Fortaleza Grecia

Rosa Vasilaki

Foto: Tres niños migrantes hacen fuego en una de las tiendas del campo de refugiados de Nea Kavala/Grecia. (Sara Aminiyan)

El 7 de junio el ministro griego de Migración, Notis Mitarakis, declaró con orgullo que el gobierno derechista de Nueva Democracia había cumplido una de sus promesas emblemáticas de la campaña electoral de 2019: reducir la llegada de refugiados el 90 por 100. Se negó a decir cómo se había alcanzado este objetivo, si bien para cualquier observador informado la respuesta era obvia. Durante los últimos dos años han circulado informes de que Grecia está efectuando devoluciones sistemáticas en la frontera: la práctica, prohibida por el derecho internacional, consistente en obligar a los refugiados a volver a cruzarla nada más entrados en el país antes de que puedan solicitar asilo en el mismo. Aunque esta actividad ha provocado que decenas de refugiados mueran ahogados en el mar Egeo, apenas ha suscitado protestas internas y su práctica parece ir en aumento, lo cual refleja cambios de mayor calado registrados en el clima ideológico de Grecia, que se ha vuelto cada vez más receptiva a las actitudes características de la extrema derecha desde que Nueva Democracia llegó al poder. Una de las principales prioridades del actual gobierno, dirigido por el primer ministro Kyriakos Mitsotakis, es consolidar estos cambios y construir un Estado securitario, que actúe como barrera de primera línea de la UE contra el paso de refugiados y refugiadas. Para que ello sea posible es necesario que se genere un pánico moral perpetuo respecto a quienes entran en el país de forma “ilegal” y se erradica la cultura de solidaridad con los migrantes en otro momento vibrante en Grecia.

Esta política de línea dura seguida por el gobierno de Nueva Democracia pretendía diferenciarse netamente de la seguida por el gobierno de Alexis Tsipras, que inicialmente adoptó una actitud más acogedora hacia los que huían de la guerra, la persecución o la indigencia. En el punto álgido de la crisis de los refugiados en 2015-2016, Syriza organizó el alojamiento y la atención médica para los recién llegados, respondiendo simultáneamente al fuerte incremento de las solicitudes de asilo. También intentó proporcionar, aunque de modo esporádico y poco sistemático, educación a los niños refugiados. Sin embargo, la concentración de Syriza en las políticas de recepción hizo que descuidara su integración. Tsipras permitió la creación de campos de refugiados, como el tristemente célebre campo de Moria, situado en la isla de Lesbos, en el que miles de personas permanecieron encerradas en condiciones insalubres y de hacinamiento, e impuso las denominadas “restricciones geográficas”, que limitaban la capacidad de los migrantes para desplazarse desde las islas al continente.

Durante el gobierno de Mitsotakis, los campos de refugiados se convirtieron de facto en prisiones, sometidos a una fuertemente vigilancia

Esta política fue en parte resultado del acuerdo firmado entre la UE y Turquía en marzo de 2016, que pretendía frenar la migración irregular hacia Europa. El acuerdo estipulaba que Turquía tomaría todas las medidas necesarias para evitar que las personas viajaran de forma irregular desde Turquía a las islas griegas; que quienes consiguieran hacer el viaje podrían ser devueltos a la fuerza; y que Erdoğan recibiría seis millardos de euros para acoger a los refugiados en Turquía. En última instancia, la decisión adoptada por Syriza de actuar como policía fronteriza de la UE mediante la aplicación de este acuerdo puso fin a su política amistosa respecto a los migrantes y así Grecia entró en la era de los campamentos permanentes y la represión constante de los recién llegados.

Tras la llegada al poder de Nueva Democracia, la política migratoria dio un giro aún más siniestro. Una de las primeras medidas adoptadas por el nuevo gobierno fue la Ley 4735/2020, que introdujo cambios en el sistema de concesión de la ciudadanía griega, incluyendo la aplicación de un estricto umbral financiero. Durante el gobierno de Mitsotakis, los campos de refugiados se convirtieron de facto en prisiones, sometidos a una fuertemente vigilancia, rodeados con cercas de alambre de espino y dotados de cámaras de vigilancia, escáneres de rayos X, puertas magnéticas e instalaciones de detención punitivas, al tiempo que se fortalecían las patrullas fronterizas y se negaban a los migrantes las vías legales para la solicitud de asilo en Grecia.

Tal vez el cambio más neto fue la práctica encubierta pero persistente de las devoluciones en caliente practicadas tanto en el mar Egeo como en la frontera terrestre entre Grecia y Turquía. En el verano de 2020, The New York Times dio a conocer esta historia a escala mundial, informando a sus lectores cómo los migrantes eran regularmente obligados a subir a balsas salvavidas inseguras y abandonados en medio del mar. Aunque las afirmaciones estaban respaldadas por entrevistas en primera persona realizadas a supervivientes de estas prácticas, por tres organismos de vigilancia independientes, por dos investigadores académicos y por la propia Guardia Costera turca, el gobierno griego negó las acusaciones y la UE se mostró reticente a investigar estos hechos. Poco después, Human Rights Watch descubrió que la policía griega despojaba sistemáticamente a los solicitantes de asilo de sus ropas y pertenencias antes de entregarlos a hombres enmascarados que los dejaban flotando en pequeñas embarcaciones en el río Evros. También reveló una pauta de ataques violentos y mortales a embarcaciones de refugiados por parte de la Guardia Costera griega.

