cocina y televisión”, enumera. Se dedica a dormir pues “no conozco a casi nadie pa’ salir. Un día vi un museo creo que es por Balderas, de insectos y ese desmadre, y quise entrar pero pos no entré, pero sí tengo ganas de ir”, describe, bajo la sombra de un árbol e interrumpido por las múltiples solicitudes de sus clientes.

Para Héctor fue un impacto fuerte haber sido deportado, pues considera que México es otra realidad, en la que vive sólo y debe aprender hacerlo así. “No me gusta el cotorreo aquí, es diferente. Yo soy del barrio sureño, eso nadie me lo quita. Hay que defender el respeto, el honor, todo eso. Hay que hacer feria. El barrio se hizo para hacer feria entre todos, para estar todos bien como familia, porque la mayoría no tiene jefe ni jefa o son rechazados; uno se las ingenia ahí a sobrevivir en la calle, a hacer su feriecilla. Pero aquí para hacer jales no se la rifan, cada quien tiene su oficio, se podría decir. Es triste, lamentablemente”, valora.

Héctor prefiere trabajar con un patrón porque ya todas las calles de la ciudad tienen dueño, que son grupos organizados de policías y demás grupos delictivos. “La policía cobra, se podría decir, porque le tienes que dar a la policía y al sargento. No estoy enterado de cuánto se les tiene que dar. Y aparte, a otras gentes pa’ que no anden robando aquí”.

El trabajo que tiene que hacer consiste en “acomodar los carros, que nadie le dé portazos, rayones ni nada, cuidarlos y a veces lavarlos. A veces que los dueños dejan las ventanas abiertas, se les olvida, y hay que estar cuidando que nadie meta la mano por ahí; hacer lo más posible para que no se los lleve la grúa, porque supuestamente no pueden estar estacionados en batería, y darle dinero”.

Héctor dice que su trabajo no es pesado pero “está canijo el sol, y cuando llueve a veces baja el jale”. Otra cosa que no le gusta es el tiempo que pasa ahí, pues  es muy largo y aburrido.

Otro problema con el que se enfrenta diariamente es  la policía, pues por un lado hacen negocio con este tipo de ocupaciones pero por otro “hay que andarse escondiendo porque si te agarran, ya valiste. Si te llevan ya no sacas la feria, viene la patrulla y nos suben, porque según no está permitido ser franelero. Nos llevan tres horas o 35 horas”, advierte. “Ahorita ya se están poniendo perros, hay que andar truchas, ver la patrulla y a esconderse. A veces nos dicen que nos escondamos cuando los veamos, nos hacen paro, ‘cuando me vean nomás escóndete y al rato paso por la feria’. La corrupción es bonita”, suelta.

Algo que Héctor aprendió en su trabajo, además de lavar carros, es a  ser amable con la gente. Comenta que es fácil que lo discriminen por sus tatuajes: “la gente me juzga por los placazos; como soy el primer cholo en toda la generación de la familia, no me quieren. La gente juzga mucho si te miran con un tatuaje, no te dan jale, te dicen que eres un criminal”.

A Héctor le gustaría ser pintor y conocer a más personas porque “andando uno solo se va la inspiración. Casi no me junto con nadie”. Se quiere regresar a Estados Unidos, pero “quién sabe si lo logre”.

Sobre la política y el trabajo él opina que “todos son corruptos, hasta uno mismo es corrupto, ya es normal. Si no hubiera corrupción hubiera muchos en la cárcel, hay muchos también que son inocentes”.

La realidad mexicana le parece triste, pues no hay trabajo o no lo pagan bien, además de que “te juzgan por el modo que uno es, piensan que eres criminal. O te explotan nomás, como a los campesinos. Explotar es que se aprovechan de ti, se aprovechan de que son trabajadores, se aprovechan de uno”, define.

Aparece una señora para recoger su auto y argumenta que se tardó menos de una hora. “Yo cobro 25 y se lo dejé a 20, pero me dio 13. Hay muchos que llegan aquí y se creen muy acá, pero no me dejo”, alega.

Héctor acusa que en México, hay gente que se aprovecha por el poder que tiene, lo que sucede también en su trabajo. “Gente que trabaja en el gobierno quiere lugar y se mete. Uno le dice ‘¿cuánto?’ y te dicen ‘no, yo soy policía, no te voy a dar nada porque trabajo en el gobierno’, y hasta te enseñan la credencial. Hay unos que sí los mando a chingar a su madre y otros que no, que llaman a la patrulla.

“Porque yo pienso que si te dejas, pierdes la dignidad y caes pa’ bajo y ahí te quedas. Es el respeto, como el orgullo. Si lo pierdes caes al suelo y pa’ que la recobres otra vez, va a estar difícil”, finaliza.

29  junio del 2014

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