Tras disuadir a más de ciento cuarenta mil personas de entrar en el país entre abril y noviembre de 2021, Grecia pretende ahora obtener más financiación de la UE para triplicar la longitud de su valla fronteriza de acero en la región de Evros

Como respuesta a estos hechos probados, el Comisario de Derechos Humanos de la UE anunció que “la escala y la normalización de las devoluciones en caliente efectuadas en las fronteras de Europa requiere una acción urgente y concertada por parte de los gobiernos y los parlamentarios”. Sin embargo, esto era poco más que un intento por parte de la UE de difuminar sus propias responsabilidades. De hecho, las autoridades europeas llevaban años trabajando estrechamente con Grecia para mantener alejados a los migrantes de sus fronteras. Frontex, la agencia de vigilancia fronteriza y costera de la UE, ha multiplicado casi por veinte su presupuesto desde su creación en 2006 y se prevé que emplee a más de diez mil efectivos en 2027. Su director ejecutivo, Fabrice Leggeri, se vio obligado a dimitir el pasado mes de abril tras ser investigado por su presunta complicidad en las devoluciones en caliente. Aunque su salida es un hecho positivo, no supondrá ningún cambio significativo en la política migratoria europea. La UE no moverá un solo dedo para impedir que Grecia, o cualquier otro país, utilice tácticas de disuasión brutales, ya que estas constituyen una parte esencial de su plan de hacer que las fronteras europeas sean infranqueables, preservando así la “libertad de circulación” como un ideal que se aplica únicamente a la población predominantemente blanca del bloque comercial.

Esta dinámica fue evidente durante el incidente del río Evros acaecido en marzo de 2020, cuando Erdoğan declaró que ya no impediría que los migrantes salieran de Turquía. El gobierno de Nueva Democracia respondió suspendiendo ilegalmente la recepción de solicitudes de asilo, medida profusamente elogiada por los líderes europeos y respaldada por la oposición de Syriza. Ursula von der Leyen agradeció a Grecia por actuar como “nuestro escudo europeo” y prometió 700 millones de euros de ayuda a sus autoridades fronterizas. Ese otoño, la UE concedió a Grecia otros 121 millones de euros para la construcción de centros de acogida en las islas de Samos, Kos y Leros y en marzo siguiente se asignaron más fondos destinados a los centros de Lesbos y Quíos. Ahora los migrantes pueden en realidad ser retenidos por tiempo indefinido en estos lugares remotos alejados del continente europeo. Tras disuadir a más de ciento cuarenta mil personas de entrar en el país entre abril y noviembre de 2021, Grecia pretende ahora obtener más financiación de la UE para triplicar la longitud de su valla fronteriza de acero en la región de Evros. Al mismo tiempo, el gobierno ha instrumentalizado la crisis ucraniana para blanquear su historial de derechos humanos, creando un sistema de doble vía en el que los refugiados ucranianos tienen acceso preferente al registro, el alojamiento y la educación. 

El gobierno de Nueva Democracia sigue desestimando las pruebas de las devoluciones en caliente como “noticias falsas” o “propaganda turca” y ha desarrollado métodos eficaces para cerrar el debate sobre el asunto. El vilipendio de las ONG pro migrantes, elemento básico del discurso de la extrema derecha durante los años de Syriza en el gobierno, es ahora un tema de conversación cotidiana del consejo de ministros. A tenor de la nueva normativa, estas organizaciones están obligadas a inscribirse en un registro oficial y a recibir el permiso del Estado para continuar su trabajo, que debe ajustarse a criterios muy restrictivos. El gobierno de Nueva Democracia también se ha asegurado de que los campos de refugiados queden fuera del alcance de la prensa, impidiendo así que la ciudadanía contemple los horrores que se verifican en ellos. Mientras tanto, los periodistas que intentan cubrir asuntos relacionados con los flujos migratorios se topan indefectiblemente con reacciones hostiles.

Así, cuando la reportera de origen holandés Ingeborg Beugel acusó al primer ministro griego Kiriakos Mitsotakis de mentir sobre las actividades de las fuerzas fronterizas griegas, se convirtió en el objetivo de una campaña de desprestigio respaldada por el Estado. Tras un aluvión de amenazas de muerte, Beugel se vio obligada a abandonar temporalmente Grecia por consejo de la embajada holandesa. Ahora se enfrenta a cargos penales por permitir que un solicitante de asilo afgano se alojase en su casa, lo que podría suponer un año de cárcel y una multa de 5.000 euros.

Una parte importante de la iglesia ortodoxa gravitó hacia la extrema derecha, a menudo repitiendo mecánicamente las teorías conspirativas sobre la amenaza existencial derivada de la “islamización”

Un destino similar corrió Iason Apostolopoulos, coordinador sobre el terreno de la organización humanitaria Mediterranea Saving Humans, que fue calificado de traidor y agente turco por llevar a cabo operaciones de búsqueda y rescate y atacado por un medio de comunicación progubernamental, que publicó sus datos personales en Internet. Debido a este clima de miedo, Grecia ha descendido treinta y ocho puestos en el Press Freedom Index durante el último año, ocupando ahora el puesto centésimo octavo, justo por debajo de Burundi. A principios de este mes, cuando el Tribunal Europeo de Derechos Humanos declaró que la Guardia Costera griega había hundido una embarcación de migrantes en 2014, causando la muerte de once solicitantes de asilo, los principales medios de comunicación griegos se limitaron a ignorar la sentencia.

Este apagón mediático ha contribuido a endurecer las actitudes hacia los refugiados y los migrantes entre la población griega. Anteriormente, la existencia de una nutrida coalición de fuerzas —ONG, partidos políticos progresistas, el movimiento anarquista y pequeños grupos no afiliados— constituía una impresionante red de solidaridad con los migrantes y las migrantes. Esta red se ocupaba de la primera acogida de los refugiados recién llegados, los alojaba en sus casas, les ayudaba a presentar las solicitudes de asilo, organizaba entregas de alimentos y donaciones de ropa, e incluso procedía a la ocupación de edificios vacíos en el centro de Atenas, donde los migrantes podían llevar una vida menos controlada y más digna que en los campamentos de refugiados.

Sin embargo, este ambiente empezó a cambiar en 2016, cuando se cerraron las fronteras europeas tras el acuerdo firmado entre la UE y Turquía. A partir de entonces, Grecia dejó de ser considerada como un “país de tránsito” para convertirse en un hogar permanente para su población migrante. Muchos isleños se dieron cuenta de que los campamentos estaban allí para quedarse y temieron que fueran un perjuicio para la industria turística local. En consecuencia, la percepción de los refugiados como víctimas de la guerra y del colapso social fue sustituida por la construcción de imágenes que los representaba como parásitos o enemigos de la civilización. Este cambio, en el que el partido neonazi Amanecer Dorado desempeñó un papel importante, fue fomentado por el sentimiento de desesperación generalizado que cundió tras el referéndum sobre el rescate de Grecia celebrado en 2015 en el que el rotundo voto de rechazo a la exigencia de más austeridad impuesta por la Troika expresado por el pueblo griego fue ignorado de plano por Tsipras. En estas condiciones de escasez, tras la traición de la promesa de una alternativa de izquierda, la propaganda de la extrema derecha consiguió poner a muchos griegos de a pie en contra de los migrantes a los que se presentó como competidores por los limitados puestos de trabajo y beneficios sociales existentes.

A este abrupto giro contribuyó también la Iglesia Ortodoxa, que sigue gozando de una extraordinaria influencia en la sociedad griega, dada la falta de separación oficial entre la Iglesia y el Estado. Tras el auge del multiculturalismo verificado durante la década de 2000, una parte importante de la organización eclesiástica gravitó hacia la extrema derecha, a menudo repitiendo mecánicamente las teorías conspirativas sobre la amenaza existencial derivada de la “islamización”. El arzobispo de Atenas encabezó la carga, afirmando que “el islam no es una religión, sino un partido político […] y sus creyentes son gente de guerra”. Aunque Amanecer Dorado perdió sus escaños parlamentarios en las últimas elecciones generales griegas, las opiniones racistas se han prácticamente normalizado en el discurso público. Una encuesta realizada a principios de este año reveló que el 55 por 100 de la población griega piensa que los refugiados contribuirán a la propagación del terrorismo, el 72 por 100 cree que tienen un impacto negativo sobre la economía y el 73,5 por 100 quiere que quienes entran en el país “ilegalmente” sean deportados a su país de origen.

Con la excepción del Frente Europeo de Desobediencia Realista (MeRA25), un partido marginal de izquierda fundado en 2018 como parte del Movimiento Democracia en Europa 2025 (DiEM25), la oposición parlamentaria no ha hecho nada para contrarrestar estas opiniones. Syriza ha adoptado totalmente la retórica del gobierno de Nueva Democracia sobre los migrantes, afirmando que Grecia “se enfrenta a la amenaza geopolítica de Turquía” en forma de refugiados. Un reducido número de organizaciones internacionales (ACNUR, el Danish Refugee Council y la Organización Internacional para las Migraciones de Naciones Unidas), así como estructuras locales de solidaridad de larga data, el movimiento anarquista y grupos de extrema izquierda, siguen trabajando estrechamente con los migrantes, ofreciéndoles asesoramiento jurídico, servicios educativos, apoyo práctico y psicológico, alojamiento y asistencia legal. Pero su posición en una sociedad cada vez más seducida por la retórica de la extrema derecha es precaria. Sin esfuerzos organizativos concertados, estas redes de solidaridad con los migrantes pueden desaparecer por completo bajo la represión de Mitsotakis.

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